En una de sus novelas menos conocidas, titulada El hombre del sótano, el escritor Walter
Mosley plantea una desasosegante pregunta: “¿Usted cree que puede tener esa
vida fácil de televisión y gasolina sin que nadie sufra o muera en ningún
sitio?”.
El trabajo es un hecho social que, a pesar de su aparente
omnipresencia, tiene una enorme capacidad de camuflaje. Empezando por la bien
conocida reducción normativa de todo el trabajo socialmente necesario al empleo
mercantilizado, lo que en la práctica significa la expulsión del espacio del
“trabajo” de las actividades de cuidado, domésticas, voluntarias, cívicas,
etc.; continuando con la tendencia a dar por supuesto que determinados bienes y
servicios, particularmente aquellos relacionados con los aspectos más físicos,
biológicos o materiales de nuestra existencia (lo que tiene que ver con el la
energía, los alimentos o los residuos), dado que vivimos de espaldas a su ciclo
de producción, no provienen del trabajo sino, en todo caso, del comercio;
finalizando con la ideología del fin del trabajo (físico o material), como si
todas y todos habitáramos en un Silicon Valley plenamente terciarizado,
tecnológico y creativo (y como si en Silicon Valley nadie tuviera que recoger
la basura o elaborar y repartir las pizzas). Nos lo recuerda Delphine Moreau:
“En las oficinas, la limpieza se hace a menudo a horas tardías o pronto por
la mañana. Los que trabajan durante el día en esas oficinas pueden no ver jamás
a quienes trabajan en la frontera de la noche, vacían sus basuras y limpian sus
espacios de trabajo. De esta manera, pueden desconocer sus condiciones de
trabajo y literalmente no tener que preocuparse por ello”.
Esta
lejanía espacial, temporal, física y, sobre todo, psicológica, del trabajo
“duro y sucio” es la que permite el surgimiento de lo que Joan C. Tronto ha denominado la “irresponsabilidad de los privilegiados” o, también,
la “ignorancia indiferente”.
Hoy ha muerto un trabajador en el Campus de Leioa de la Universidad del País Vasco. Ha muerto en el que es, seguramente, el espacio menos físico y más intelectual del campus: en el edificio donde se ubica la Biblioteca Central. Un lugar consagrado a la lectura, al conocimiento, al pensamiento, a la reflexión.
Su trágica muerte nos debe recordar a todas y a todos los que nos dedicamos al llamado "trabajo intelectual" (¡cómo si cualquier trabajo, por más físico que sea, no precisara del ejercicio de la inteligencia y la razón!) que el mundo sigue siendo un lugar sostenido sobre el trabajo duro, físico, material, de tantas y tantas mujeres y hombres que siembran, cortan, limpian, acarrean, recogen, mueven, arman, sostienen, golpean, mezclan....
Este es el trabajo que sigue sosteniendo el mundo (cuánto simbolismo encierra ese cuerpo roto junto a esa bola del mundo que preside el hall de la Biblioteca) y que no desaparece, por más que una cierta mala mitología sobre el "fin del trabajo" afirme lo contrario. No lo olvidemos. Recordémoslo cada vez que nos crucemos con ellas y con ellos en los pasillos de nuestra universidad.