El banquete anual de la Cofradía de Sepultureros
Traducción de Robert Juan-Cantavella
Penguin Random House, 2020
"Un último latido del corazón vació de su sangre casi al instante al hermoso jabalí, derramándola en el suelo de metal abollado; y abismó en la muerte al porcino que había sido el padre Largeau, que había sido una rana, una nutria y luego un barquero salvaje en la umbría marisma; aquel que había gozado media hora cabalgando a su jabalina, que había gruñido en el crepúsculo del verano, nadado hasta no poder más, jugado con las luciérnagas, escuchado el canto líquido de la barca en su avance, el glugluteo de su espadilla; aquel que había revoloteado entre las ruinas, en otros tiempos bello cuervo, asaltador de caminos, monje, campesino, roble invencible, guijarro recogido por un peregrino e incluso una vez tempestad, furiosa tempestad arrancadora de árboles, aquel que había deseado a muerte a Mathilde y yacía, agonizante, sobre el suelo ondulado de un automóvil, aquel a quien aún le queda ser hombre de los bosques, guerrero moro, siervo cubierto de barro, perro de pastor, zorro hambriento, sauce llorón, abogado, rico comerciante pero siempre él mismo, a merced del mérito que su alma ciega fuera ganando, igual que centelleamos todos en la noche infinita, por un tiempo, antes de ser arrojados de nuevo a la Rueda, una vez más y para siempre al sufrimiento, que está en la Tierra y en ninguna otra parte".
El protagonista de esta novela, David Mazon, es un etnógrafo parisino que se instala en el pequeño pueblo de La Pierre-Saint-Christophe (nombre ficticio), ubicado en las cercanías del parque natural de la marisma de Poitou (
marais poitevin), en el Litoral Atlántico francés, en el triángulo formado por las ciudades de Nantes, Tours y Angulema. Su intención es realizar unos meses de trabajo de campo para elaborar su tesis doctoral sobre
"lo que significa hoy en día vivir en el campo". Su aterrizaje en la Francia rural no es fácil y los avances en su investigación muy limitados. La primera parte del libro (hasta la página 98) es una especie de versión literaria de
El antropólogo inocente: desternillante.
"Son las dos de la mañana, el silencio y la soledad me angustian, imposible dormir. Oigo bichos y tengo la sensación de que se me van a echar encima en plena noche. Demasiado tarde para volver a llamar a Lara (cuando le he dicho que en adelante mis aposentos se iban a llamar El Pensamiento Salvaje se ha reído), en el chat no hay nadie en línea. Además, para leer no dispongo más que de Los argonautas del Pacífico Occidental, el Diario de Malinowski y Noventa y tres de Victor Hugo, para pasar el rato no es precisamente lo más adecuado. (¿Por qué me he traído Noventa y tres? Sin duda porque tenía la vaga impresión de que pasaba por aquí.) Tengo un poco de frío, mañana me va a tocar ir a hablar con Mathilde para que me preste una estufa. ¿Y ahora? A jugar al Tetris, eso me relajará.[...]
