domingo, 17 de febrero de 2019

Ernesto Cardenal

Ernesto Cardenal ha sido rehabilitado por el papa Francisco, anulando la suspensión a divinis (prohibición de administrar los sacramentos) que Juan Pablo II le impuso en 1984. Me alegro, sobre todo por el propio Ernesto Cardenal. Para mi,  aquella acción, ejercicio de soberbia contaminado del furibundo anticomunismo del ciudadano Wojtila, fue un triste ejemplo de esa falibilidad humana que una visión del pontificado carente de realismo es incapaz de asumir.

En el tercer volumen de sus memorias, titulado La revolución perdida (Trotta, 2004), Cardenal refleja el sufrimiento personal que aquella injusta y humillante decisión papal le supuso.  Pero más que esta dimensión personal, lo que lamenta es el daño que la misma causó a una revolución ilusionante en la que muchísimas personas creyentes se implicaron:

Alguien que escribió en el Atlantic Monthly sobre religión y revolución en Nicaragua, señalaba que entre los sandinistas las palabras "reino de Dios" afloraban en el lenguaje con una frecuencia que pasmaba a los visitantes, tanto seglares como religiosos. Y lo más asombroso, dice, era el tono cotidiano con que se emplean esas palabras: "La gente habla del reino de Dios como si fuera un bus que están aguardando".

Pero en aquellos años terribles, la alianza entre el Vaticano y la administración Reagan, documentada por Ana María Ezcurra, era un hecho.


El  caso es que ahora, tres décadas después, Francisco ha revisado aquella triste decisión. Los efectos negativos que la misma pudo causar a la revolución sandinista ya no tienen remedio. Pero, al menos, que el viejo revolucionario pueda morir en paz plenamente reconocido por la Iglesia, a la que nunca dejó de ser fiel.

Y yo, que me declaro desde 1979 admirador del poeta, del sacerdote y del revolucionario, me alegro con él.



Toda revolución nos acerca a ese Reino, aun una una revolución perdida. Habrá más revoluciones. Pidamos a Dios que se haga su revolución en la tierra como en el cielo.
(Ernesto Cardenal, La revolución perdida).