A veces me pregunto en qué lugar encajamos las mujeres maduras en el diseño de las cosas, una vez que la construcción del nido ha perdido su encanto. Hace una generación, Margaret Mead, que tenía una respuesta bastante buena para esa cuestión, se preguntaba lo mismo, y apuntaba que en otras épocas y otras culturas habíamos tenido nuestro papel
Somos tantas que resulta tentador concebirnos como una clase. hemos dejado atrás nuestros años fértiles; los hombres no nos quieren, prefieren a las mujeres más jóvenes. Tiene sentido biológico que los hombres se sientan atraídos por mujeres en una etapa más temprana de su vida reproductiva, que aún quieren construir nidos; y si eso nos lleva a perdernos los placeres y la intimidad de la pareja, bueno, al menos nos hemos ganado a nosotras mismas. También tenemos otra cosa muy valiosa: tenemos tiempo, o al menos la conciencia de su paso. Hemos vivido y hemos visto lo suficiente para comprender, en un sentido que trasciende el concepto intelectual, que vamos a morir, de manera que hemos aprendido a vivir como si fuésemos mortales, tomando las decisiones con cuidado y reflexión, pues no podremos volver a tomarlas. para nosotras el tiempo tiene un final; es precioso y hemos aprendido su valor.
Sí, somos muchas, pero todas tan diferentes que no estoy cómoda con un análisis sociobiológico, y sospecho, como Margaret Mead, que la solución es personal e individual. Como nuestra cultura no nos ha asignado ningún papel real, podemos crearlo nosotras mismas. Ésta es una buena época para ser una mujer madura con personalidad, fuerza y agallas. Somos increíblemente libres. Vivimos mucho tiempo. Nuestro hijos son ya los adultos independientes en los que los ayudamos a convertirse, y aunque puede que sigan queriendo nuestro amor, no necesitan nuestros cuidados. Las normas sociales son tan flexibles hoy en día que nada de lo que hagamos resulta chocante. Ya no tenemos barreras políticas. Siempre y cuando conservemos la salud y dispongamos de los medios para tirar adelante, podemos hacer cualquier cosa, tener cualquier cosa e invertir nuestro talento como nos plazca.
Es otra forma de verlo. Con sus aspectos discutibles. Pero quería compartirlo hoy, 25 de noviembre.
Uno se apoya en la mochila. Porque en el momento en que nos quitamos el peso de nuestros hombros no sabemos enderezarnos enseguida; ¡pues resulta que era el peso lo que antes nos daba seguridad y equilibrio! [George Simmel]
sábado, 25 de noviembre de 2017
Desde Cataluña con humor
El desconcierto generalizado de estas últimas semanas me ha traído a la memoria dos fragmentos de la descacharrante novela de Eduardo Mendoza El enredo de la bolsa y la vida (Seix Barral, 2012).
Este intercambio de ideas ha sido muy provechoso y os agradezco a todos vuestras respectivas aportaciones. Ni una sola ha caído en saco roto, os lo puedo asegurar. Es cierto, haciendo balance de la situación, que parece que no hayamos avanzado, y es muy probable que hayamos retrocedido, cosas ambas difíciles de determinar cuando no se conoce el punto de partida ni el objetivo último de nuestro caminar. Pero también puede darse lo contrario, es decir, que hayamos avanzado sin darnos cuenta. Bien es verdad que avanzar sin enterarse de que se avanza es lo mismo que no avanzar, al menos para el que avanza o pretende avanzar. Visto desde fuera es distinto. Aún así, yo abrigo la esperanza de que este avance, real o imaginario, dentro de poco nos conducirá a la solución definitiva o, cuando menos, al principio de otro avance.
