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- El laberinto - https://imanol-zubero.blogspot.com/2025/07/el-laberinto.html
- Hacer la guerra - https://imanol-zubero.blogspot.com/2025/07/hacer-la-guerra.html
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- Las sombras fugaces - https://imanol-zubero.blogspot.com/2025/07/las-sombras-fugaces.html
- Cualquiera puede morir en junio - https://imanol-zubero.blogspot.com/2025/07/cualquiera-puede-morir-en-junio.html
Uno se apoya en la mochila. Porque en el momento en que nos quitamos el peso de nuestros hombros no sabemos enderezarnos enseguida; ¡pues resulta que era el peso lo que antes nos daba seguridad y equilibrio! [George Simmel]
viernes, 1 de agosto de 2025
Libros recomendados en julio
jueves, 31 de julio de 2025
¿Destruir? Ni Gaza ni Israel
“En todos los ámbitos damos la impresión de haber perdido las nociones esenciales de la inteligencia, las nociones de límite, de medida, de grado, de proporción, de relación, de condición, de vínculo necesario, de conexión entre medios y resultados. Para ocuparse de asuntos humanos, nuestro mundo político está poblado exclusivamente por mitos y monstruos; en él solo conocemos entidades, absolutos”.
Simone Weil, No empecemos de nuevo la guerra de Troya (1937)
La situación en Gaza es insoportable. Asistimos con horror al resultado de una estrategia militar que ha convertido a más de dos millones de personas en rehenes del hambre, del miedo y de la destrucción. El bloqueo impuesto por Israel y la ofensiva sostenida contra la Franja constituyen una violación flagrante del derecho internacional humanitario y un castigo colectivo que no puede ser justificado bajo ningún argumento de defensa. Lo que está ocurriendo en Gaza merece una condena rotunda, sin matices ni dilaciones. Me duele profundamente, me compromete, y por ello, como tantas y tantos, he participado en todas las convocatorias en las que se ha reclamado a Israel que ponga fin, incondicionalmente, a sus operaciones genocidas en Gaza.
Sin embargo, no podemos aceptar sin más el lema bajo el cual se ha convocado la movilización de mañana en Bilbao: "Israel suntsitu", "destruir Israel". Esa consigna, más allá de su rechazo moral, representa una amenaza contra toda una población. Llamar a la destrucción de un Estado (en realidad, de una sociedad) no es una crítica legítima a sus políticas, sino una negación del derecho de su pueblo a existir. Y eso, desde una perspectiva ética, política y humanista, no se puede compartir.
Estar contra la ocupación, contra el apartheid, contra los crímenes de guerra, no significa estar contra un pueblo entero. Del mismo modo que denunciamos el genocidio en Gaza, debemos rechazar cualquier forma de antisemitismo, sea explícito o disfrazado de consigna política. El camino para una paz justa pasa necesariamente por el fin de la ocupación, por el reconocimiento mutuo y por una solución política que garantice la vida, la dignidad y la seguridad tanto del pueblo palestino como del pueblo israelí. Esa solución sigue siendo la de dos Estados, con fronteras seguras y derechos iguales para todas las personas que habitan la región.
Nuestro compromiso debe ser con la vida, no con la destrucción. Por eso, aunque sintamos la urgencia de manifestarnos contra el horror en Gaza, no podemos hacerlo bajo un lema que niega los principios mismos por los que luchamos.
En momentos de horror la palabra se vuelve frágil, pero también más necesaria que nunca. Lo que ocurre hoy en Gaza exige una respuesta moral inmediata: una población entera está siendo sometida a una violencia sistemática, al hambre, al desamparo. No hay justificación posible para este castigo colectivo. La guerra no puede convertirse en un mecanismo para borrar un pueblo, ni el sufrimiento civil puede ser asumido como daño colateral. El bloqueo israelí, la ofensiva militar y la impunidad con que se ejerce esta violencia son incompatibles con cualquier idea de justicia.
