Isaías Carrasco ha muerto en Euskadi. Era un socialista vasco, concejal en el Ayuntamiento de Arrasate-Mondragón desde junio de 2003 a mayo de 2007. Siendo vascos y viviendo en Euskadi, es lógico que también muramos en esta tierra. De la cuna a la tumba; nada hay de especial en este hecho. Pero Isaías ha muerto asesinado. Isaías ha sido asesinado por ETA porque era socialista, porque alguien ha decidido “castigar” así al Partido Socialista, pero también porque su asesinato no comportaba el menor riesgo para sus perpetradores. Y esto, que tampoco es ninguna novedad, me afecta en esta ocasión de manera especialísima.
En estas elecciones soy candidato del PSE al Senado. Esta circunstancia, sumada a otras, ha supuesto que desde hace unas semanas cuente con escolta. Como centenares de personas: jueces, empresarios, periodistas, docentes y, sobre todo, cargos públicos del PSE y del PP. Uno de los argumentos esgrimidos a la hora de convencerte de la necesidad de aceptar la escolta es el de “la lista”. ETA va a asesinar si puede, vienen a decirte, y si no puede asesinar a una determinada persona por encontrarse protegida van a “correr lista” hasta encontrar a alguien desprotegido. Es un argumento de peso. Pero de inmediato me surgió una desasosegante duda que no pude menos que expresar en forma de pregunta: Y si por casualidad ETA piensa en asesinarme a mí pero, por contar con protección, le resulta difícil, ¿qué pasa con el siguiente a mí en la lista? Hoy no puedo dejar de pensar en esto. Y mientras escribo a duras penas estas líneas me siento especialmente afectado, totalmente roto por dentro. Sé que es una locura sentir nada parecido a la culpabilidad; sé perfectamente que la única responsabilidad de este vil asesinato recae sobre sus autores y sobre la conciencia de todas esas personas con nombre y apellidos que, reclamándose de la izquierda abertzale, van a ser incapaces de plantarse de una vez frente a ETA para combatirla hasta expulsarla de nuestra existencia. Pero no puedo evitarlo.
En todo caso, lo que se espera de nosotras y de nosotros es que mostremos alguna capacidad de sobreponernos a este tipo de sentimientos. Y en este punto deseo recordar algo que dije el miércoles, cuando intervine en el mitin que el PSE celebró en Bilbao: “Porque el PP es nuestro adversario, no nuestro enemigo. Nuestro enemigo es solamente ETA y su entorno cobarde y antidemocrático. Los que han puesto la bomba en la Casa del Pueblo de Derio. Un aplauso a esa militancia que lleva más de 100 años levantando la persiana de la dignidad de las sedes socialistas en Euskadi, aguantando amenazas permanentes y atentados como el que acabó con la vida de Maite Torrano y Félix Peña en Portugalete”. Es cierto que a continuación dije que consideraba inmoral que nadie pudiera acusar a los socialistas de “agredir a las víctimas”, pero hoy me lo callo. De verdad que me lo callo. Porque hoy no es un día para elevar memoriales de agravios. Hoy es un día para condolernos con la familia de Ismael. Lo es también para hacer un homenaje a todos esos militantes del PSE y del PP (o a los nacionalistas que constituyen la gestora de Ondarroa), personas que en Euskadi dignifican a cada minuto la política viviendo con una naturalidad pasmosa lo que objetivamente es una práctica heroica. Y es también un día para reflexionar sobre la forma en que venimos haciendo política en este país.
El profesor de la Universidad de Nueva York, Ronald Dworkin, escribe lo siguiente en su último libro, La democracia posible: “La política estadounidense se encuentra en un estado lamentable. Discrepamos, ferozmente, sobre casi todo. Discrepamos sobre el terror y la seguridad, sobre la justicia social, sobre la religión en la política, sobre quién es apto para ser juez y sobre qué es la democracia. Estos desacuerdos no transcurren de manera civilizada, ya que no existe respeto recíproco entre las partes. Hemos dejado de ser socios en el autogobierno; nuestra política es más bien una forma de guerra”. Habla Dworkin de la política estadounidense, pero bien podría referirse en los mismos términos a la política española. Nunca he sabido pensar en las víctimas del terrorismo como si de víctimas propiciatorias o sacrificiales se tratara. Nunca he sido capaz de extraer de un asesinato nada positivo. Pero me gustaría que el asesinato de Isaías, a diferencia de lo que ocurrió tras el atentado del 11M, nos ayude a reflexionar sobre la clase de política que hemos hecho en los últimos tiempos. Sobre lo que nos une, que es y debe ser mucho más que lo que nos separa.
