sábado, 26 de agosto de 2017

Naturaleza leída y caminada (I)

Salvo un par de novelas -Historia de Irene, de Erri de Luca (Seix Barral, 2017: "En una isla es una desdicha que te retiren el saludo. No hay arreglo, o viajas o mueres") y No está solo, de Sandrone Dazieri (Alfaguara, 2015)-, para este agosto me había propuesto leer una docena de libros que, relacionados de una o de otra manera con la temática de la naturaleza, he ido reservando para disfrutarlos sin prisa. Aunque, finalmente, sólo he podido leer siete de esos libros, quedando para mejor ocasión: La invención de la naturaleza de Andrea Wulf (Taurus, 2016), El ingenio de los pájaros de Jennifer Ackerman (Ariel, 2017), Andar, una filosofía de Fréderic Gros (Taurus, 2014), Wanderlust. Una historia del caminar de Rebecca Solnit (Capitán Swing, 2015) y El viento derruido. La España rural que se desvanece de Alejandro López Andrada (Almuzara, 2017).

Empezamos con dos ensayos sobre lobos.
El primero es Encuentros con lobos, una hermosa recopilación de  textos en los que casi cuarenta personas del ámbito de la biología, la conservación medioambiental, el ecoturismo, la divulgación científica..., relatan las vivencias que más los marcaron en su relación con el lobo ibérico. Editado por Víctor J. Hernández y publicado por Tundra (2016) resulta ser una lectura fascinante, que transmite sabiduría, emoción y admiración hacia el mítico cánido salvaje.
"Un día de campo cualquiera tendrás el gran honor de cruzar tu mirada con el ámbar de la suya y serás bendecido por el alma de Iberia, pero no olvides jamás que él mucho antes te habrá visto y será quien decida ese mágico y ancestral encuentro".
Por mi parte, he recordado las ocasiones en las que he podido contemplar al lobo en libertad, y me he sentido un privilegiado: han sido siete, algunas de ellas a escasos metros, en una ocasión prácticamente de bruces, otra vez (en compañía de Mikel y Luis Mari) una manada de ocho miembros.
No cuento este lobo que pude ver y fotografiar este agosto: desgraciadamente no estaba en libertad, sino en los terrenos cercados del Museo de la Fauna Salvaje de Valdehuesa. Así y todo, se aprecia su belleza.


El segundo libro de temática lupina es Lobo negro, de Nick Jans (Errata Naturae, 2017): la historia de un enorme lobo que durante siete años interactuó pacíficamente con los habitantes de un suburbio de la ciudad de Juneau, capital del estado de Alaska. Un animal espléndido, como puede verse en estas fotos.

También he leído Perspectivas del Mont Blanc, una selección de textos sobre la gran montaña europea realizada por Isabel González-Gallarz (Alba, 2008). Firmados por autores y autoras tan conocidos como Rousseau, Goethe, Saussure, Mary Shelley, George Sand o Víctor Hugo, regoge textos escritos entre 1606 y 1987. En un libro de 1876, el arquitecto y alpinista Eugène Viollet-Le-Duc anticipa la famosa reflexión de Mallory -"Porque está ahí"- sobre los motivos para ascender el Everest: "Hay en los Alpes ascensionistas asiduos, como en Baden o en Mónaco se ven habituales de la ruleta. ¿Es acaso el amor a la ciencia lo que los empuja? No: suben por subir".

El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua son dos libros de Patrick Leigh Fermor, editados en un sólo volumen por RBA (2015, quinta edición), en los que el autor narra su viaje a pie desde Holanda hasta Estambul, entonces Constantinopla. Un relato fascinante: por la época (comienza a finales de 1933, cuando Hitler ya está en el poder, lo que se aprecia en multitud de momentos del libro), por el territorio recorrido (esa Europa central de historia convulsa, cruce de culturas) y por la propia personalidad de Fermor, un joven de 19 años, inquieto y libertario, hijo de un funcionario británico en la India, escolar fracasado aunque políglota, culto y sumamente leído, que lo mismo dormirá en pajares y establos como en vetustos palacios:
"De todos modos, notaba una cierta preocupación aderezada con una pizca de culpabilidad, puesto que mi plan original había sido vivir como un vagabundo, un peregrino o un sabio itinerante, dormir en cunetas y almiares y sólo mezclarme con pájaros del mismo plumaje. Pero últimamente había pasado de un castillo a otro, bebido Tokay en copas de cristal tallado y fumado en pipas de un metro de largo en compañía de archiduques, en lugar de partir cigarrillos por la mitad para compartirlos con otros vagabundos. Semejantes desviaciones apenas podían achacarse a un empeño de escalador, lo cual denotaría dignidad, fruto del trabajo duro. Porque en realidad estos cambios imprevistos de nivel se había producido con la misma falta de esfuerzo de quien asciende en globo. Los remordimientos no eran muy hondos".
Una hermosa crónica de una Europa que, como el mismo autor señala, quedó destruida por la guerra:
"Todos los rincones de Europa por los que había pasado hasta entonces iban a quedar desgarrados y destrozados por la guerra. De hecho, excepto el último trecho antes de la frontera turca, todos los países que atravesé en este viaje fueron objeto de disputa a los pocos años entre dos potencias despiadadamente destructivas, y cuando estalló la guerra todos estos amigos quedaron de súbito sumidos en las tinieblas".