Pero hay palabras que, en nombre de esa justicia, traicionan sus propios fundamentos. El lema "Israel suntsitu" nos enfrenta a una de esas paradojas morales. Porque por más que compartamos la necesidad urgente de denunciar el genocidio que se está perpetrando, no podemos aceptar, ni ética ni políticamente, una consigna que implica la aniquilación de otro colectivo humano. Destruir un Estado no es simplemente una consigna contra una estructura de poder: es, en este caso, un llamamiento a borrar la existencia de quienes lo habitan, de quienes lo sienten como parte de su identidad. No se puede combatir un crimen colectivo cometiendo otro en la imaginación política. Llamar a la destrucción de Israel no es una crítica legítima: es una forma de violencia simbólica que prepara el terreno para otras violencias más tangibles. Es la negación del principio de coexistencia, de la dignidad humana compartida, de la paz como horizonte.
La moral, también la moral política, cuando es fiel a su vocación, no elige entre víctimas. Sabe que todo ser humano es portador de un valor irreductible, incluso -y sobre todo- cuando el conflicto parece exigir adhesiones incondicionales. Por eso, la única salida justa sigue siendo aquella que reconozca plenamente a los dos pueblos que habitan esta tierra herida. La solución de dos Estados no es una fórmula diplomática vacía, sino la expresión mínima de una idea de justicia en la que nadie debe ser borrado para que la otra y el otro vivan.
Nuestro deber, hoy, es doble: denunciar con claridad los crímenes de guerra y la política de exterminio en Gaza, y al mismo tiempo mantenernos fieles a los principios éticos que nos sostienen. No podemos luchar contra el odio adoptando sus lenguajes. La palabra justa es la que defiende la vida, incluso cuando todo alrededor se derrumba.
En contextos de violencia extrema, la política tiende a deslizarse hacia una lógica binaria: amigo o enemigo, víctimas o verdugos, legítimos o ilegítimos. Esta simplificación no es casual: permite movilizar pasiones, justificar acciones, identificar bandos. Pero esa polarización, aunque políticamente eficaz, puede volverse éticamente ciega. La ética, a diferencia de la política en su forma más cruda, no opera con identidades colectivas abstractas, sino con vidas concretas. Esa diferencia no invalida la política, pero exige que no se emancipe de su fundamento ético. Cuando una consigna como “destruir Israel” se presenta como una reivindicación política, debemos preguntarnos: ¿desde qué lugar ético se pronuncia? Si la política no se mide por su fidelidad a la dignidad humana, entonces ya no es emancipadora, sino una forma distinta de dominación.
Las palabras no son nunca inocentes. Nombrar no es solo describir: es también intervenir, construir realidad, anticipar lo posible. Las palabras pueden sanar, pero también pueden preparar el terreno para el exterminio. Cuando se lanza una consigna como "Israel suntsitu" se está imaginando un futuro donde un colectivo humano es eliminado. Aunque se pretenda simbólica, esa palabra contiene en sí la semilla del acto. Por eso, el cuidado del lenguaje no es una cuestión de corrección política, sino de responsabilidad moral. No hay justicia que pueda nacer del odio. No hay liberación que se logre borrando a la otra y al otro. Y no hay victoria política que no se vuelva derrota humana si en su nombre se normaliza la violencia verbal contra comunidades enteras.
Es comprensible y justo denunciar con fuerza los crímenes cometidos por el gobierno de Israel. Pero hay una diferencia fundamental entre criticar un régimen político y atribuir responsabilidad colectiva a un pueblo entero. Cuando se difumina esa diferencia, la violencia simbólica se dirige indiscriminadamente a cualquiera que comparta una identidad con el agresor: no ya quien manda las bombas, sino quien nació con el nombre equivocado, la religión equivocada, el pasaporte equivocado. La filosofía moral nos advierte contra esa trampa de las identidades absolutas. El ser humano no es reducible a su grupo étnico, su nacionalidad ni su historia colectiva. La justicia comienza cuando resistimos esa reducción, incluso bajo presión, incluso cuando el dolor nos empuja a simplificar.
En medio de la destrucción, la fidelidad a lo humano debe ser nuestra brújula. No hay compromiso político que valga si exige que traicionemos la igualdad fundamental entre todas las vidas. No hay causa justa que se construya sobre el deseo de borrar a la otra y al otro. Hoy, defender al pueblo palestino significa también rechazar cualquier lenguaje que niegue la humanidad de las y los israelíes. Y denunciar al gobierno de Israel no implica negar el derecho de su pueblo a existir en paz. La justicia, si ha de ser algo más que una consigna, empieza aquí: en la renuncia a toda forma de exterminio, incluso en el plano del lenguaje.