He salido del Pensamiento Salvaje a eso de las diez, tras advertir que no estaba solo en mis aposentos de etnógrafo: la fauna es abundante. Sin duda, el sapo se ve atraído por los numerosos insectos y los gatos por el sapo. En el baño, precisamente entre la ducha y el sanitario, he descubierto una colonia de gusanos rojos, o mejor dicho de filamentos vivientes de color rojo que parecen gusanos. Si no los pisas son muy bonitos. Se desplazan tranquilamente hacia la puerta, así que antes de lavarse hay que apartarlos hacia el desagüe con un chorro de agua. He sabido manejar mi asco sin problemas, y eso, de cara a mi capacidad para afrontar las dificultades del trabajo de campo, me tranquiliza. A fin de cuentas, hasta Malinowski señala que los principales obstáculos de la etnología son los insectos y los reptiles. (Puesto que nadie va a leer este diario, puedo admitir que tener gusanos en el cuarto de baño me ha parecido bastante inmundo y que he tardado un cuarto de hora en atreverme a meterme en la ducha.) También hay un buen montón de caracoles enanos, pero son bastante inofensivos. Supongo que el hecho de estar a pie de campo tiene mucho que ver, eso y la humedad. En fin, a lo que iba, hacia las diez he salido del Pensamiento Salvaje para ir a ver a mi casera la señora Mathilde y preguntarle si había alguna forma de llegar a la ciudad para llenar la despensa, ella ha puesto cara de sorpresa, Eh, bah, no sé nada; no tenía ni idea de si había algún autobús que parase en el pueblo. (Hoy he descubierto que de buena mañana podría coger el autobús del colegio y el instituto, pero me van a tomar por un sátiro y además, como sale tan pronto, me iba a tocar esperarme dos horas a que abrieran el supermercado, a tener en cuenta para el capítulo Transporte.) Lo que ella me ha aconsejado, así directamente, es que me compre un coche. Que en La Pierre-Saint-Christophe no hay más que un café con productos de primera necesidad, es decir, anzuelos, cigarrillos y permisos de pesca. Pero vaya, al final no voy a tener que pescar el almuerzo yo mismo: la señora Mathilde (más bien su marido, Gary, ansioso por entrevistarlo) ha tenido la amabilidad de prestarme un viejo ciclomotor, propiedad de uno de sus hijos (a tener en cuenta para el capítulo Transporte) y un viejo casco negro sin visera con la espuma hecha trizas y unas cuantas pegatinas vintage (una rana sacando la lengua, el logo de AC/DC). Así que ya dispongo de un medio de locomoción, bastante precario pero eficaz. Hacia el mediodía he ido al supermercado en la capital de cantón, Coulonges-sur-l’Autize (bonito nombre), he comprado un montón de cosas sin darme cuenta de que llevarlo todo en el ciclomotor no iba a ser tarea fácil: latas de atún, sardinas, pizzas congeladas, café y algo dulce (chocolate)".
[Estos y otros fragmentos pueden leerse
aquí].
Pero a partir de la página 101 el tono de la novela cambia por completo. También la forma en que está escrita. En las siguientes trescientas páginas desaparece el protagonismo de David Mazon (salvo en una docena de breves apuntes, en los que el etnólogo pierde el carácter de narrador para convertirse en observado, no reaparecerá hasta el último capítulo del libro, a partir de la página 403, transitando desde el rol de investigador-observador participante al de nativo) y aparece un narrador omnisciente que nos introduce a empujones en la realidad más profunda del pueblo y de sus habitantes, en su presente y en su pasado, de las violencias y las miserias en las que hunden sus raíces. El relato se vuelve oscuro, duro, a ratos pesadillesco: "Jérémie blandió su paquete maldito, le había quitado la tela, la bolsa olía a sangre y abominación, Jérémie blandía la maldición pura, y en el mismo instante en que Lucie perdía el equilibrio, en el segundo preciso en que se deslizaba bajo el peso del horror, Jérémie lanzó aquella cosa inmunda y hedionda, la muerte, Jéremie le tiró encima la muerte, la muerte aún envelta en la matriz, toda ella sangre pegajosa, la placenta negra en descomposición [...]".
Parece increíble que Enard sea capaz de manejar con tanta maestría registros tan distintos en una misma novela. Pero lo hace, admirablemente bien.
En esas trescientas páginas durante las que Mazon pierde su papel de observador-narrador para convertirse en un personaje más observado-narrado, conoceremos muchas historias. Como la de Marcel Gendreau, nombrado maestro del pueblo tras la Segunda Guerra Mundial, amante de la cultura y la vida campesinas, autor de un libro autoeditado con el que pretendía homenajear a las buenas y sencillas gentes de Pierre-Saint-Christophe, pero que se volverá en su contra por su condición de forastero ("originario de Échiré, tanto como decir de otro mundo aunque distante unos quince kilómetros") hasta verse obligado a abandonar el pueblo. En estas páginas la gran protagonista es la Rueda, un ciclo de reencarnaciones que afecta a todos los habitantes de la aldea de manera que cada existencia humana actual se nos muestra vinculada a una sucesión de existencias anteriores, tanto humanas como animales, vegetales, minerales o hasta meterorológicas (ver el fragmento con el que se abre este comentario).
