EL CORREO, 9/9/2008
Tiene que ser una gozada saberse tocado por la mano de Dios. Ser lo que hay que ser, estar donde hay que estar, decir lo que hay que decir, pensar lo que hay que pensar. Y así y todo echar pestes contra la prepotencia... de otros. Publicaba Iñaki Anasagasti el último viernes de agosto un artículo en este diario en el que criticaba a Patxi López por no haberle escuchado «ningún comentario político de sustancia, en un extraño caso de desaparición mediática en momentos en los que la palabra del líder del PSE se requería». El senador jeltzale acusaba a Patxi López, y con él al conjunto del socialismo vasco, de guardar un clamoroso silencio a lo largo del mes de agosto ante una serie de «asuntos de nervio» (tales como la fusión de las cajas de ahorro, la cogestión autonómica de los aeropuertos, la protección de la flota que faena en aguas de Somalia o la devolución de los llamados papeles de Salamanca) esenciales para el autogobierno vasco. Lo curioso es que, aprovechando el tortuoso recorrido de su peculiar Guadalquivir, Anasagasti dedicaba la mitad de su artículo a fustigarnos a mi compañero Óscar Rodríguez y a mí mismo precisamente por lo contrario: por habernos animado a expresar en sendos artículos nuestra opinión sobre diversas cuestiones relacionadas justamente con el autogobierno vasco. Con lo que, si callas por guardar silencio, si hablas por abrir la boca, no resulta sencillo contentar al senador del PNV. Al menos si palabras o silencios proceden de este «PSE franquicia», como despectivamente nos califica. Eso sí, sin prepotencia. Y es que, según Anasagasti, los nacionalistas quieren más autogobierno, mientras que los socialistas queremos menos. Menos autogobierno, menos autogestión, menos responsabilidad, menos desarrollo económico, menos bienestar, menos cultura y no sé si menos libertad. No debemos de ser muy espabilados los socialistas vascos y sí muy pero que muy masoquistas. Lo dicho: tiene que ser la leche sentirse tocado por la mano de Dios. Saberse en perfecta y permanente sintonía con el pálpito profundo del Pueblo vasco y por eso conocer, sin ningún género de dudas, lo que este Pueblo y sus pobladores quieren y necesitan. Ser vasco-vasco, sin ningún género de dudas; sin necesidad de «pintar la rosa de rojo, blanco y verde», como también se ha ironizado estos días desde las más altas instancias del PNV. Tratándose de una pieza escrita a paletadas, en la que Anasagasti cruza hierros con tanta gente a la vez (Patxi López y Óscar Rodríguez, pero también Ramón Jáuregui, Eguiguren o Elorza), a mí me ha tocado el papel de anti Juan Luis Guerra. Ya saben, me refiero al cantante dominicano autor de la hermosa y pegadiza canción titulada 'Ojalá que llueva café'. Según el senador nacionalista toda la reflexión que humildemente pretendía transmitir en mi propio artículo ('Viejos y nuevos nacionalismos', EL CORREO, 21-8-08) se reduce al muy endeble tópico de que el problema del Estado autonómico español es el 'café para todos'. Extremo éste que dejó preocupado a Anasagasti y, sinceramente, a mí también. ¿De verdad había escrito yo una tontería así? Tras curarme en salud suplicando clemencia a Juan Luis Guerra, cuyas bachatas tanto me han animado, volví a leer mi artículo. Y puedo equivocarme, pero creo que no decía nada de eso. Seguramente abusando de la hospitalidad de este medio y de la paciencia de los lectores, me permito reproducir a continuación el párrafo final de mi escrito: «El Estado constitucional y autonómico español es un verdadero bien público del que todos, individuos y comunidades territoriales, nos hemos beneficiado. Un proyecto de convivencia y progreso que sólo se sostiene sobre el compromiso de todos. Un sistema de organización necesariamente multilateral, que exige tanto la existencia de un centro que compense las tendencias centrífugas de las distintas partes como de unos poderes locales que eviten la propensión centrípeta del poder central. El riesgo al que hoy se enfrenta este sistema es el de la proliferación de unas relaciones bilaterales que alimenten la multiplicación de 'free riders' atentos tan sólo a sus propias necesidades e intereses y desentendidos de las necesidades comunes». El problema, pues, no estaría en el 'café para todos' sino, en todo caso, en que cada cual se preocupe exclusivamente de garantizarse su café, sin preguntarse si la cafetera da para todo y para todos, ni del suministro del grano y el agua imprescindibles para elaborar la aromática bebida. Por cierto, el término 'free rider' podría traducirse al castellano como 'gorrón'. Enemigo confeso del «clamoroso silencio» sobre cuestiones de autogobierno de los socialistas vascos durante este mes de agosto, el senador