Y tras dos libros sobre lobos y otros dos relacionados con centroeuropa, dos lecturas sobre árboles y bosques.
La primera es Leñador, de Mike Wilson (Errata Naturae, 2016). Una enciclopédica guía sobre todo aquello que tiene que ver con la vida de los leñadores del Yukón, donde se describe con minuciosidad etnográfica su trabajo, sus herramientas, su alimentación, su ropa, su entorno...
La segunda es La vida secreta de los árboles, de Peter Wohlleben (Obelisco, 2016). Fascinante; de lo mejor que he leído este año. Árboles que se comunican, que colaboran, que desarrollan una especie de "carácter". Ingeniero forestal, el autor consigue que veamos a los árboles como unos seres tan vivos, activos, sensibles, sintientes como cualquier animal... aunque muchísimo más lentos. Y los bosques como una extensa red (¡una "Wood-Wide-Web"!) de intercambio de información y de nutrientes:
"El que los árboles se unan a través de las raíces es un hecho que en ocasiones puede observarse en los taludes de los caminos. En esos puntos la lluvia arrastra la tierra y pone al descubierto la red de raíces subterránea. Científicos de Harz descubrieron que se trata de un enmarañado sistema que conecta a la mayoría de individuos de una especie y de una población. El intercambio de nutrientes, la ayuda vecinal en caso de necesidad, es claramente la norma y se traduce en la aseveración de que los bosques son superorganismos, es decir, una estructura similar a uno hormiguero. [...]
Pero ¿por qué los árboles son seres sociales, por qué comparten sus alimentos con ejemplares de su misma especie y miman a sus competidores? Las razones son las mismas que en la sociedad humana: juntos funcionan mejor. Un árbol no hace un bosque, no es capaz de crear un clima local equilibrado, está expuesto al viento y a las inclemencias del tiempo. Sin embargo, los árboles juntos crean un ecosistema que amortigua el calor y el frío extremos, almacena cierta cantidad de agua y produce un aire muy húmedo. En un entorno así los árboles pueden vivir protegidos y hacerse viejos. Para conseguirlo la comunidad debe mantenerse a cualquier precio. Si todos los ejemplares se preocupasen sólo de sí mismos, muchos de ellos no llegarían a la edad adulta. Las muertes continuadas provocarían grandes huecos en las copas, por los que las tormentas se colarían con mayor facilidad y otros troncos podrían ser abatidos. El calor del verano penetraría hasta el suelo del bosque y lo secaría. Todos sufrirían".

Y el último libro: Una temporada en Tinker Creek, de Annie Dillard (Errata Naturae, 2017), en el que la autora narra su experiencia viviendo en una cabaña en las montañas Blue Ridge, en los Apalaches de Virginia. Sumergirse en su lectura es transitar entre la poesía ("...parece que la belleza existe, una gracia completamente gratuita"), la ciencia, la espiritualidad:
"Ezequiel vilipendiaba a los falsos profetas diciendo que son los que 'no han escalado las brechas'. Esas brechas, esas grietas, son la clave. Las grietas son el único hogar del espíritu, unas altitudes y unas latitudes tan deslumbrantemente austeras y limpias que el espíritu se descubre a sí mismo por primera vez como un ciego que hubiera recobrado la vista. Las grietas son las peñas de roca donde te agazapas para vislumbrar la espalda de Dios; son las fisuras que el viento atraviesa entre montañas y células, los estrechamientos helados de los fiordos que escinden las cimas del misterio. Sube hasta las grietas e introdúcete en ellas... si las encuentras. También cambian y desaparecen. Permanece al acecho de las grietas. Cuélate por una grieta del suelo, date la vuelta y descubre, más que un arce, un universo. Así es como pasas la tarde, y la mañana del día siguiente, y la tarde del día siguiente. pasa la tarde. Deja que transcurra, ya que no puedes llevártela contigo"
Una auténtica maravilla. Para leer a sorbos, reposadamente. Y para releer y repensar.