En una
entrevista, Enard explica así el sentido de esta :
"Intento retratar como a través de un lugar muy pequeño se puede llegar a lo universal, de forma muy concreta, no abstracta, historias personales que conforman el gran tapiz de la historia y de la vida. Siempre se dice que en los pueblos no pasa nada, que están fuera de la historia. Pero yo creo que, al contrario, todos los destinos están vinculados unos con los otros, que todos los seres humanos tenemos un destino único y la historia es una [...] Lo consigo haciendo que todos los personajes se vayan reencarnando de una forma casi budista, un mecanismo literario con el que consigo traspasar las fronteras de ceñirme a una historia temporalmente”. Y concluye:
“este concepto de que nuestra alma viaje en una infinita rueda me apasiona porque refuerza la idea de que todo lo que hacemos tiene consecuencias en el mundo y en todos nosotros, el famoso efecto mariposa. En los últimos tiempos tenemos más pruebas que nunca de que eso es verdad, pero todavía no hemos asumido las consecuencias”.
Pero sí la Rueda le roba el protagonismo al antropólogo Mazon entre las páginas 101-403, desde la página 241 hasta la 315 el protagonismo lo asume
"El banquete anual de la Cofradía de Sepultureros", título del cuarto capítulo y de la novela. Un relato en sí mismo. Como todos los años, la Cofradía (
"fundada por Saladino después de su toma de Jerusalén, para enterrar igualmente a cristianos, judíos y musulmanes, y confirmada por Ricardo Corazón de León después de la batalla de Jaffa, cuando la Cofradía enterró sin distinción a caballeros y sarracenos") se junta durante tres días para comer, beber y discursear, tres días durante los cuales la Muerte descansa y por ello la Rueda se detiene. Este año el banquede se celebra en el pueblo de La Pierre-Saint-Christophe, donde entre los 99 sepultureros convocados se encontrarán Mojagua y Cojonarca, Verruguián y Grangargajo, Pollaúd, Vendepié y Bertheleau, todos varones, a pesar del intento de Secaverga de abrir la Cofradía a las mujeres. Es este un banquete pantagruélico, excesivo, goliardo, una
grande bouffe multiplicada por diez, todo ello narrado con un lenguaje riquísimo, exuberante (hay que escubrirse ante la pericia del traductor,
Robert Juan-Cantavella), un auténtico gozo para la lectora o el lector:
"Los noventa y nueve comensales finiquitaban el caldo viendo cómo les traían los volovanes, tan etéreos que se dirían espumados. ¡Ah, maese Cuaresma no les hubiera dicho que no!, pensó Secaverga, que era un sibarita. Imaginaba las lechecillas, la crema, las morillas; puede que hasta la trufa de primavera, tan ligera, tan afrutada que magnificaba el sabor de la carne de las colas de cangrejo; de lejos, Secaverga no podía adivinar el contenido de las crostadas, mar, tierra, o incluso tierra y mar; circulaban potes de vino blanco: un chenin bien graso, pajizo y sin embargo mineral, el vino perfecto, con su lejano amargor, como el recuerdo mismo de la vida, pensó Secaverga; el condumio lo volvía filósofo. Era una gloria ver y oír a la gran comensalía: los había aún ocupados en el consomé, que en su boca lo vertían, directamente, sosteniendo el plato con las dos manos: el vapor del caldo lo despedían como dragones, por las fosas nasales, sin el menor lamento. Otros seguían deleitándose con las terrinas o con los huevos del aperitivo; varios de ellos, como Secaverga, esperaban con impaciencia el próximo parlamento".
Una novela excepcional.
Bon appétit.