"En condiciones normales, los coronavirus y otros patógenos zoonóticos llevan una vida discreta en la naturaleza salvaje. Se buscan la vida una y otra vez en sus huéspedes naturales o 'reservorios': un animal que da cobijo al parásito y lo tolera, muchas veces sin verse afectado siquiera. A lo largo de millones de años, los virus también han evolucionado hasta establecer un modus vivendi con sus huéspedes: viven de manera permanente en su interior, pero sin matarlos, por la cuenta que les trae. Quizá, en alguna ocasión puntual, un par de monos o de ratones enfermen y mueran en el suelo del bosque, pero la generosa vegetación asimila sus cadáveres antes de que el ser humano se de cuenta".
Pero la distancia entre la naturaleza salvaje y la sociedad humana es cada vez menor. La deforestación y la fragmentación de los grandes bosques, su explotación cada vez más intensiva, el ecoturismo globalizado, multiplican los contactos entre humanos y animales potencialmente transmisores de virus, con lo que la cadena de la infección zoonótica se pone en marcha de forma cada vez más habitual.
Los llamados "mercados húmedos", arcas de Noé pesadillescas en las que se venden toda clase de animales salvajes para consumir su carne o utilizar medicinalmente sus cuerpos, son otra de las fuentes directas de zoonosis. Pero no equivoquemos el diagnóstico: el problema no está en el limitado consumo (más o menos) tradicional de algunos animales salvajes en ciertos lugares del mundo (el famoso pangolín consumido en China, que fue el primer sospechoso al inicio de la pandemia), sino en la consolidación de un siniestro "mercado de la extinción" impulsado por este turbo (y turbio) capitalismo que ha convertido el consumo ostensible o conspicuo una señal de distinción de la nueva clase ociosa global:
"El mercado de la extinción forma parte del estilo de vida del uno por ciento más rico, no representa la esencia de ninguna cultura nacional. Lo que desató por completo los vórtices en China fue precisamente la integración de la República Popular en el capitalismo globalizado: los circuitos de capital fluían en los mercados y los animales salvajes de todos los continentes se volvían accesibles gracias a los vínculos del comercio".
De manera que, al igual que ocurre con el cambio climático, la pandemia es el síntoma, la auténtica enfermedad es el capitalismo: "La acumulación descontrolada del capital es lo que zarandea con tanta violencia el árbol en el que viven los murciélagos y los otros animales. Y lo que cae es una lluvia de virus".
Y ambos, cambio climático y proliferación de pandemias, se encuentran poderosamente imbricados:
"Se diría que la economía humana ha decidido quitar la tapa del frasco de coronavirus y otros patógenos y vaciárselo encima. El cambio climático es el factor de estrés supremo. En el caso de los murciélagos, de un día para otro, los insectos desaparecen cuando más los necesitan, los huracanes destrozan sus nidos, las sequías obligan a las hembras que amamantan a volar más lejos en busca de agua, el tipo de estrés que, según se ha observado, provoca una excreción viral masiva".
Por ello, su propuesta es combatir el cambio climático mediante una estrategia de "comunismo de guerra" o de "leninismo ecológico" que, vinculando justicia medioambiental y lucha de clases, impulse un un movimiento capaz de forzar una rápida transición ecosocial que relegue los combustibles fósiles al pasado, destruyendo el capitalismo fósil. Aquí puede leerse una entrevista en la que Malm argumenta estas ideas.
Un libro importante, de lectura obligada para cualquier persona preocupada por el futuro de la Humanidad y del planeta.
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En las páginas 129 y 130 se reproducen sendos gráficos que, en realidad, son el mismo. Se trata de una errata, de la que ya he advertido a la editorial hace unas semanas. Se trata de dos modelos en los que el autor compara el desastre climático y el desastre pandémico, pero este segundo reproduce el primero. La figura correcta debe ser esta, tal como aparece en la edición original del libro de Malm (Verso, 2020).