Cualquiera puede morir en junio
Cualquiera puede morir en junio
Traducción de Juan Trejo
Tusquets, 2025
"Dejó a Hermana Jimmy con su gin-tonic, observando a los chicos, y salió del bar. Se preguntó exactamente en qué clase de persona se estaba convirtiendo. Se suponía que era un poli, pero estaba haciendo el trabajo sucio a un gángster. Suponía que así funcionaban las cosas: le pides a alguien como Stevie Cooper ciertos favores y, al final, él te pide algo a cambio.
La ciudad estaba vacía, todos los buenos ciudadanos se habían ido a casa a cenar y a pasar la noche frente al televisor. Caminó en dirección al centro de la ciudad, No le interesaban esa clase de personas. Buscaba a los otros. Los que habían perdido su lugar en el mundo, los que habían dejado de fingir. Las almas solitarias".
En Glasgow, incluso en junio, el sol parece pedir permiso para brillar. Y en la sexta entrega de la serie protagonizada por el detective Harry McCoy, ese permiso nunca llega. En esta novela Alan Parks nos devuelve a su ciudad oscura y sucia, a ese paisaje urbano donde la línea entre la ley y el crimen no es una frontera, sino un terreno pantanoso que todos pisan sin mirar. Su estilo contenido y cortante remite al noir
clásico, pero su mirada es más contemporánea, más política. Como el
propio McCoy, al leer esta novela avanzamos entre dudas, inconsistencias
y el peso de un pasado que siempre vuelve.
Corre el año 1975 y Harry McCoy, ese detective de salud tambaleante y brújula ética desajustada, se encuentra ante un caso desconcertante: una mujer desesperada llega a comisaría afirmando que su hijo ha desaparecido. El problema es que nadie más parece saber nada de dicho niño. Ni vecinos, ni archivos, ni siquiera su propio marido -un predicador de una congregación religiosa cerrada y opresiva- admiten que ese hijo haya existido. ¿Delirio? ¿Encubrimiento? McCoy, como siempre, no puede evitar mirar bajo la superficie, aunque lo que haya allí lo destroce. A medida que se adentra en esta denuncia fantasma se ve enredado en otro frente igual de turbio: una investigación sobre corrupción policial. Y como es habitual en las novelas de Parks, las tramas no avanzan en paralelo: se cruzan, se contaminan, se retuercen entre sí hasta formar un solo tejido de podredumbre, dolor y secretos mal enterrados.
Más doliente y escéptico que nunca, McCoy sigue siendo un protagonista magnético, no porque sea admirable, sino porque es profundamente humano. Su historia con Stevie Cooper, su amigo de la infancia devenido gánster de la ciudad, sigue marcando esa frontera inestable entre el crimen y la justicia. En esta novela, más que en otras de la saga, la fe aparece como tema central: no sólo la fe religiosa (que aquí se muestra como máscara de represión y abuso), sino la fe en la memoria, en el sistema, incluso en uno mismo. La fuerza de esta historia no está sólo en la intriga, sino en el modo en que Parks disecciona el entramado de una ciudad enferma. Glasgow es un personaje en sí misma, con sus cicatrices industriales, sus bares sombríos, su crimen organizado y su sistema policial atrapado en su propia telaraña de lealtades podridas.
Corre el año 1975 y Harry McCoy, ese detective de salud tambaleante y brújula ética desajustada, se encuentra ante un caso desconcertante: una mujer desesperada llega a comisaría afirmando que su hijo ha desaparecido. El problema es que nadie más parece saber nada de dicho niño. Ni vecinos, ni archivos, ni siquiera su propio marido -un predicador de una congregación religiosa cerrada y opresiva- admiten que ese hijo haya existido. ¿Delirio? ¿Encubrimiento? McCoy, como siempre, no puede evitar mirar bajo la superficie, aunque lo que haya allí lo destroce. A medida que se adentra en esta denuncia fantasma se ve enredado en otro frente igual de turbio: una investigación sobre corrupción policial. Y como es habitual en las novelas de Parks, las tramas no avanzan en paralelo: se cruzan, se contaminan, se retuercen entre sí hasta formar un solo tejido de podredumbre, dolor y secretos mal enterrados.