Anasagasti dedicaba un párrafo de su artículo al Pacto de Lizarra, calificándolo de «sectario y excluyente» porque «equivocadamente buscaba consolidar un proceso de paz dejando al margen a la mitad de la población vasca». Un pacto que juzga «un gran error político que diez años después todavía colea». En una entrevista en este diario con la que cerraba un verano de intensa actividad mediática, el senador jeltzale insistía en que el Pacto de Lizarra, «que se hizo con buena intención para acabar con ETA, tuvo un error fatal, que se cargaba a la mitad de la población». Si esto es hablar claro bendito sea el clamoroso silencio. Lizarra fue un pacto sectario y excluyente, claro que sí, pero no porque buscara equivocadamente acabar con ETA dejando fuera de ese proceso de paz a la mitad de los vascos, sino porque realmente pretendía la exclusión política de los vascos no nacionalistas. Un pacto que en su momento sí fue del gusto de Anasagasti.Y no pasa nada. Bienvenido sea este cambio de opinión. Nada de conversos a la cola. Pero me preocupa, casi diré que me molesta, tanta indulgencia para con los clamorosos silencios propios y tan poca para con los de los demás. Tanto dramatismo para discutir un asunto como es el desarrollo del autogobierno vasco y tanta ligereza a la hora de enfrentarse al problema de la libertad y la inclusión política de todos los vascos. Dicho sea todo esto sin acritud, con simpatía incluso. Tenga la seguridad de que la primera ocasión en que coincida con usted y con sus compañeros del grupo nacionalista en la cafetería del Senado tendré muchísimo gusto en invitarle a un café. Para todos.
Uno se apoya en la mochila. Porque en el momento en que nos quitamos el peso de nuestros hombros no sabemos enderezarnos enseguida; ¡pues resulta que era el peso lo que antes nos daba seguridad y equilibrio! [George Simmel]
lunes, 15 de septiembre de 2008
Viejos y nuevos nacionalismos
(EL CORREO, 21/08/08):
La España constitucional y democrática vive, sin duda, un muy fructífero ciclo largo que en este mismo año cumple las tres décadas. Treinta años de desarrollo y consolidación creciente de un espacio jurídico, político y sobre todo social, construido sobre los principios de la libertad y la igualdad. Las grandes cuestiones que a lo largo de su historia han afectado tan dramáticamente a nuestro país -la cuestión social, la cuestión militar, la cuestión religiosa y la cuestión nacional- han encontrado un escenario de abordaje y, si no de solución, sí al menos de arreglo, en el marco de la Constitución de 1978. La construcción de un Estado autonómico avanzado -un Estado federalizable, en palabras de García de Enterría- ha sido fundamental para permitir que España afrontara el último cuarto del siglo XX (siglo tremendo para todo el mundo, sin duda, pero muy particularmente para España) con la esperanza puesta en dejar de ser un país aparentemente condenado a representar una interminable lucha a garrotazos para convertirse en una sociedad razonablemente integrada y cohesionada. Sólo la persistencia empecinada del terrorismo ensombrece gravemente esta realidad.
El sistema autonómico ha permitido -y hasta impulsado- la consolidación de un complejo sistema de gobiernos intermedios (Pérez Díaz) que, al satisfacer los intereses y las identidades societales de grupos territorialmente diferenciados, ha facilitado la aceptación de estos grupos (y especialmente de sus elites culturales y políticas) del Estado constitucional español. Es verdad que con muy distintos niveles de compromiso, pero aceptación al fin y al cabo. Además, el sistema autonómico ha permitido dar cumplimiento razonablemente al artículo 40 de la Constitución, en el que se declara que los «poderes públicos promoverán el progreso social y económico, para una distribución de la renta regional y personal más equilibrada». Cuando se analiza la evolución de los índices de convergencia europea de las distintas autonomías españolas se comprueba que las regiones tradicionalmente más retrasadas han experimentado avances más intensos, siendo más moderada la expansión relativa de las autonomías inicialmente más desarrolladas.
Pero a lo largo de sus treinta años de duración este ciclo largo no ha dejado de verse relativamente desestabilizado, de manera permanente, por una sucesión de ciclos cortos que han introducido incertidumbre y en ocasiones conflicto abierto en el escenario político español. En particular la cuestión (o las cuestiones) nacional ha sido a lo largo de todos estos años ocasión y objeto de tensión y desencuentro. Y seguramente nunca como en el momento actual han sido tan patentes estas tensiones y estos desencuentros, ejemplificados por el denominado plan Ibarretxe.
