domingo, 13 de diciembre de 2015

El extremo centro, los bordes de la red y una calle que sigue siendo nuestra... pero no solo: reivindicación del compromiso.

EL EXTREMO CENTRO

En 1969 el escritor y activista anglo-paquistaní Tariq Ali publicaba el libro New Revolutionaires, editado dos años más tarde en español por la editorial mejicana Grijalbo con el título de Los nuevos revolucionarios: la oposición de izquierda. Recogiendo textos de autores todavía hoy tan reconocibles como Fidel Castro, Ernesto Guevara, Malcolm X, Ernest Mandel, Rudi Dutschke, Daniel Cohn-Bendit o Regis Debray, junto con otros seguramente ya olvidados, Ali escribe en un contexto de crisis económica y política que, no sólo desde la izquierda extraparlamentaria en la que se encuadra el autor, sino también desde instituciones ultrasistémicas como la Comisión Trilateral, es definida en términos de potencial crisis terminal del capitalismo. Su diagnóstico contiene, entre otros, los siguientes elementos:
  • La confianza de los trabajadores en el sistema ha sido destruida  y, en el caso de Francia, sólo la socialdemocratización del Partido Comunista ha permitido contener la protesta de la clase obrera.
  • En toda Europa existe una "tendencia hacia el gobierno consensual", desdibujándose las fronteras entre  la derecha y la izquierda institucional.
  • En Inglaterra, las "iniquidades del gobierno laborista" y  la "sumisión de los sindicatos" no tienen otro objetivo que "salvar al capitalismo inglés".
  • Las protestas contra la guerra de Vietnam (no las de "carácter pacifista", organizadas por la izquierda tradicional), la lucha del propio pueblo vietnamita, la Larga Marcha, la revolución cubana, las rebeliones estudiantiles, el movimiento del poder negro... son realidades que alumbran "un movimiento anticapitalista total".
En este contexto, Tariq Ali considera que la ausencia de una verdadera alternativa de izquierdas "alimenta un ambiente de cinismo y de desesperanza" en el que la población se divide entre quienes desean volver al "powellismo" (de Enoch Powell) "y, tratando de enfrentarse a los problemas reales, acusan de todo a los negros" (hoy diríamos a los inmigrantes), y entre quienes "están simplemente asqueados con la sofocante jerga parlamentaria". Para romper este clima, propone la creación de un "Partido Revolucionario Socialista Unido" que, en esencia, sería "similar al Partido Bolchevique de Lenin" y que debería agrupar "las distintas tendencias y facciones revolucionarias" para superar las diferencias sectarias y constituir una "Oposición Extraparlamentaria" capaz de plantear una lucha exitosa "contra el imperialismo en el extranjero" y "contra el capitalismo aquí". Año 1969...


Año 2015. Tariq Ali publica un nuevo libro que es casi el mismo libro que aquel de hace 46 años. Se titula El extremo centro. El "extremo centro" está compuesto por esos "políticos timoratos y dóciles que hacen funcionar el sistema" y que se sitúan tanto en la derecha neoliberal como en la izquierda socialdemocrática:
"Los sucesores de Reagan y Thatcher fueron y siguen siendo políticos de laboratorio: Blair, Cameron, Obama, Renzi, Valls, etcétera, comparten un autoritarismo que coloca al capital por encima de las necesidades de los ciudadanos, y defienden el poder de las grandes empresas con el marchamo de los Parlamentos elegidos democráticamente".
Su exposición de la caída de los líderes del Nuevo Laborismo, con Blair encabezando la alegre comitiva, en "el comedero" que la industria privada tiene montado para enriquecer a ministros y secretarios de Estado a la vez que estos mercadean con los contactos e influencias logrados durante su etapa de servicio público es tan inapelable como indignante, y recuerda demasiado la vergonzosa tradición española de las puertas giratorias, practicada con entusiasmo por todos los políticos que pueden permitírselo, de izquierdas, de derechas y nacionalistas de todo pelaje, con muy pocas excepciones: que yo sepa, en estos momentos, el único que tras su paso por un gobierno no ha saltado a la empresa privada es Rodríguez Zapatero.
Su conclusión reafirma la idea de "gobierno consensual" de 1969: "Desde la década de 1990 [¿no era antes?], la democracia ha adoptado en Occidente la forma de un extremo centro, donde el centro-izquierda y el centro-derecha se han compinchado para mantener el statu quo; una dictadura del capital que ha reducido los partidos políticos a la condición de muertos vivientes", de manera que "el sistema bipartidista se ha metamorfoseado en un gobierno de unidad nacional a todos los efectos".

