domingo, 28 de julio de 2013

Golpe de sociedad

Muy recomendable el ensayo de Antonio Muñoz Molina titulado Todo lo que era sólido, publicado por Seix Barral.
El libro es, en primer lugar, la descripción de un espejismo colectivo,  eso que desde hace un lustro venimos denominando "la crisis".
¿Cómo ha podido pasarnos "esto"? ¿Cómo puede ser que, de la noche a la mañana, nos acostáramos prósperos, felices y confiados, para despertarnos como deudores sin honra ni crédito, acongojados por un futuro oscuro e incierto? En las primeras páginas del libro Muñoz Molina os ofrece una magistral descripción de este amargo despertar:

"Todo lo que era sólido se desvanece en el aire. Lo que recordamos es como si no hubiera existido. Lo que ahora nos parece retrospectivamente tan claro era invisible mientras sucedía. En Nueva York, entre 2004 y 2006, cada mañana laboral, yo salía del metro en una estación de la Calla 50 Oeste y lo primero que veía era un edificio de acero y cristal que gracias a algún artificio tecnológico tenía toda la fachada convertida en una pantalla. Se veían cifras de cotizaciones financieras, se veían oleajes que rompían contra playas agrestes y paisajes vertiginosos del Gran Cañón o de las praderas del Oeste o los arrecifes de coral. Se veía aparecer y desaparecer y agigantarse hasta cubrir varios pisos el letrero de la firma bancaria Lehman Brothers. En la grisura de las mañanas laborales de invierno aquellas imágenes de vana exaltación publicitaria resaltaban sobre las aceras sucias y las cabezas bajas de la gente que acudía a las oficinas o barría la calle o pedía limosna o repartía en bicicleta comidas baratas.
Un día de 2008 salí del metro y la gran pantalla móvil que ocupaba el edificio entero se había apagado y las hileras de ventanas tenían la opacidad de los lugares que llevan abandonados mucho tiempo. De un día para otro uno de los bancos de inversiones más poderosos del mundo había dejado de existir. Lo que había valido mucho de pronto no valía nada. Y quienes había parecido que poseían un conocimiento tan profundo de la realidad que les permitía formular predicciones con la certidumbre tranquila de los antiguos augures resultaba que no sabían nada, que no habían anticipado el desastre y ahora no tenían idea de cómo remediarlo".
Pero, como señala con acierto el autor, "con una economía especulativa se corresponde sin remedio una conciencia delirante" [...] No eran expertos en economía sino en brujería".

España ha tenido su propia expresión de esta conciencia delirante. Muñoz Molina recuerda lo que ocurría en 2007, en ese "país salvaje" de recalificaciones fraudulentas, pelotazos inexplicables y constructores con apodos tan cutres como sospechosos: "el Cipri, el Pocero, el Palomo, el Luigi, Sandokán".  Las páginas 143-149 y 157-159 me recuerdan otro libro, El año que tampoco hicimos la revolución, firnado por el Colectivo Todoazen: un recopilatorio de noticias que, cuando las leíamos en los diarios del momento, podían cabrearnos durante unos segundos -si es que no acababan pasando desapercibidas  por aburrimiento o por hartazgo-, pero que leídas todas juntas, al cabo del tiempo, componen un retablo de inmundicia, desvergüenza, latrocinio y podredumbre que hoy parece imposible de soportar (aunque ayer, mientras todo ocurría, nos parecía patológicamente normal).

Como hicieran en su momento los de Todoazen, Muñoz Molina nos recuerda cosas bien conocidas, ya que aparecían publicadas por la prensa cada día. Nos recuerda cómo por aquel 2007 a.C. (antes de la crisis) todas las ciudades pugnaban por atraer la atención de "arquitectos plutócratas, siempre los mismos, los tres o cuatros nombres preceptivos, los que viajan como divos de ópera en aviones privados y sólo visitan un rato y distraídamente la obra que ungen con su firma", que "iban levantando por todas partes las arquitecturas más inútiles y más caras de Europa".
Pero la cosa venía de lejos. Todo empezó, dice Muñoz Molina, con la Expo de Sevilla. Del mariocondismo al luisbarcenismo, pasando por el hermanismo-guerrista, sin olvidar el roldanismo o el gilismo. Los fastos del 92 abriero la huella para los nefastos del 2008. Aquel fue el pistoletazo de salida para una carrera enloquecida, en la que aún hoy seguimos confiando: "Al margen de las realidades casi siempre deslustradas de su población, su economía, o su situación geográfica, cada ciudad se proyectaba a sí misma en una capital fantástica dotada de un palacio de congresos, de un gran teatro de ópera, de un museo de arte contemporáneo, de uno o varios complejos deportivos de dimensiones olímpicas, un campus universitario. Los congresistas, los aficionados a la ópera, los estudiantes, los artistas contemporáneos, el público, los atletas, las multitudes dispuestas a llenar las gradas, eran tan conjeturables como los cálculos de mantenimiento de todas aquellas escenografías".