Sin embargo, coincido con el diagnóstico de José Ramón Recalde de que la «disidencia étnica» ha iniciado en España un proceso de franco retroceso. El desarrollo de la capacidad de autogobierno de las comunidades autónomas ha provocado que, cada vez más, el reivindicacionismo victimista del nacionalismo histórico adquiera caracteres de nacionalismo histérico, perdiendo credibilidad a marchas forzadas. Como señala gráficamente Emilio Guevara: «Más del 90% de los impuestos que pagamos se quedan aquí y los gestionamos nosotros y la mayoría de los servicios y competencias que afectan a nuestra vida están en manos del Gobierno vasco. Vives en un piso promovido por la Administración autónoma, puedes levantarte escuchando Radio Euskadi, llevas a tu hijo a la ikastola, te pone la multa de tráfico un ertzaina, pagas tus impuestos en la Diputación, la asistencia sanitaria la tienes en Osakidetza. Al cabo de un año piensas, ¿en qué me he relacionado yo con el Estado? Y te das cuenta de que es cada cinco años, cuando tienes que sacarte el DNI o el pasaporte».
Ahora bien: ¿Y si el verdadero problema no estuviera en los nacionalismos históricos y su aspiración a ’superar’ el actual marco estatutario y constitucional sino en unos nuevos y paradójicos nacionalismos fiscales surgidos al calor del Estado autonómico? Unos nacionalismos presupuestarios que presionan no tanto para lograr mayores cotas de poder y responsabilidades cuanto para conseguir «el suministro de nuevos y adicionales recursos con que incrementar las potestades de gasto a las que ya se ha accedido, sin acrecer, sin embargo, su propia capacidad para obtener ingresos por fuentes autónomas» (López Aguilar). El actual debate sobre financiación autonómica se está desarrollando desde claves que se compadecen mejor con este nuevo nacionalismo pragmático que con la reivindicación diferencialista de los nacionalismos históricos. El propio presidente de la Generalitat, José Montilla, utilizaba como argumento principal de su reivindicación de una nueva financiación para su comunidad que «Catalunya tiene tantos pobres (según el último informe de Cáritas) como habitantes tiene alguna comunidad autónoma», y ello tras denunciar la naturaleza radicalmente insolidaria del Concierto Económico, modelo de financiación característico del nacionalismo historicista.
Sea como sea, tanto este nuevo nacionalismo fiscal emergente como el viejo y renuente nacionalismo libredecisionista alimentan una peligrosa dinámica que, fundada sobre la explotación victimista del agravio comparativo puede acabar desembocando en un bilateralismo que mine las bases fundamentales de la solidaridad inter-comunitaria. El verdadero problema al que se enfrenta el Estado autonómico español no es el de la ‘libanización’, no es el de la ruptura de España, no es tanto el de la colisión entre el ‘centro’ y las ‘periferias’, sino el de la colisión creciente entre los intereses competitivos de unas comunidades autónomas privadas de un equilibrio que sólo puede garantizar la existencia reconocida por todas las partes de un poder central que module y arbitre las tensiones entre territorios.
El Estado constitucional y autonómico español es un verdadero bien público del que todos, individuos y comunidades territoriales, nos hemos beneficiado. Un proyecto de convivencia y progreso que sólo se sostiene sobre el compromiso de todos. Un sistema de organización necesariamente multilateral, que exige tanto la existencia de un centro que compense las tendencias centrífugas de las distintas partes como de unos poderes locales que eviten la propensión centrípeta del poder central. El riesgo al que hoy se enfrenta este sistema es el de la proliferación de unas relaciones bilaterales que alimenten la multiplicación de ‘free riders’ atentos tan sólo a sus propias necesidades e intereses, y desentendidos de las necesidades comunes.
La España constitucional y democrática vive, sin duda, un muy fructífero ciclo largo que en este mismo año cumple las tres décadas. Treinta años de desarrollo y consolidación creciente de un espacio jurídico, político y sobre todo social, construido sobre los principios de la libertad y la igualdad. Las grandes cuestiones que a lo largo de su historia han afectado tan dramáticamente a nuestro país -la cuestión social, la cuestión militar, la cuestión religiosa y la cuestión nacional- han encontrado un escenario de abordaje y, si no de solución, sí al menos de arreglo, en el marco de la Constitución de 1978. La construcción de un Estado autonómico avanzado -un Estado federalizable, en palabras de García de Enterría- ha sido fundamental para permitir que España afrontara el último cuarto del siglo XX (siglo tremendo para todo el mundo, sin duda, pero muy particularmente para España) con la esperanza puesta en dejar de ser un país aparentemente condenado a representar una interminable lucha a garrotazos para convertirse en una sociedad razonablemente integrada y cohesionada. Sólo la persistencia empecinada del terrorismo ensombrece gravemente esta realidad.