Cuando Ali se plantea la cuestión de las alternativas -pero, ¿puede haberlas si, como escribe, "el consumismo lo ha conquistado todo. Se manipulan nuestras necesidades"?-, los hackers, el bolivarianismo, Syriza y Podemnos toman el relevo de Mao, Castro, el Black Power, el 68 o Vietnam. Sus esperanzas siguen puestas en el potencial crítico y transformador de los movimientos populares:
"Los movimientos surgidos desde abajo son un punto de partida imprescindible para cualquier cambio. Es la acción, la experiencia en la lucha, las victorias parciales, las derrotas, saber superarlas (a menudo de una forma impredecible), y los triunfos grandes y pequeños los que hacen cristalizar  las ideas, sobre todo las ideas radicales, que habitualmente están sumergidas bajo el peso del presente, en tiempos de un conservadurismo normal o de reacción violenta. Los movimientos de masas barren de un plumazo los límites de la conciencia existente, y reavivan o recrean la política radical".
De 1969 a 2015: algo menos Lenin y más Holloway; menos futurismo rupturista y más presentismo intersticial.

Es relativamente fácil -y para los actuales dirigentes del PSOE en pugna con Podemos puede ser tentador- hacer hasta chistes con estas cosas que escribían y escriben izquierdistas irredentos como Tariq Ali (en el caso de que lean, por supuesto; de esta pulla queda excluido por méritos propios José Andrés Torres Mora). Pero sería una equivocación.
Ciertamente, su aproximación al nacionalismo escocés me parece tan acrítica e ingenua como la de quienes asumen que el "derecho a decidir" es parte indiscutible de todo ideario de izquierdas; incluso parte esencial, condición no suficiente pero sí imprescindible para cambiar la realidad. Si, como escribe, "Ya NO existen diferencias fundamentales entre los partidos de centro-derecha y los partidos de centro-izquierda", ¿por qué razón "una Escocia independiente podría ser mucho más internacionalista y autónoma"? Es lo mismo que cuando se dice que una Cataluña independiente será más social, más solidaria, más justa, más ecológica, menos corrupta... ¡Ay, la etnopolítica...!
Lo mismo cabe decir de la autocoimplaciente mirada sobre su propia tradición política, el trotstkismo y sus muchos avatares. Sostener que sus fracasos se explican fundamentalmente por el hecho de que "un laborismo en avanzado estado de descomposición ... lleva un siglo paralizando a la izquierda, primero a los comunistas oficiales, y posteriormente a sus retoños trotskistas", es confundir casualidad con causalidad. Cada tradición, corriente, espacio, familia, clan, grupúsculo o secta de las izquierdas debería buscar explicaciones a la parálisis de la izquierda tanto en el contexto general en el que se desenvuelve la política como en las particulares peripecias de cada sector, pero no escudarse en la supuesta descomposición de otros para justificar la parálisis propia.

Pero el hecho de que, con algunos cambios en conceptos y protagonistas, el diagnóstico de Ali en 1969 y en 2015 sea tan parecido resulta una tragedia, sí, pero no sólo para la socialdemocracia, sino también para las izquierdas a la izquierda de esta.
Si cepillamos y limamos su diagnóstico y lo limpiamos de las muchas rebabas que deja en cualquier análisis el constitutivo aristocratismo de un ultraizquierdismo "tan impoluto como impotente" (Terry Eagleton), creo que, en lo fundamental, lo que entonces y ahora denuncia Ali sobre la deriva de la socialdemocracia tiene mucho de cierto. Otra cosa son las soluciones que propone.

LOS BORDES DE LA RED

Futuro perfecto
Qué distintas son las culturas políticas europea y norteamericana: más ideológica la primera, mucho más pragmática la segunda. Desde Estados Unidos escribe Steven Johnson, conocido sobre todo por su anterior libro, titulado Sistemas emergentes, publicado originalmente en el año 2000, y donde escribía lo siguiente:
"Es casi imposible pensar en algún otro movimiento político que haya generado tanta atención pública sin que surgiera de él ningún líder verdadero -un Jesse Jackson o un César Chávez- aunque solo fuera para beneficio de las cámaras de televisión. [...] Lo que vemos una y otra vez en esta nueva ola son imágenes de grupos distintos: marionetas satíricas, anarquistas vestidos de negro, sentadas y acciones de performance artística. Pero no vemos líderes. Para los progresistas de la vieja escuela los manifestantes parecen descabezados, fuera de control, una multitud de pequeñas  causas sin un principio organizativo. [...] Pero lo que no han sabido reconocer es que una  multitud puede ser poderosa e inteligente, y que si lo que intentas es plantar cara a una red distribuida, como es el capitalismo, harás bien en convertirte tú mismo también en una red distribuida".