Pero había dinero, dinero a espuertas que procedía de Europa, primero, y del crédito, después. Dinero que se iba tan rápida y fácilmente como venía. Dinero ganado sin esfuerzo y gastado sin criterio.
Fue surgiendo así un "país de los simulacros y los espejismos, el de las candidaturas olímpicas y las exposiciones universales, el de las obras ingentes destinadas no a ningún uso real sino al exhibicionismo de los políticos que las inauguraban y al halago paleto de los ciudadanos que se sentían prestigiados por ellas".

En este ajuste de cuentas me identifico plenamente con su crítica hacia esos cómplices necesarios de la simulación generalizada que han sido y siguien siendo todos esos "expertos en comunicación" a sueldo de partidos, administraciones y gobiernos: "individuos dotados de saberes gaseosos y cualificaciones quiméricas [que] obtenían subsidios millonarios con la finalidad de gestionar la administración de la nada, previamente envuelta en grandes castillos de palabras". Touché!

Pero la responsabilidad fundamental del descalabro hay que endosársela a un fracaso colectivo: el fracaso en la creación de lo que Muñoz Molina denomina "la carrera profesional", es decir, una esfera administrativa profesional, conformada desde criterios técnicos y de servicio público, autónoma respecto de la política partidista :
"Lo que sin que nadie lo advirtiera o lo denunciara empezó a suceder hacia mediados de los años ochenta es que al mismo tiempo que las instituciones públicas empezaban a disponer de mucho dinero desaparecían los controles efectivos de legalidad de las decisiones políticas. Entre todos los errores de la Transición española que se aireaban tan acusadoramente cuando aún nos estaba permitido el lujo de la obsesión por el pasado, uno de los más graves no lo ha mencionado casi nadie: la incapacidad de crear una administración pública profesional, solvente, atractiva como oportunidad de trabajo y progreso personal, austera, ajena a la política y a los vaivenes electorales, escrupulosamente sujeta a la ley".
Se encontraron con dinero, con mucho dinero, y sin controles. De aquellos polvos...

Si no fuera porque sus consecuencias han sido dramáticas, resulta absolutamente cómico leer, contado por quien en muchos casos fue testigo directo de lo que relata, sobre la visita del presidente de la Comunidad Valenciana a Nueva York para promocionar la Ciudad de las Artes y de las Ciencias (pp. 114-117), o la del alcalde Maragall para vender Barcelona también en Nueva York (113-114). El esnobismo y el despilfarro no han conocido fronteras territoriales ni ideológicas:
"Han viajado y siguen viajando sin reparar en gastos a cualquier lugar del mundo, pero quizás el escenario predilecto de sus ficciones internacionales ha sido Nueva York. Era frecuente verlos ocupar con una excitación colectiva de matrimonios de turistas joviales los asientos de business class en los vuelos de Iberia. Alcaldes, concejales, diputados provinciales, presidentes autonómicos, consejeros, jefes de protocolo, asesores, artistas cortesanos, empresarios, representantes de la patronal, sindicalistas. Eran tantos que tenían la inmediata virtud de convertir en un éxito de asistencia cualquier acto que convocaran. En cuanto llegaban al aeropuerto Kennedy los recogían coches alquilados de un lujo oficial y se alojaban en los mejores hoteles. En muchos casos habían contratado previamente a alguna agencia de relaciones públicas que por un precio exorbitante les garantizaba una ficción de relevancia".
El resumen del extravío: "En el periódico de hace cinco años el vicepresidente de Cataluña viaja a la India con un séquito de veinte personas: en el de hoy la Generalitat anuncia que cobrará un estipendio a los alumnos que usen los comedores de las escuelas aunque se lleven la comida de casa".

El ensayo de Muñoz Molina mira al pasado para proyectarse hacia un futuro que quiere distinto: "Y sería desolador que esta crisis no sirviera ni para aprender de los errores, sino para repetirlos y agravarlos para eludir una vez más responsabilidades y buscar chivos expiatorios, para elegir de nuevo el camino fácil de la especulación y el desarrollo destructivo y a corto plazo".
Pero mientras lo leía recordaba ese anuncio indecente, vergonzoso, de Loterías y Apuestas del Estado -lo habrán oído, se repite hasta la saciedad en la radio-, en el que se alardea de que mientras en Estados Unidos se esforzaban por inventar el automóvil en España esperaban a que se comercializara la versión descapotable para adquirirla tras ganar en la lotería. Que un organismo público promueva esta pedagogía del azar frente al trabajo resulta inaceptable. Claro que se trata del mismo Estado que ha decidido asesinar al CSIC y confiar nuestro futuro a aberraciones como el Eurovegas de Alcorcón, que será seis veces mayor que el original (como si eso fuera algo bueno).

"Hace falta una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano por los derechos civiles utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política". Hace falta.