Más doliente y escéptico que nunca, McCoy sigue siendo un protagonista magnético, no porque sea admirable, sino porque es profundamente humano. Su historia con Stevie Cooper, su amigo de la infancia devenido gánster de la ciudad, sigue marcando esa frontera inestable entre el crimen y la justicia. En esta novela, más que en otras de la saga, la fe aparece como tema central: no sólo la fe religiosa (que aquí se muestra como máscara de represión y abuso), sino la fe en la memoria, en el sistema, incluso en uno mismo. La fuerza de esta historia no está sólo en la intriga, sino en el modo en que Parks disecciona el entramado de una ciudad enferma. Glasgow es un personaje en sí misma, con sus cicatrices industriales, sus bares sombríos, su crimen organizado y su sistema policial atrapado en su propia telaraña de lealtades podridas.
Si bien puede leerse como novela
independiente, gana mucho más cuando se la entiende como parte de un
conjunto. Parks ha construido con su serie una especie de calendario del
descenso, donde cada mes es una estación más en el largo invierno del
alma; ha creado algo más que una saga policíaca: ha construido un mapa
emocional de la descomposición urbana, un fresco sombrío sobre el precio
que pagamos cuando dejamos de escuchar, de ver, de creer. Y en esta
sexta entrega, ese precio se cobra con el silencio alrededor de un niño
que quizás nunca existió, pero cuya ausencia grita más que cualquier
cadáver.
Las sombras fugaces
Las sombras fugaces
Traducción de Luisa Lucuix
Volcano, 2022
"Desde la avería, el suelo ya no tiembla bajo los cargamentos de madera de los tráileres, pero todavía hay mucho tránsito por los bosques. Están todos aquellos que se refugiaron en sus casas de campo o en sus campamentos de caza. También los que tratan de establecerse en alguna parte, lejos de las aglomeraciones y de las carreteras nacionales. En todas partes, la gente desconfía, la gente es calculadora, la gente va armada. El resto solo pende de un hilo. Por eso es por lo que yo prefiero las profundidades del bosque a los encuentros arriesgados por los caminos".
Al principio, lo único que queda es el ruido del viento en los árboles y el crujido de la gravilla bajo los pasos. En ese silencio suspendido -el silencio de un mundo quebrado por un apagón interminable-, un hombre camina con la esperanza de alcanzar el campamento donde cree que está su familia. Camina solo, hasta que aparece Olio.
El niño surge del bosque como un espectro, silencioso, observador, desconfiado. No parece perdido, ni asustado. Está ahí, simplemente. Y desde ese momento, sin palabras y sin pactos, empieza una relación que será el hilo que sostenga al protagonista mientras el paisaje se oscurece aún más. Olio, con su terquedad silenciosa, no solo acompaña: desafía, exige, y en cierto modo, humaniza. Lo obliga a recordar que aún hay otro. Y que ese otro importa.
No es una novela de acción, pero está llena de movimientos, de trayectos, de encuentros cargados de tensión. Con humanos, también con lobos. Una historia de supervivencia en un contexto de crisis de la civilización, pero no una historia más. Christian Guay-Poliquin no nos ofrece explicaciones, ni consuelo, ni redención; nos sumerge en un universo sombrío con una prosa contenida, casi minimalista. Cada capítulo es un día más con vida, cada personaje un espejo posible del miedo y del deseo de seguir adelante. Y sin embargo, a través del vínculo con Olio, aparece algo que no puede nombrarse con facilidad. No es esperanza, pero sí es una forma de persistencia que no se explica por la lógica de la supervivencia. Es la necesidad de no perder del todo la capacidad de cuidar. De proteger a alguien. De caminar junto a otro, aunque no sepamos hacia dónde.
El niño surge del bosque como un espectro, silencioso, observador, desconfiado. No parece perdido, ni asustado. Está ahí, simplemente. Y desde ese momento, sin palabras y sin pactos, empieza una relación que será el hilo que sostenga al protagonista mientras el paisaje se oscurece aún más. Olio, con su terquedad silenciosa, no solo acompaña: desafía, exige, y en cierto modo, humaniza. Lo obliga a recordar que aún hay otro. Y que ese otro importa.
No es una novela de acción, pero está llena de movimientos, de trayectos, de encuentros cargados de tensión. Con humanos, también con lobos. Una historia de supervivencia en un contexto de crisis de la civilización, pero no una historia más. Christian Guay-Poliquin no nos ofrece explicaciones, ni consuelo, ni redención; nos sumerge en un universo sombrío con una prosa contenida, casi minimalista. Cada capítulo es un día más con vida, cada personaje un espejo posible del miedo y del deseo de seguir adelante. Y sin embargo, a través del vínculo con Olio, aparece algo que no puede nombrarse con facilidad. No es esperanza, pero sí es una forma de persistencia que no se explica por la lógica de la supervivencia. Es la necesidad de no perder del todo la capacidad de cuidar. De proteger a alguien. De caminar junto a otro, aunque no sepamos hacia dónde.
