Como señala Kymlicka, cualquier aproximación al nacionalismo que se centre exclusivamente en la dinámica de las minorías nacionales “será incapaz de explicar un fenómeno que se encuentra con idéntica frecuencia entre las mayorías nacionales”. Pues, como él dice: “Si la demografía fuera inversa, y los anglófonos de los Estados Unidos se vieran superados en número por los francófonos o los hispanos, entonces también ellos se movilizarían para obtener reconocimiento oficial y apoyo para su lengua y su cultura. La única diferencia es que los anglófonos de Norteamérica puedan dar por supuesta la identidad nacional”.
Los distintos lenguajes del soberanismo en Cataluña, en Euskadi o en España (sí, también hay un soberanismo español) coinciden en lo fundamental: es mejor que gobiernen los nuestros, lo que en realidad quiere decir “es mejor que gobernemos nosotros”. Y así, por la puerta de atrás, liberalismo, utilitarismo y universalismo se ven reducidos al terreno de la afirmación nacional más ortodoxa, definiendo un “nosotros” necesariamente más estrecho, más autorreferencial que el que antes había.
Este es, en realidad, el basamento de todo Estado-nación y la principal debilidad del discurso sobre el patriotismo: su necesaria vinculación con un
demos que sólo ha podido constituirse y sostenerse en la medida en que ha nacido como
etnos, como comunidad particular y diferenciada, como nosotros frente a otros. La patria, entendida como el lugar de la libertad y de los derechos, no está al principio sino al final del proceso de construcción nacional. Se debe ser nacionalista mientras se constituye el Estado-nación; luego ya se puede ser patriota. Por eso, cuestionar el proyecto soberanista del nacionalismo vasco enarbolando la enseña de la unidad nacional de España o apelando a la Europa de los Estados es, sencillamente, quedarse sin argumentos.
Por el contrario, deberíamos esforzarnos en trazar fronteras (pues estamos obligados a actuar en referencia a coordenadas espacio-temporales) basadas no el la clave de lo propio, sino de lo apropiado: ¿cómo construir espacios donde sea posible la máxima eficacia, la máxima justicia, la máxima democracia y la máxima solidaridad?
Espacios donde sea posible, la máxima participación ciudadana, la máxima corresponsabilidad en los asuntos comunes, la máxima implicación de cada persona. Espacios donde ninguna riqueza humana se pierda; espacios, por tanto, también culturales. Espacios en los que podamos participar en la toma de decisiones, donde los procesos políticos, económicos, tecnológicos, no parezcan incontrolados, sino que en todo momento podamos distinguir sus responsabilidades, evaluar sus consecuencias y reprogramar su dirección y ritmo. Espacios, en definitiva, donde sea realidad ese principio de que lo que pueda hacerse en un nivel (geográfico, de decisión) no se haga en un nivel superior, recordando siempre, eso sí, que el criterio de fijación de tales niveles no es la eficacia económica, sino la solidaridad.
Cuáles deban ser esos espacios -comarcas, regiones, comunidades autónomas, nacionalidades históricas o cualquier otra clase de agrupación humana- no creo que pueda definirse de antemano. Además, siempre se tratará de espacios interrelacionados, comunicados, pues habrá solidaridades, participaciones y eficacias posibles en determinados espacios, pero donde otras, sean imposibles.