Como el propio Johnson recuerda en su más reciente libro, Futuro perfecto. Sobre el progreso en la era de las redes, este párrafo fue escrito mucho antes de Occupy Wall Street y de los movimientos de indignados; lo que el autor tenía a la vista eran las protestas contra la OMC en Seattle en 1999. A partir de esa idea, en este libro propone una nueva política liderada por "peer progresives, pares progresistas", que caracteriza así: "Ser una par progresista significa creer en que la clave del progreso sostenido está en construir redes de pares, en tantos ámbitos de la vida moderna como sea posible: en la educación, en la sanidad, en la gestión de los ayuntamientos, las empresas privadas y los organismos estatales. Cuando surge una necesidad social para la que no hay respuesta, el primer impulso debería ser el de construir una red de pares que solucione el problema".
Y a esto se dedica el libro: a proponer distintas maneras de reconstruir algunas de nuestras instituciones más fundamentales de manera que dejen de ser redes centralizadas y puedan convertirse, no simplemente en redes descentralizadas, sino en redes diversificadas, instituciones donde "la tarea de identificar y resolver los problemas de la comunidad se desplazaría hacia los bordes de la red, alejándose de quienes hacen la planificación central".

Desde una perspectiva esencialmente aplicada y con un lenguaje que se hace extraño para los oídos del izquierdista europeo, el libro de Johnson ofrece sin embargo mucho material para la reflexión.

LA CALLE ES NUESTRA... PERO NO SOLO

Fruto del empeño de Mikel Toral, a partir del blog "La Transición", acaba de publicarse el libro La calle es nuestra. La transición en el país Vasco (1973-1982). Un libro que ve la luz en un momento político más que oportuno; un tiempo donde vuelve a hablarse de traiciones, de tradiciones y de transiciones, de rupturas y de asaltos, de emergencias y de insurgencias, de novedades y repeticiones, de posibilidades y de límites. Un libro para repensarnos desde la izquierda que fue y que, en muchos sentido, sigue siendo: con sus riquezas y sus debilidades, con sus claridades y sus contradicciones.

Del texto que abre el libro, escrito por Mikel Toral, recojo esta reflexión:

"Muchos de los que con más ahínco empujábamos en la calle -combatividad, lo llamábamos- soñábamos con ir más lejos, con aquella ruptura democrática. Nosotros también queríamos tomar el cielo por asalto.
Pero, como bien dice Antonio Rivera en el prologo, no estábamos solos. ¡Menos mal! Porque, como en innumerables ocasiones hemos comentado entre viejos excombatientes, miedo da si llegamos a ganar. [...] Y es que, la ambición de aquel sueño de cambio, con objetivos tan extremos y absolutos, lo habría convertido, de ganar, en una pesadilla.
Pero, ya es sabido, nuestro liderazgo en la calle no se tradujo en éxito en las urnas. Con todo, es innegable nuestra contribución a las luchas populares que dieron paso a las instituciones democráticas y a sus posteriores frutos: las leyes. Leyes que recogían gran parte de nuestras reivindicaciones y que a su vez nos desmovilizaron progresivamente, llevándonos a la desaparición o a la irrelevancia política. Eso era la democracia, pero nosotros no lo sabíamos. Entonces lo veíamos con pesar, hoy con cierto orgullo, no exento de crítica, más que de nostalgia. Porque, ¿de qué sirve la lucha en la calle si no se materializa en derechos y conquistas sociales?
Podemos decir, para lo bueno y lo malo, que nosotros estuvimos allí.
[...] Éramos, o nos creíamos, revolucionarios. Los sosegados análisis historiográficos, basados en datos objetivos y en un análisis distante, atemperan ese aserto. Pero nosotros éramos, sobre todo, militantes antifascistas. Lo demás era un añadido. Y por eso, aunque defendíamos en nuestros programas de máximos mundos perfectos, acabados y cerrados, o incluso la violencia revolucionaria, aquello de que el poder nace de la punta del fusil, nuestra lucha fue sobre todo pacifica y destinada a sumar más y más voluntades libres"
.

