El domingo 9 de mayo el periódico El Correo publicaba una larga e interesante entrevista con Joaquín Díaz, zamorano del 47, experto en cultura tradicional y folklore y creador del Centro Etnográfico de Urueña, que hoy lleva su nombre. En esta entrevista, Joaquín Díaz reflexionaba sobre el concepto de “España vacía”, y señalaba lo siguiente:
“Me parece algo excesivo. Y tampoco esa España está vacía del todo. Hay más gente de la que creemos que está convencida de que es posible una vida más humana y cercana a un ideal. Otra cosa es que quienes primero se han ido de los pueblos son las autoridades. Ya sabe: esos lugares donde no hay cura y ni siquiera el alcalde vive allí. Y así no se defiende la vida en común. Así que cuando eso pasa cómo no van a marcharse los vecinos a continuación”.
Excesivo o no, lo cierto es que el concepto de la España vacía ha servido para poner nombre a una realidad que ha pasado desapercibida durante décadas: el drama de la despoblación de las zonas rurales, un proceso que, según la oficina de estadística de la Unión Europea (Eurostat) puede llevar a que la España rural pierda en el año 2050 un 18% de su población actual.
Desde el año 2000, el 63% de los más de 8.000 municipios que hay en España ha perdido habitantes. Y esto ha ocurrido a pesar de que la población total del país ha crecido en cerca de 6,2 millones de personas. Este declive demográfico ha sido especialmente severo en comunidades como Asturias, Castilla y León y Extremadura, donde más del 80 por ciento de sus municipios ha perdido población en los últimos veinte años.
Cuando las instituciones (las políticas, las educativas, las sanitarias, las religiosas…) abandonan los pueblos es como si quitáramos el tapón de desagüe de una bañera: tras ellas se van los servicios, los empleos, los derechos y la gente. Para volver a llenar la España vaciada hay que empezar por tapar de nuevo el desagüe institucional: acercar los servicios esenciales a la población que aún se mantiene en los pueblos, para evitar que se vean forzadas a abandonarlos. Taponar la herida, detener la sangría. Reconocer que, como ciudadanas y ciudadanos de pleno derecho, no pueden verse privadas de sanidad, educación, seguridad o comunicación por vivir en zonas rurales. Los derechos fundamentales no dependen del territorio.
Y una vez detenida la sangría, podríamos empezar a pensar en revertir el proceso de vaciado para devolver a los pueblos toda la vida que han ido perdiendo. Porque, como dice sabiamente Joaquín Díaz, “hay más gente de la que creemos que está convencida de que es posible una vida más humana y cercana a un ideal”. Y que esa vida buena puede realizarse en un pueblo. La cuestión es no abandonarlos.