La gran negación
La gran negación
Traducción de Rosa Barbany Puig
La otra h, 2015
Algunos libros no se limitan a contarte algo: te cambian el modo en que miras. La gran negación es uno de esos libros. Y aunque su forma es la del cómic -o más bien la de la novela gráfica-, lo que en realidad despliega es un gesto ético: el de rasgar el velo de aquello que, como sociedades, hemos aprendido a no ver.
Grossi se inscribe en una tradición cada vez más poderosa dentro del cómic contemporáneo: la que usa el dibujo como una herramienta para pensar políticamente el presente. Leer La gran negación es recordar obras como Persépolis, donde Marjane Satrapi convertía su historia personal en una forma de interpelación colectiva; o como las crónicas gráficas de Joe Sacco, donde el periodismo y la empatía se entrelazan para dar voz a quienes nunca la tienen. Su narrativa no busca tanto informar como incomodar. No se trata de contar lo que pasa “allí” -en Gaza, en Palestina, en Oriente Medio-, sino de explorar qué significa ser espectador en este lado del mundo. Qué significa callar, dudar, mirar para otro lado.
El trazo de Grossi, preciso y austero, rehuye el efectismo. Cada página parece medir cuidadosamente cuánto puede mostrar sin traicionar la complejidad del proceso que retrata: el de una conciencia que, a fuerza de grietas, se va abriendo a la verdad. Y es una verdad incómoda. Porque La gran negación pone en cuestión nuestra propia complicidad, nuestro silencio bienpensante, nuestra necesidad de no saber demasiado. No es una lectura fácil. Pero no por la dureza de las imágenes o el dramatismo de los hechos, sino por lo que nos exige: asumir que la ignorancia, a veces, no es pasiva, que se puede elegir no ver, y que esa elección tiene consecuencias.
La gran negación (aquí el booktrailer) pertenece a esa familia de obras que hacen del cómic no solo un lenguaje narrativo, sino una forma de despertar. Porque la negación solo puede romperse con conciencia y acción colectiva. Absolutamente recomendable. Aunque yo hubiera sustituido a ese profesor Zek, trasunto de Zizek, por alguna mujer representando a la mejor propuesta que, en mi opinión, hoy tenemos para convertir el negacionismo en una gran afirmación en favor de la vida: el ecofeminismo.
martes, 29 de julio de 2025
Hacer la guerra
Hacer la guerra
Traducción de Juan Vivanco Gefaell
Taurus, 2024
"La idea de la muerte no se puede concebir, salvo por instantes, cuando se siente que la muerte existe de verdad. Cierto es que todo hombre está destinado a morir y que un soldado puede hacerse viejo combatiendo; pero para quienes tienen el alma sometida al yugo de la guerra, la relación entre la muerte y el futuro no es igual que para los demás hombres. Para los demás la muerte es un límite impuesto de antemano al futuro; para ellos es el propio futuro, el futuro que les asigna su profesión. Que unos hombres tengan por futuro la muerte es antinatural, Cuando la práctica de la guerra pone en evidencia la posibilidad de muerte que encierra cada minuto , el pensamiento se vuelve incapaz de pasar de un día al siguiente sin que se le cruce la idea de la muerte. [...] El alma sufre violencia diariamente. Cada mañana el alma se despoja de cualquier aspiración, porque el pensamiento no puede viajar en el tiempo sin pasar por la muerte. La guerra borra así cualquier idea de meta, incluso la idea de las metas de la guerra. Borra hasta el pensamiento de acabar con la guerra".
Este volumen reúne cuatro ensayos de Simone Weil que, escritos entre 1939 y 1940, ofrecen una meditación íntima y radical sobre la guerra y el poder. En el primero de los textos, "No empecemos de nuevo la guerra de Troya", reflexiona sobre la repetición de conflictos ancestrales sin propósito claro, arraigándose en el mito para entender la lógica de salir a la guerra sin una razón fundada:
"A lo largo de la historia humana se puede comprobar que los conflictos más encarnizados son, con diferencia, aquellos que no tienen objetivo. Esta paradoja, bien mirada, es quizá una de las claves de la historia; no hay duda de que es la clave de nuestra época".