La Moski, cuyo verdadero nombre era otro, largo e impronunciable, se había instalado en Barcelona a finales del pasado siglo, procedente de un país del Este. Cuando apenas tenía uso de razón había ingresado en las juventudes estalinistas y ni su experiencia ni el devenir de la Historia le dieron motivos para claudicar de las ideas que allí le habían inculcado. Como a su lealtad inquebrantable unía un carácter inconmovible, al producirse el derrumbamiento del sistema, la Moski metió en una maleta de madera sus pocas y modestas pertenencias y se fue al exilio por propia iniciativa. En algún momento había oído que el partido comunista de Cataluña era el único que, en medio de la debacle, mantenía una ortodoxia intransigente, una jerarquía compacta y una disciplina implacable. Nada más apearse del tren, la Moski se presentó en la sede del antiguo PSUC y a quien la recibió en la entrada le mostró el carné y una foto dedicada de Georgi Malenkov y le dijo que venía a ponerse a las órdenes del secretario general. El recepcionista, en prueba de camaradería, le ofreció una calada del canuto que se estaba fumando y le informó de que el secretario general, al que se refería con el respetuoso apodo de «el Butifarreta», no la podía recibir porque estaba plantando azucenas en el jardín de las Terciarias Franciscanas de la Divina Pastora; luego había quedado delante de la catedral con el resto del comité central para bailar sardanas, y por la tarde iba al fútbol. La Moski no pudo menos que admirar el astuto disimulo con que el partido encubría los preparativos de la revolución y decidió quedarse a vivir en Barcelona. Compró a plazos un acordeón de segunda mano y se puso a tocar y a cantar por las terrazas de restaurantes, bares y chiringuitos. Cantaba a voz en cuello para que no se notara que no sabía tocar el acordeón y el estruendo del acordeón tapaba sus gallos y su voz de grajo. Los extranjeros tomaban aquella cacofonía estridente por música catalana de los tiempos del comte Arnau y los nativos por folclore de los Balcanes, sin percatarse ni los unos ni los otros de que la Moski interpretaba No me platiques más, Contigo en la distancia y otros sentidos boleros de un disco de Luis Miguel comprado en una gasolinera.
Este intercambio de ideas ha sido muy provechoso y os agradezco a todos vuestras respectivas aportaciones. Ni una sola ha caído en saco roto, os lo puedo asegurar. Es cierto, haciendo balance de la situación, que parece que no hayamos avanzado, y es muy probable que hayamos retrocedido, cosas ambas difíciles de determinar cuando no se conoce el punto de partida ni el objetivo último de nuestro caminar. Pero también puede darse lo contrario, es decir, que hayamos avanzado sin darnos cuenta. Bien es verdad que avanzar sin enterarse de que se avanza es lo mismo que no avanzar, al menos para el que avanza o pretende avanzar. Visto desde fuera es distinto. Aún así, yo abrigo la esperanza de que este avance, real o imaginario, dentro de poco nos conducirá a la solución definitiva o, cuando menos, al principio de otro avance.
La Moski, cuyo verdadero nombre era otro, largo e impronunciable, se había instalado en Barcelona a finales del pasado siglo, procedente de un país del Este. Cuando apenas tenía uso de razón había ingresado en las juventudes estalinistas y ni su experiencia ni el devenir de la Historia le dieron motivos para claudicar de las ideas que allí le habían inculcado. Como a su lealtad inquebrantable unía un carácter inconmovible, al producirse el derrumbamiento del sistema, la Moski metió en una maleta de madera sus pocas y modestas pertenencias y se fue al exilio por propia iniciativa. En algún momento había oído que el partido comunista de Cataluña era el único que, en medio de la debacle, mantenía una ortodoxia intransigente, una jerarquía compacta y una disciplina implacable. Nada más apearse del tren, la Moski se presentó en la sede del antiguo PSUC y a quien la recibió en la entrada le mostró el carné y una foto dedicada de Georgi Malenkov y le dijo que venía a ponerse a las órdenes del secretario general. El recepcionista, en prueba de camaradería, le ofreció una calada del canuto que se estaba fumando y le informó de que el secretario general, al que se refería con el respetuoso apodo de «el Butifarreta», no la podía recibir porque estaba plantando azucenas en el jardín de las Terciarias Franciscanas de la Divina Pastora; luego había quedado delante de la catedral con el resto del comité central para bailar sardanas, y por la tarde iba al fútbol. La Moski no pudo menos que admirar el astuto disimulo con que el partido encubría los preparativos de la revolución y decidió quedarse a vivir en Barcelona. Compró a plazos un acordeón de segunda mano y se puso a tocar y a cantar por las terrazas de restaurantes, bares y chiringuitos. Cantaba a voz en cuello para que no se notara que no sabía tocar el acordeón y el estruendo del acordeón tapaba sus gallos y su voz de grajo. Los extranjeros tomaban aquella cacofonía estridente por música catalana de los tiempos del comte Arnau y los nativos por folclore de los Balcanes, sin percatarse ni los unos ni los otros de que la Moski interpretaba No me platiques más, Contigo en la distancia y otros sentidos boleros de un disco de Luis Miguel comprado en una gasolinera.
domingo, 19 de noviembre de 2017
Normalizando la contradicción
Especial Gastronomía en El País Semanal. El título: "El reinado del alimento".
Encartado entre sus satinadas páginas, publicidad de Unicef con un niño desnutrido.
Normalizando la contradicción desde la mañana.
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