Y del texto que lo cierra, firmado por Santi Burutxaga, inoxidable Hombre de hierro, esta otra:

"Los años 80 pusieron las utopías en su sitio; es decir, en el sitio donde no queríamos que estuviesen.[...]
Nos desconcertó. Resultaba que la democracia era eso, y no la nacionalización de la banca, la gestión compartida de empresas y universidades y la igualdad social. Era verdad que muchas de nuestras banderas: un cierto feminismo, una ecología, un prudente antiautoritarismo y pacifismo, se iban institucionalizado y formaban ya parte de la corrección política. Pero el conjunto, no por más permeable lo sentíamos menos opresivo. Le hicimos frente durante mucho tiempo con ironía, con gracia, pero el trasfondo era amargo. [...]
La juventud antifranquista de la Transición, la combativa, fue extraordinariamente generosa, se entregó por ideales universales y logró más de lo que se le suele reconocer. Pero lo hicimos con muy pocas y malas herramientas. Teníamos tan mal conocimiento de la realidad que podíamos fácilmente ser sugestionados por alucinaciones colectivas. Conocíamos la realidad solo por lo que habíamos leído. El pueblo, la clase obrera y la revolución eran conceptos literarios, y las representaciones míticas hacían de pantalla que impedía ver lo que realmente ocurría a nuestro alrededor. El voluntarismo sin límites, la convicción sin contraste de que se poseía la verdad y un nulo sentido y respeto de la complejidad democrática, hacían que en nombre de la lucha contra el sistema cualquier cosa fuese justificable. Muchos se quemaron en su propia hoguera, y otros mirábamos el holocausto.
A principios de los 80 descubrimos que no todo era posible; incluso algunas cosas ni deseables. Épater le bourgeois era más fácil que derrocarle. Nos hicimos adultos, seguimos acumulando contiendas y tejiendo y destejiendo anhelos, como hacía Penélope con su tejido, aunque sabíamos que no vendría Ulises y que no había ni Ítaca, ni épica, ni iluminaciones, ni playa bajo los adoquines; tan solo ideas y el coraje y la voluntad de defender democráticamente lo que se creía justo"
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REIVINDICACIÓN DEL COMPROMISO

Todo este recorrido a partir de lecturas recientes concluye en una última reflexión, que tomo prestada de uno de los sociólogos más interesantes del momento, François Dubet, tal y como la recoge en su libro titulado ¿Para qué sirve realmente un sociólogo?. Es una reflexión en la que diferencia entre la crítica y el compromiso, y considero que ofrece algunas claves para comprender mejor lo expuesto hasta ahora:

"Siento cierta irritación frente a la pose crítica [...]. Muy a menudo sucede que el punto de vista crítico postula una alienación universal de los actores sociales y de los individuos. En sociedades percibidas como puros mecanismos de dominación, como máquinas de desarrollar ilusiones y falsas ideas, se percibe a los individuos como a clones, peones, engranajes y, para decirlo sin vueltas, como imbéciles a menudo felices de serlo. [...] Si la alienación es general, ¿mediante qué movimiento de la voluntad puedo escapar de ella? [...] Si la hegemonía es tan absoluta como el punto de vista crítico suele afirmar, ¿gracias a qué milagro puede el pensador crítico desprenderse de ella?
Prefiero la noción de compromiso [...]. El compromiso es asunto de arbitraje entre principios normativos contradictorios unos con otros. En este punto estoy más del lado de Camus que del lado de Sartre [...]. Mientras la crítica se sitúa ´fuera del mundo´, al postular un horizonte donde se difuminarían las contradicciones -la abolición del capitalismo anularía todas las formas de dominación e instalaría el reinado de la libertad personal y de la armonía universal-, el compromiso requiere que aceptemos el carácter trágico de las alternativas morales que se nos imponen. Por decirlo en modo sencillo: es poco verosímil que ganemos alguna vez en todos los frentes. Y entonces tenemos que lidiar con el `trabajo sucio` de hacer que la vida social sea menos injusta y menos insoportable".

Por una cierta manera de entender el compromiso, en estas elecciones volveré a votar socialdemócrata. Pero, porque soy mucho más de Corbyn que de Valls, será la última vez que lo haga gratis.