La autora recurre a la guerra de Troya como ejemplo de disputas que se vuelven heredadas, recuerda cómo se invocan los muertos para justificar nuevos combates y alerta sobre esta mecánica emocional de la violencia simbólica: si no ponemos freno a ese ciclo, estaremos condenados a revivirlo una y otra vez.
"Para quien sabe ver, hoy en día no hay un síntoma más angustioso que el carácter irreal de la mayoría de los conflictos que van surgiendo. Tienen aún menos realidad que el conflicto entre los griegos y los troyanos. En el centro de la guerra de Troya al menos había una mujer, que además era una mujer de una belleza perfecta. Para nuestros contemporáneos son palabras adornadas con mayúsculas las que hacen las veces de Helena".
En el segundo ensayo, "La Ilíada o el poema de la fuerza", Simone Weil sostiene que el verdadero héroe del poema de Homero es la fuerza misma: aquella que somete, que arrastra, que desfigura tanto al oprimido como al ejecutor del poder. Desde las primeras líneas, afirma que cualquier individuo bajo el dominio de la fuerza se convierte en una cosa, a veces incluso en cadáver. La autora analiza cómo la violencia no solo destruye cuerpos, sino que intoxica al agresor, anulando la razón y la piedad. Describe a Aquiles, Agamenón y otros héroes como víctimas de la fuerza que ellos mismos creen controlar. Solo la moderación y la compasión ofrecen una posible salida del ciclo de degradación que provoca la violencia desatada.
"Tal es la naturaleza de la fuerza. El poder que posee de transformar a los hombres en cosas es doble y se ejerce en dos sentidos: petrifica de un modo distinto, pero igualmente, las almas de los que la padecen y de los que la manejan. Esta propiedad alcanza el grado más alto en medio de las armas, desde el momento en que una batalla se orienta hacia una decisión. Las batallas no se deciden entre hombres que calculan, sopesan, trazan un plan y lo ejecutan, sino entre hombres carentes de estas facultades, transformados, rebajados al nivel de la materia inerte, que es mera pasividad, o de las fuerzas ciegas, que son mero impulso".
En el ensayo "La agonía de una civilización vista a través de un poema épico" Simone Weil plantea una comparación inesperada entre la Ilíada de Homero y un poema medieval poco conocido, la Chanson de la croisade contre les Albigois (Cantar de la cruzada contra los albigenses) para componer un relato filosófico sobre el derrumbe de las civilizaciones: en uno, ve reflejada la grandeza y la tragedia de un mundo antiguo que, incluso en medio de la guerra, conserva algo de equilibrio, de justicia elemental; en el otro se le revela un paisaje devastado por una violencia absoluta, donde no queda ni siquiera la esperanza.
Aunque la Ilíada sea una epopeya de la fuerza que aplasta a los hombres, que los transforma en cosas antes incluso de matarlos, Homero aún logra mirar a todos los personajes con una especie de compasión imparcial. Nadie es enteramente bueno o malo y la guerra, aunque feroz, parece regida por una ley ancestral, una medida que equilibra la pérdida y el honor. Pero cuando la autora vuelve la vista hacia el Cantar, lo que encuentra es muy distinto: el poema no canta simplemente una guerra religiosa, documenta la aniquilación metódica de una cultura entera, la occitana, durante la cruzada albigense del siglo XIII. Aquí, la violencia ya no se presenta como tragedia compartida, sino como imposición brutal, como victoria sin medida ni misericordia, sin lugar para la piedad: el vencedor no solo derrota, borra al enemigo, su lengua, su arte, su memoria. Entre la antigua Grecia y el medievo occitano, Simone Weil traza así un relato de pérdida: el tránsito de una civilización que aún reconoce límites en la guerra, hacia otra en la que el poder se ejerce como violencia pura, sin rostro ni remordimiento. Y en ese relato, la poesía épica se convierte en testigo silencioso de la historia, en una tumba de palabras que aún conserva la dignidad de los vencidos. Aquí es, en su caso, donde podemos encontrar un atisbo de esperanza, de conexión con la violencia "moral" de la Iliada:
"Basta con mirar esta tierra, aunque no se conozca su pasado, para ver la cicatriz de una herida. Las fortificaciones de Carcasona, tan visiblemente erigidas para la dominación, la Iglesia con una mitad románica y la otra de una arquitectura gótica tan visiblemente importada, son espectáculos que hablan. Este país ha padecido la fuerza. Lo que mataron ya no pudo resucitar, pero la piedad que perdura a través de las edades permite que algún día, cuando se den la circunstancias favorables, surja algún equivalente. No hay nada más cruel con el pasado que el tópico de que la fuerza no puede destruir los valores espirituales. Con esta opinión estamos negando que las civilizaciones borradas por la violencia de las armas hayan existido alguna vez: podemos hacerlo sin temor al desmentido de los muertos. Y así volvemos a matar lo que pereció y nos sumamos a la crueldad de las armas. La piedad manda buscar las huellas, por escasas que sean, de las civilizaciones destruidas, para tratar de imaginar su espíritu. El espíritu de la civilización occitana del siglo XII, tal como podemos entreverlo, obedece a aspiraciones que no han desaparecido y que no debemos dejar desaparecer, aun si no podemos esperar cumplirlas".
