Si bien la ciudad puede ser analizada de diferentes maneras -como simple agregado territorial, como artefacto físico o conceptual cuya estructura va a condicionar la forma de vida de los sujetos-, lo que más nos interesa es aproximarnos a la urbe como un complejo entramado de interacciones, “como una unidad funcional en la cual las relaciones entre los individuos que la integran están determinadas no sólo por las condiciones impuestas por la estructura material de la ciudad ni siquiera por las regulaciones formales de un gobierno local, sino más bien por las interacciones, directas o indirectas, que los individuos mantienen los unos con los otros” (Park). La ciudad es, sobre todo, lo que hacemos con ella y en ella. La ciudad es, por encima de todo, sus ciudadanas y ciudadanos y las relaciones que establecen entre sí.
¿Ofrece la ciudad actual oportunidades para que esa interacción se produzca? “En toda América, la planificación urbana ha renunciado a su papel histórico como integradora de comunidades, y propicia un desarrollo selectivo que enfatiza las diferencias”. Esta afirmación de Michael Sorkin, realizada a principios de los Noventa, nos advierte frente a uno de los riesgos más importantes a los que se enfrenta la ciudad de hoy y, sobre todo, la de mañana: el riesgo de que, al margen de nuestras intenciones y deseos, el espacio urbano realmente existente haga físicamente imposible la interacción social imprescindible para la construcción de la cultura ciudadana.
Este espacio urbano donde la interacción social y el encuentro entre vecinos se vuelve crecientemente dificultoso es el que Pietro Barcellona denomina ciudad postmoderna, “una enorme superficie pulimentada en la que se puede patinar hasta el infinito”. La ciudad, históricamente el espacio privilegiado para la civilidad, la socialidad, la comunicación, el encuentro, la participación, se ve reducida a un espacio sin referencias, un espacio que ya no es necesario para la vida; más aún, un espacio para el que la vida no sólo no es necesaria, sino que se convierte en un auténtico engorro. Por evitar encontronazos, inevitables cuando de la vida real se trata, acabamos por volver casi imposibles los encuentros.
Hoy las ciudades se sueñan, se piensan y se diseñan para ser creativas, atractivas, emprendedoras, globales… pero entonces no se sabe qué hacer con la ciudad (y la ciudadanía) encadenada a lo local, con la ciudad (y la ciudadanía) vulnerable y frágil. Si repasamos el índice analítico del libro de Richard Florida Las ciudades creativas no encontraremos referencia ninguna a la pobreza, la desigualdad o la exclusión. Hay universitarios y jóvenes solteros, jubilados, gays y lesbianas, enclaves étnicos; hay, por supuesto, profesionales jóvenes, innovadores y talento. También hay, es verdad, “familias con ingresos bajos, desplazamiento de”; es decir, familias con ingresos reducidos que no pueden afrontar el precio de la vivienda y de la vida en los nuevos “mosaicos urbanos paraíso de los modernos” y que por ello se ven desplazados de estos lugares. Pero no hay vida, al menos no la hay en toda su complejidad.
Desaparecen los problemas, o se planifica su desaparición. Desaparece, por ello, la ciudad real. La pérdida de la ciudad significa, por tanto, la pérdida de la comunicación real al disminuir el interés por los lugares y por la gente.
Este espacio urbano donde la interacción social y el encuentro entre vecinos se vuelve crecientemente dificultoso es el que Pietro Barcellona denomina ciudad postmoderna, “una enorme superficie pulimentada en la que se puede patinar hasta el infinito”. La ciudad, históricamente el espacio privilegiado para la civilidad, la socialidad, la comunicación, el encuentro, la participación, se ve reducida a un espacio sin referencias, un espacio que ya no es necesario para la vida; más aún, un espacio para el que la vida no sólo no es necesaria, sino que se convierte en un auténtico engorro. Por evitar encontronazos, inevitables cuando de la vida real se trata, acabamos por volver casi imposibles los encuentros.
Hoy las ciudades se sueñan, se piensan y se diseñan para ser creativas, atractivas, emprendedoras, globales… pero entonces no se sabe qué hacer con la ciudad (y la ciudadanía) encadenada a lo local, con la ciudad (y la ciudadanía) vulnerable y frágil. Si repasamos el índice analítico del libro de Richard Florida Las ciudades creativas no encontraremos referencia ninguna a la pobreza, la desigualdad o la exclusión. Hay universitarios y jóvenes solteros, jubilados, gays y lesbianas, enclaves étnicos; hay, por supuesto, profesionales jóvenes, innovadores y talento. También hay, es verdad, “familias con ingresos bajos, desplazamiento de”; es decir, familias con ingresos reducidos que no pueden afrontar el precio de la vivienda y de la vida en los nuevos “mosaicos urbanos paraíso de los modernos” y que por ello se ven desplazados de estos lugares. Pero no hay vida, al menos no la hay en toda su complejidad.