Pero no solo de lecturas vive el aficionado a la naturaleza. Agosto es también época de caminatas, ascensiones y observación de la vida salvaje.  Y lo cierto es que este agosto ha resultado pródigo en todo esto.
El 27 de julio subí al Monte de Las Huelgas (2.221 mts.) y ya en agosto he podido ascender a Peña del Infierno (2.537 m., el día 3), Pico Murcia (2.351 m., el día 4), Cueto Palomo (1.886 m., día 5), Hoya Contina (2.395 m., el día 7), Peña del Fraile (2.001 m., día 8), Peña Santa Lucía (1.854 m., día 9), Peña del Águila (2.136 m., día 10), Pico de las Guadañas (2.248 m., día 11), Peñas Malas (2.282 m., día 13, aprovechando la ya tradicional fiesta de San Lorenzo), Coto Redondo (2.107 m., día 14), Coto Blanco (2.004, día 17), Peña Prieta (2.539 m., día 18), Espigüete (2.451 m., día 21) y Curavacas (2.520 m., día 23).
Cada día disfruto más de estas montañas.
A continuación comparto algunas fotos de estos recorridos. Del día del Espigüete no tengo ninguna: no sé por qué, pero algo le pasó a la cámara (¿o al fotógrafo?), y no conservó ni una.

 Cima de Las Huelgas. En segundo plano, a la derecha, el Pico del Hospital y, al fondo, el Curavacas. Leo en la excelente guía de David Villegas y Vidal Rioja, Ascensiones en la Montaña Palentina (La Pedrera Pindia, Palencia 2016) que los extraños nombres de estas dos cumbres, Las Huelgas y el Hospital, se deben "a los lugares donde habitaban los poseedores de los terrenos donde se ubican", a saber, "el monasterio de Santa María la Real de las Huelgas y el hospital de la Herrada de Carrión de los Condes".
  
El Pozo Oscuro, desde las Huelgas. Según la citada guía, es "el único pozo de todo el macizo en el que sus aguas no encuentran salida por un arroyo"
 
 Cumbre de Peña Prieta. Al fondo, los montes de Alto Campoo.
 Peña del Infierno, techo de Palencia, con su buzón cimero: por cierto, uno de los pocos que podemos encontrar por estas cumbres. Al fondo, Peña Prieta, a la que está unida por un corto cordal.
 
 Desde Peña Prieta se puede vislumbrar la estación superior del teleférico de Fuente De.
 Aquí un zoom para verlo mejor.
 La piramidal silueta del Pico Murcia, desde el camino de Valcabe.
Cumbre del Pico Murcia. Al fondo, Espigüete.
Para ascender al Cueto Palomo realicé una travesía circular, con salida y llegada en la boca del valle de Miranda. El día estaba nublado y los caballos que pastaban en el valle presentaban una imagen espléndida.

Al fondo, cerrando el valle, el Alto de Miranda, de 1.707 metros.
  
 Superado el Alto de Miranda, retrocedemos y recorremos un amplio cortafuegos, que configura un hermoso camino de piedras blancas. Al fondo, la cima de Cueto Palomo.
 Si miramos hacia atrás vemos el camino recorrido. A la izquierda, el picudo Alto de Miranda.
 En la base del Cueto Palomo cruzamos una pista que comunica el valle de Miranda, pasando junto al Santuario de la Virgen del Brezo, con la carretera que va de Guardo a Cervera de Pisuerga. Durante algunos años, en Miranda operó una mina de mármol, que utilizaba esa pista para sacar el mineral. Ya inactiva, una docena de bloques han quedado olvidados en la pista, como colosales terrones de azúcar.

 Cima del Cueto Palomo.
 Desde la cima se observa el camino recorrido, desde el Alto de Miranda.
El descenso, directamente por un pronunciado cortafuegos, hasta el Alto de la Corbeñera.
Junto al sendero, brincando entre los pinos, salta la sorpresa: una bandada de pequeños chochines, un pajarillo por el que siento especial predilección, pero muy difícil de observar..