El cuarto ensayo, "¿En qué consiste la inspiración occitana?", dialoga con el anterior y se adentra en esa forma de resistencia que es la inspiración cultural y poética que puede surgir en medio del conflicto. Se pregunta cómo ciertas formas artísticas del sur de Francia -el mundo occitano- ofrecieron durante siglos una vía diferente, una poética de la libertad frente a la opresión, reflexiona sobre cómo ese legado puede iluminar la acción política y ética hoy: tal vez no toda lucha es guerra y halla formas no violentas de resistencia que brotan desde la raíz cultural y simbólica.
Este conjunto de ensayos sigue siendo profundamente actual. Su mirada cuestiona las lógicas de legitimación de cualquier conflicto, nos obliga a reconocer que usar la fuerza degrada tanto al oprimido como al opresor y, de este modo, actúa como una advertencia moral para repensar nuestras respuestas ante la violencia colectiva y el conflicto. Simone Weil no ofrece soluciones fáciles, pero sí una mirada inquieta y exigente para explorar la naturaleza de la violencia.
domingo, 27 de julio de 2025
El laberinto
El laberinto
Traducción de Diego Friera y María José Díez
Seix Barral, 2004
"Todo terminó en dos días. El árido paisaje se veía salpicado de cuerpos en descomposición, plazas abandonadas y postes de telégrafos con los cables cortados. Lo que quedaba del ejército se dispersó en unidades descontroladas que hicieron caso omiso de las órdenes de sus jefes y huyeron tratando de salvar la vida: la guerra en Asia Menor estaba perdida. En la vorágine de la derrota, la diezmada unidad del brigadier Nestor, menos de un millar de hombres, mantenía la disciplina y estaba intentando hallar una salida del laberinto para llegar al mar. Tenían que evitar el contacto con el enemigo; llevaban días en camino, cambiando de dirección cada vez que sospechaban que les aguardaba una emboscada, pero aún no habían divisado la costa. Además, habían perdido la comunicación con el cuartel general, y muchos temían que el resto del Cuerpo Expedicionario ya hubiera abandonado la península.
Sea como fuere, el brigadier Nestor se negaba a izar la bandera blanca".
Una inquietante novela ambientada en las arenas de Asia Menor en 1922, cuando el ejército griego, derrotado y desmoralizado tras una desastrosa campaña en Anatolia, deambula sin rumbo por un paisaje devastado tanto física como espiritualmente. Pero no es sólo un ejército el que se pierde en el polvo: también se extravían las certezas morales, los ideales patrióticos y las almas mismas de los hombres.
A lo largo de la historia, el paisaje se vuelve un personaje más: montañas
áridas, pueblos fantasmas, cielos sin clemencia. En medio de esta
geografía del abandono, se instala un puesto militar improvisado en un
pueblo olvidado por Dios y los mapas. Allí, el laberinto del título se
revela: no hay muros, sino un enredo de decisiones fallidas, silencios
culpables y jerarquías sin propósito.