El sistema autonómico ha permitido -y hasta impulsado- la consolidación de un complejo sistema de gobiernos intermedios (Pérez Díaz) que, al satisfacer los intereses y las identidades societales de grupos territorialmente diferenciados, ha facilitado la aceptación de estos grupos (y especialmente de sus elites culturales y políticas) del Estado constitucional español. Es verdad que con muy distintos niveles de compromiso, pero aceptación al fin y al cabo. Además, el sistema autonómico ha permitido dar cumplimiento razonablemente al artículo 40 de la Constitución, en el que se declara que los «poderes públicos promoverán el progreso social y económico, para una distribución de la renta regional y personal más equilibrada». Cuando se analiza la evolución de los índices de convergencia europea de las distintas autonomías españolas se comprueba que las regiones tradicionalmente más retrasadas han experimentado avances más intensos, siendo más moderada la expansión relativa de las autonomías inicialmente más desarrolladas.
Pero a lo largo de sus treinta años de duración este ciclo largo no ha dejado de verse relativamente desestabilizado, de manera permanente, por una sucesión de ciclos cortos que han introducido incertidumbre y en ocasiones conflicto abierto en el escenario político español. En particular la cuestión (o las cuestiones) nacional ha sido a lo largo de todos estos años ocasión y objeto de tensión y desencuentro. Y seguramente nunca como en el momento actual han sido tan patentes estas tensiones y estos desencuentros, ejemplificados por el denominado plan Ibarretxe.
Sin embargo, coincido con el diagnóstico de José Ramón Recalde de que la «disidencia étnica» ha iniciado en España un proceso de franco retroceso. El desarrollo de la capacidad de autogobierno de las comunidades autónomas ha provocado que, cada vez más, el reivindicacionismo victimista del nacionalismo histórico adquiera caracteres de nacionalismo histérico, perdiendo credibilidad a marchas forzadas. Como señala gráficamente Emilio Guevara: «Más del 90% de los impuestos que pagamos se quedan aquí y los gestionamos nosotros y la mayoría de los servicios y competencias que afectan a nuestra vida están en manos del Gobierno vasco. Vives en un piso promovido por la Administración autónoma, puedes levantarte escuchando Radio Euskadi, llevas a tu hijo a la ikastola, te pone la multa de tráfico un ertzaina, pagas tus impuestos en la Diputación, la asistencia sanitaria la tienes en Osakidetza. Al cabo de un año piensas, ¿en qué me he relacionado yo con el Estado? Y te das cuenta de que es cada cinco años, cuando tienes que sacarte el DNI o el pasaporte».
Ahora bien: ¿Y si el verdadero problema no estuviera en los nacionalismos históricos y su aspiración a ’superar’ el actual marco estatutario y constitucional sino en unos nuevos y paradójicos nacionalismos fiscales surgidos al calor del Estado autonómico? Unos nacionalismos presupuestarios que presionan no tanto para lograr mayores cotas de poder y responsabilidades cuanto para conseguir «el suministro de nuevos y adicionales recursos con que incrementar las potestades de gasto a las que ya se ha accedido, sin acrecer, sin embargo, su propia capacidad para obtener ingresos por fuentes autónomas» (López Aguilar). El actual debate sobre financiación autonómica se está desarrollando desde claves que se compadecen mejor con este nuevo nacionalismo pragmático que con la reivindicación diferencialista de los nacionalismos históricos. El propio presidente de la Generalitat, José Montilla, utilizaba como argumento principal de su reivindicación de una nueva financiación para su comunidad que «Catalunya tiene tantos pobres (según el último informe de Cáritas) como habitantes tiene alguna comunidad autónoma», y ello tras denunciar la naturaleza radicalmente insolidaria del Concierto Económico, modelo de financiación característico del nacionalismo historicista.
Sea como sea, tanto este nuevo nacionalismo fiscal emergente como el viejo y renuente nacionalismo libredecisionista alimentan una peligrosa dinámica que, fundada sobre la explotación victimista del agravio comparativo puede acabar desembocando en un bilateralismo que mine las bases fundamentales de la solidaridad inter-comunitaria. El verdadero problema al que se enfrenta el Estado autonómico español no es el de la ‘libanización’, no es el de la ruptura de España, no es tanto el de la colisión entre el ‘centro’ y las ‘periferias’, sino el de la colisión creciente entre los intereses competitivos de unas comunidades autónomas privadas de un equilibrio que sólo puede garantizar la existencia reconocida por todas las partes de un poder central que module y arbitre las tensiones entre territorios.
El Estado constitucional y autonómico español es un verdadero bien público del que todos, individuos y comunidades territoriales, nos hemos beneficiado. Un proyecto de convivencia y progreso que sólo se sostiene sobre el compromiso de todos. Un sistema de organización necesariamente multilateral, que exige tanto la existencia de un centro que compense las tendencias centrífugas de las distintas partes como de unos poderes locales que eviten la propensión centrípeta del poder central. El riesgo al que hoy se enfrenta este sistema es el de la proliferación de unas relaciones bilaterales que alimenten la multiplicación de ‘free riders’ atentos tan sólo a sus propias necesidades e intereses, y desentendidos de las necesidades comunes.
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