Acabo de finalizar el libro Ciudad del crimen, de Charles Bowden. Al recorrer sus páginas es inevitable recordar El poder del perro, novela de la que ya hemos hablado por aquí. Pero lo que en la obra de Winslow es ficción construida con abundantes dosis de realidad, en el relato de Bowden no hay nada de ficción, aunque abunde de tal forma la pesadilla que bien pudiera pasar por una novela del género narcomex. Pero la realidad, también en este caso, supera a la ficción.
La realidad de una ciudad donde la vida no vale nada. Una ciudad donde su alcalde, los directores de los principales periódicos, muchos de sus empresarios y, en general, todo el que puede hacerlo, viven en El Paso, la urbe norteamericana vecina.
Si en Huesos en el desierto Sergio González Rodríguez abordó el brutal feminicidio de Juárez, en Ciudad del crimen Bowden adopta la perspectiva del observador que mira y remira la realidad desde todos los ángulos posibles para así proponer un diagnóstico estructural que va más allá del machismo desatado: "Concentrarse en las mujeres muertas permite a los estadounidenses ignorar a los hombres muertos, y hacer caso omiso de los muertos permite a Estados Unidos obviar el fracaso de los esquemas del libre comercio que, en Juárez, están produciendo pobres y muertos con más rápidez que cualquier otro producto" (p. 31). Y es que las maquilas y el "libre comercio" son, en la propuesta de Bowden, tan sospechosas de los asesinatos de Juárez como el propio negocio de la droga y la guerra que se establece por controlarlo, no sólo entre bandas y cárteles, sino también entre estas y responsables del ejército, la policía y la política.
"Los mexicanos sacrificados esta temporada pueden morir dos veces, la primera liquidados por sus asesinos y la segunda, por la explicación que se da de sus muertes. [...] Estas explicaciones son los esfuerzos que hacen para racionalizar el confuso torrente de los acontecimientos. Pero lo que está sucediendo en Juárez, y cada vez más en todo México, es el resquebrajamiento de un sistema. No hay trabajo, el futuro de la juventud está vacío, los pobres son arrastrados por el hundimiento de las grandes fortunas. El Estado siempre ha violado los derechos humanos, y ahora, en el caos general, este hecho se vuelve más y más evidente. Matar no es un accidente, es una decisión lógica de los miles que forcejean para mantenerse a flote en una economía en crisis y en un Estado falido" (p. 96).
Sin embargo, este mismo afán por encontrar una explicación totalizante, que siempre ha estado presente en todas las aproximaciones a la realidad de Juárez -también Sergio Fernández reflexiona sobre la industria maquiladora cuya lógica "maquila" a la ciudad entera (p. 30), y las autoras que analizan el feminicidio no dejan de llamar la atención sobre el carácter de "mujeres desechables" que afecta tanto a las trabajadoras de la maquila como a las jóvenes violentadas-, acaba por resultar, paradójicamente, insuficiente.
¿La culpa es del sistema? Sin duda. De un sistema económico brutalmente rapaz, que contamina de egoismo racional todo lo que toca. Sin embargo...
Hay algo en esta explicación que nos deja insatisfechos. Tal vez por eso la tentación de buscar respuestas, más allá de la sociología y la criminología, en la demonología.
Por eso, lo más impactante y conmovedor del libro ha sido, para mí, que sea una hermosisima mujer, Miss Sinaloa -violada durante días, abandonada en el desierto y habitante ahora, perdida la cordura, del asilo dirigido por un predicador evangelista al que llaman el Pastor- quien haga de hilo conductor de todo el libro. Es un personaje como ella, una persona concreta, quien nos permite recordarnos que estamos ante historias reales. Lo mismo que el Pastor, o ese sicario arrepentido a quien Bowden denomina "el artista del asesinato" -"La masacre que ahora tiene lugar en Juárez lo ofende, porque muchos de los asesinatos son cometidos por aficionados, por niños que imitan a los sicarios. Él ha visto la desintegración de una cultura profesional" (p. 217).
Y por encima de todo, las víctimas, algunas de las cuales toman la palabra entre las páginas 246-251: "Jesús Durán Uranga, treinta y uno. Me ponen en la cajuela de un Ford Scort 95. Al cabo de un tiempo los vecinos se qujan del olor. Así es como dieron conmigo".
Las víctimas. Sólo ellas quedan, al final, como hecho cierto e incontrovertible. Tantas. Tan solas.
"Hay muchos muertos y cada uno tiene una historia. Más allá de eso, los esfuerzos por explicar significan para mí esfuerzos para borrar la verdad, negar la verdad o, simplemente, para ecir mentiras. No sé lo que está pasando, ni con los muertos ni con los vivos. Pero hay estas historias de asesinatos, e la carne martirizada, los momentos concretos de horror, y yo me apoyo en esos momentos porque son reales y están fuera de toda duda" (p. 234).