Karnezis, que nació en Grecia y escribe en inglés, construye su historia como una fábula oscura, donde el sinsentido de la guerra se mezcla con momentos oníricos. La narración no se preocupa tanto por el avance de la trama como por explorar la psique de sus personajes y el corazón de la novela late en su simbolismo: este ejército sin nombre, liderado por un adicto a la morfina obsesionado con descubrir al autor de unos pasquines justificando "por qué la guerra era una empresa imperialista y por qué el gobierno era enteramente responsable del apuro en que se hallaba la brigada", en el que un sacerdote traumatizado debe velar por las almas de los soldados, se convierte en metáfora del extravío moral de toda una civilización.
Karnezis, que nació en Grecia y escribe en inglés, construye su historia como una fábula oscura, donde el sinsentido de la guerra se mezcla con momentos oníricos. La narración no se preocupa tanto por el avance de la trama como por explorar la psique de sus personajes y el corazón de la novela late en su simbolismo: este ejército sin nombre, liderado por un adicto a la morfina obsesionado con descubrir al autor de unos pasquines justificando "por qué la guerra era una empresa imperialista y por qué el gobierno era enteramente responsable del apuro en que se hallaba la brigada", en el que un sacerdote traumatizado debe velar por las almas de los soldados, se convierte en metáfora del extravío moral de toda una civilización.
"Desde el colapso del frente, había visto infinidad de zanjas rebosantes de cadáveres, pero eran, en su mayor parte, bajas militares. Por aquellos muertos de ambos bandos ya no sentía nada, aparte, quizá, de cierta curiosidad en cuanto a su forma de morir; no le parecían más humanos que las momias de un museo de arqueología. En cambio, el recuerdo del pueblo de su vergüenza era distinto: aquellos eran civiles y fue él quien ordenó su ejecución. Enterró el rostro en sus manos manchadas. Su culpa era una bestia que había que alimentar para que no se volviera contra su amo. Había buscado con ahínco hasta descubrir por fin su única fuente de consuelo. Se incorporó en el catre y se frotó los ojos: era la hora de su inyección de morfina".
Karnezis no escribe sobre la historia oficial, sino sobre sus resacas. Si bien los hechos se inspiran en la conocida Catástrofe de Asia Menor -cuando las tropas griegas fueron expulsadas de Anatolia tras intentar conquistar Esmirna-, El laberinto da la espalda a la épica para habitar las ruinas y las sombras.
Karnezis no escribe sobre la historia oficial, sino sobre sus resacas. Si bien los hechos se inspiran en la conocida Catástrofe de Asia Menor -cuando las tropas griegas fueron expulsadas de Anatolia tras intentar conquistar Esmirna-, El laberinto da la espalda a la épica para habitar las ruinas y las sombras.
Su lectura me ha recordado en muchas ocasiones a El desierto de los tártaros de Dino Buzzati. Ambos textos están atravesados por la espera, el absurdo militar y la progresiva disolución del sentido. Ambas novelas muestran la estructura militar como una arquitectura hueca, donde las normas persisten mecánicamente incluso cuando han perdido toda legitimidad. En Buzzati, el ejército mantiene una vigilancia absurda sobre un enemigo que nunca aparece; en Karnezis, se siguen protocolos -ejecuciones, castigos, cadenas de mando- en medio de un caos post-bélico que ha hecho inútiles todos esos ritos.
La fortaleza Bastiani de Buzzati y el desierto anatolio de Karnezis son más que escenarios: son espejos del alma. El desierto en El laberinto no sólo aísla físicamente, también despoja de sentido a las jerarquías y a los valores militares. Es un purgatorio sin horizonte, donde los personajes vagan como en una travesía dantesca. Al igual que en Buzzati, el paisaje actúa como límite entre la civilización y lo desconocido. En ambos casos se trata de mundos cerrados, donde los personajes giran
en círculos dentro de estructuras que los anulan. Y en ambos terminamos comprendiendo que el verdadero enemigo nunca estuvo afuera: siempre estuvo
dentro.
El laberinto no ofrece respuestas claras ni héroes que admirar, es una meditación sobre la pérdida, el absurdo de la violencia y la fragilidad de nuestras construcciones morales. En su mundo seco y quebrado, los hombres siguen órdenes por inercia, matan por deber y creen por miedo. Pero en los intersticios, Karnezis deja filtrar una tenue compasión, una humanidad vacilante, imperfecta, pero persistente. Para quien se adentra en este laberinto literario la recompensa no es una salida clara, sino la conciencia de que todas y todos, de algún modo, extraviadas. Y que la verdadera guerra no se libra con fusiles, sino con nuestras propias sombras.
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