Cascada del Ves, en el camino de ascenso a Hoya Contina.
 Desde el collado del Ves, en primer plano a la derecha, Hoya Contina; al fondo, la característica figura del  Curavacas.
 Desde el mismo collado, volviendo la vista atrás, blanquea el Espigüete.
 Los Pozos del Ves.
 Desde la cumbre de Hoya Contina, cordal que une esta cima con Curruquilla y Curavacas.
Desde el refugio de Cristo Sierra, cuando nos acercamos a la zona de Valdecabañas, nos encontramos con la imponente mole del Cueto (también llamado Piscurute).
 Caminando  por el valle, a la derecha se aprecia la vertiente del Cueto y al fondo la cima del Pico del Fraile. Entre los dos, iremos ganado altura.
Orgulloso centinela, sobre uno de los jitos (o hitos, o cairns...) que tanto nos acompañan a quienes hacemos montañismo.
Cima del Cueto. Mirando hacia el sur, los extensos llanos de Tierra de Campos.
 Hacia el norte, en cambio, el paisaje montañoso nos permite divisar el Espigüete.
 Placa en la cruz de la cima del Cueto.
Cumbre del Pico del Fraile. En el centro de la foto puede observarse la silueta del Cueto, del que hemos venido recorriendo el cordal que une ambos montes.
 Placa cimera, colocada en 1991 por el Juventus.
 Descendiendo hacia el Santuario del Brezo podemos ver las dos cumbres, el Cueto en primer plano y el Fraile al fondo.
 Peña Santa Lucía, con la cabaña para la vigilancia de incendios en su cima.
 El Ojo de la Lastra, próximo a la cumbre.
De regreso, en la carretera, compruebo con tristeza que el coche, el mayor y más desalmado depredador de estos parajes, se ha cobrado una nueva víctima.
Cascada superior de Mazobre, en el camino hacia la Peña del Águila.
El sendero asciende hacia la Hoya de Martín Vaquero.
Mirando hacia atrás, la poderosa cara norte del Espigüete.
Un helicóptero de rescate me sobrevuela, como para recordarnos que la alta montaña siempre entraña riesgos. Desapareció sobre la cima del Espigüete.

Y como para reafirmar ese recuerdo, al llegar a la cima de la Peña del Águila una densa niebla empezó a cubrir todo el paisaje.
De hecho, lo que debería verse en esta foto tomada desde la cumbre es... la cara norte de Espigüete.
Pero pronto volvió a despejar, y descendí hasta la Lagunilla de Mazobre para observar su colonia de tritones alpinos.



Pico de las Guadañas, Peñas Malas y Pico Murcia.
Peñas Malas desde el collado de Hontanillas, el día de la fiesta de San Lorenzo.
Esperando en el collado a quienes vienen desde León

Descendiendo hacia Cardaño de Arriba.
 Desde la cumbre de Coto Redondo (¡también llamado Pico Internauta!): a la derecha, Pico de las Guadañas, en el centro el collado de Hontanillas.
En Triollo, camino del Coto Blanco, tres amigables perros me acompañan un buen trecho.
Por el precioso camino de Valdetriollo. Al fondo, hacia la izquierda, se aprecia la cima del Coto Blanco (blanca, por supuesto).
Refugio de los Eros. En la esquina derecha, Coto Blanco. Vamos acercándonos.
Antiguas minas de Valdetriollo donde, según he leído, se explotaba la blenda. Además de varias bocaminas, aún se aprecian algunos restos de edificios.
Cumbre del Coto Blanco. Al fondo, en el centro, el jorobado Curavacas. A su derecha, Hospital y Huelgas. A la izquierda, Curruquilla y Hoya Contina. Cada cumbre nos pone en conversación con otras ascendidas en días anteriores.
  Subiendo a Peña Prieta por la Panda del Tío Celestino: entre el Pico de las Lomas (izquierda) y las Agujas de Cardaño (derecha) se asoman los Picos de Europa.
Desde el Campo de Gibraltar (tengo que investigar esa denominación), las lagunas de Fuentes Carrionas y el Curavacas.

Desde el mismo sitio y de izquierda a derecha: Mojón de Tres Provincias, Peña Prieta (esa cumbre chiquitaja que parece pegada al hombro de la Peña del Infierno, aunque es más alta que esta) y Peña del Infierno.
 Desde la cima de Peña Prieta: cordal hasta la Peña del Infierno y, al fondo, Espigüete.
Y, por fin, mi Curavacas, desde los prados de Cabriles.
La cumbre estaba abarrotada.
 Mirando hacia Peña Priesta, para poder sacar una foto sin gente.
 Desde la cima, el Pozo Curavacas. 



"Al bajar de nuevo a la tierra habitada, sentí que volvía a pesar sobre mí la carga de los desvelos y el tedio. [...] Pensé en los montes que acababa de abandonar [...] y en la libertad que me he otorgado".
Claude Laurent Senancour (1804), en Perspectivas del Mont Blanc.

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