Si no recuerdo mal creo que era por 1976 cuando, por primer vez, recorrí La Rambla. Así, con mayúscula y en singular. Luego ya aprendi que había otras ramblas, y hasta he llegado a apreciar casi más la Rambla del Raval, la más joven de las ramblas barcelonesas. Pero por aquel entonces yo tenía 15 años, acompañaba a mi primo Iñaki, que esperaba en el Clinic un trasplante de riñón., y era un pardillo fascinado por el bullicio, la libertad, la diversidad y el canalleo que se respiraba en aquella prodigiosa ciudad. Me enamoré de Barcelona.
Años después, recién licenciado en Sociología, pasé mucho tiempo en la Barcelona pre-olímpica mientras recogía información para mi tesis doctoral. Por entonces, la rambla de Cataluña no desembocaba en el mar, sino en una zona portuaria que impedía imaginar el Mediterráneo.
Tras las Olimpiadas del 92 ha vuelto en muchísimas ocasiones a la ciudad transformada, distinta en apariencia de aquella que conocí en los 70 y 80, pero en el fondo igualmente bulliciosa, progresista, dinámica, culta, divertida. Tengo allí personas, muchas, a las que aprecio y quiero: Maite, Joan, Ismael, Mar, Teodor, Carles, Núria, Xavier...
Mis querencias tiran más hacia lo rural que hacia lo urbano. Pero si alguna ciudad me resulta querida, cercana, propia, esta es, más que ninguna, Barcelona.
El atentado de la Rambla me ha dolido profundamente.
Pero escuchen "La rumba de Barcelona" o cualquier otra de las canciones del genial Gato Pérez, y sabrán por qué ningún fanatismo podrá doblegar el espíritu libre de esa ciudad.
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