Desaparecen los problemas, o se planifica su desaparición. Desaparece, por ello, la ciudad real. La pérdida de la ciudad significa, por tanto, la pérdida de la comunicación real al disminuir el interés por los lugares y por la gente.
Bruce Bégout ha captado perfectamente el espíritu de esta ciudad postmoderna, plagada de no-lugares, al analizar el motel americano como expresión de esta no-ciudad: “El motel, lejos de limitarse a ser una muestra del american way of life, muestra que se propaga en la actualidad en la periferia de casi todas las ciudades mundiales, concretiza nuevas formas de vida urbana donde la movilidad, el vagabundeo y la pobreza vital adquieren un lugar preponderante”. Como señala Bégout, la característica más evidente de este motel es que “no se ha previsto ningún espacio, ni externo ni interno, para acoger reuniones de inquilinos”. Por el contrario, “todo ha sido concebido para favorecer una circulación de las personas en sentido único, desde sus automóviles a sus habitaciones y viceversa”. ¿No nos recuerda esta caracterización del motel americano a muchos de los espacios que encontramos en nuestras ciudades?
La ciudad no puede ser un parque temático (Sorkin) ni un lugar de encuentro vacío, “decorado para parecer algún tipo de ciudad ideal, pero donde nadie se relaciona con nadie” (MacCannell). Más acá del espectacular skyline está siempre el topos inmediato de la vulnerabilidad, la fragilidad y la exclusión.
Abandonada a sus propias dinámicas y al contrario de lo que esperábamos, “la ciudad ya no produce sociedad” (Donzelot). La ciudad por sí sola ya no basta para producir ciudadanos ni civismo. Hoy la ciudad exige una nueva actitud por parte de sus habitantes -proactiva, propositiva- para que la vida urbana brote y se manifieste en toda su diversidad, exuberante y agonística.
Ciudadanas y ciudadanos que se reapropien del derecho colectivo a la ciudad no como consumidores de experiencias, ni como emprendedores a la búsqueda de un adecuado suelo para desarrollar su creatividad, ni siquiera como ciudadanos meramente reactivos y exigentes, sino como actores sociales empeñados en la construcción de poderes democráticos. Pues, como recuerda Barcellona, “afirmar hoy que el ciudadano en cuanto tal tiene derechos [...] puede convertirse en un simple ejercicio de lógica, que deduce de la condición de ciudadano el derecho a la atribución de recursos, como si se tratara de un corolario y no ya del terreno de un conflicto que no puede no ser colectivo y que tiene como objetivo la reforma del poder social y de las formas de convivencia”.
Abandonada a sus propias dinámicas y al contrario de lo que esperábamos, “la ciudad ya no produce sociedad” (Donzelot). La ciudad por sí sola ya no basta para producir ciudadanos ni civismo. Hoy la ciudad exige una nueva actitud por parte de sus habitantes -proactiva, propositiva- para que la vida urbana brote y se manifieste en toda su diversidad, exuberante y agonística.
Ciudadanas y ciudadanos que se reapropien del derecho colectivo a la ciudad no como consumidores de experiencias, ni como emprendedores a la búsqueda de un adecuado suelo para desarrollar su creatividad, ni siquiera como ciudadanos meramente reactivos y exigentes, sino como actores sociales empeñados en la construcción de poderes democráticos. Pues, como recuerda Barcellona, “afirmar hoy que el ciudadano en cuanto tal tiene derechos [...] puede convertirse en un simple ejercicio de lógica, que deduce de la condición de ciudadano el derecho a la atribución de recursos, como si se tratara de un corolario y no ya del terreno de un conflicto que no puede no ser colectivo y que tiene como objetivo la reforma del poder social y de las formas de convivencia”.
Rekalde ha sido siempre, con sus insurgencias ciudadanas y sus emergencias culturales, una ciudad imprevista en el sentido en que Paolo Cottino utiliza este término: “En nuestras ciudades surgen continuamente prácticas, acciones y comportamientos que, al margen de los usos tradicionales del espacio y sin respetar las reglas establecidas para el disfrute de los recursos espaciales urbanos, proponen formas nuevas de relacionarse con el territorio, de aprovechar el recurso «ciudad». Sus protagonistas, por necesidad o por voluntad propia, no se someten a la disciplina impuesta y tratan de controlar ellos mismos el proceso de construcción de la territorialidad, es decir, de la relación social con el territorio”.
Kukutza, expresión de ese activismo ciudadano que hace más y mejor ciudad cada día. Porque ni Bilbao ni Rekalde sin Kukutza serían lo mismo: Kukutza no se toca!!!