Y mañana todos los votos de Euskadi serán, por encima de cualquier otra cosa, un grito unánime en contra de ETA.
Uno se apoya en la mochila. Porque en el momento en que nos quitamos el peso de nuestros hombros no sabemos enderezarnos enseguida; ¡pues resulta que era el peso lo que antes nos daba seguridad y equilibrio! [George Simmel]
viernes, 7 de marzo de 2008
miércoles, 5 de marzo de 2008
Elogio del mosaico
El deseo de alcanzar reconocimiento constituye un hecho antropológico fundamental. Posiblemente la irresistible fuerza de atracción ejercida por los regímenes nacionalistas, integristas y totalitarios en muchos casos, del siglo XX pueda explicarse en buena parte por el hecho de que todos ellos habían prometido a los humillados que lograrían, aunque fuera recurriendo a la fuerza, que se los reconociera: como comunidad nacional, como sociedad sin clases, como umma de los creyentes. Pero todos ellos han acabado por cumplir sus promesas negando a todos por igual dicho reconocimiento.
Pero siendo esto cierto, no es menos cierto el fracaso del proyecto ilustrado universalista a la hora de ofrecer reconocimiento. Y es que, ¿acaso no ha sido en nombre de la razón y de su universalismo como se ha extendido la dominación por parte del hombre occidental -varón, adulto, judeocristiano, blanco, rico- sobre el mundo entero, de los trabajadores a los colonizados y de las mujeres a los niños? En el fondo, el planteamiento del individualismo abstracto es una falacia: el individuo siempre resulta ser social e históricamente específico. No es abstracto sino concreto. Y la pretensión universalista de la modernidad supone el intento imposible de generalizar una determinada concreción de la persona: la correspondiente a la situación social e histórica burguesa.
No cabe duda de que, históricamente, la concepción abstracta del individuo representó un importante avance moral, un paso decisivo hacia una ética universalista. Al mismo tiempo, el abstractismo de esta concepción constituyó una grave limitación. Considerar a los individuos reales como otros tantos representantes del género humano supuso destacar determinadas características -motivos particulares, intereses, necesidades- como distintivamente humanas.
Pero cada modo de ver es también un modo de no ver; y en este caso, la visión del hombre esencialmente propietario de bienes, o egoísta, o "racional", u ocupado en lograr la máxima utilidad, equivale a la legitimación ideológica de una visión determinada de la sociedad y las relaciones humanas, y la implícita deslegitimación de otras.
Las nuevas corrientes socioculturales son en la actualidad un remolino en el que se mezclan afirmación de la diferencia y rechazo de la exclusión, apertura al mestizaje y defensa de la identidad, valoración de lo cercano y pálpito planetario. Un nacionalismo construido en clave étnica tiene pocas posibilidades de éxito, pero también las tiene un nacionalismo civil impuesto como cultura pública. Ambos son, por necesidad, homogeneizadores; el uno mediante la criminal "limpieza étnica", el otro mediante la reclusión de la diversidad al ámbito privado.
"No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista", escribió Ortega. "Este error nace de buscar en la familia, en la comunidad nativa previa, ancestral, en el pasado, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana".
El reto de la articulación de una sociedad plural, máxime si se trata de una sociedad como la vasca, objetivamente atravesada por múltiples líneas de, diferenciación, no consiste en recuperar una homogeneidad perdida (supuesta o real) sino en construir un espacio cultural y político donde sean posibles al menos dos cosas: que toda diversidad pueda encontrar la forma de "contagiar" al conjunto sin verse reducida a la condición de mero elemento de tipismo o de objeto de museo, y que sea capaz de proponer objetivos comunes a medio plazo.
Pero no pensemos que sólo el nacionalismo vasco se ve confrontado con esta situación. Este es, también, el reto de quienes defienden una España o una Europa con posibilidades de futuro.
Pero siendo esto cierto, no es menos cierto el fracaso del proyecto ilustrado universalista a la hora de ofrecer reconocimiento. Y es que, ¿acaso no ha sido en nombre de la razón y de su universalismo como se ha extendido la dominación por parte del hombre occidental -varón, adulto, judeocristiano, blanco, rico- sobre el mundo entero, de los trabajadores a los colonizados y de las mujeres a los niños? En el fondo, el planteamiento del individualismo abstracto es una falacia: el individuo siempre resulta ser social e históricamente específico. No es abstracto sino concreto. Y la pretensión universalista de la modernidad supone el intento imposible de generalizar una determinada concreción de la persona: la correspondiente a la situación social e histórica burguesa.
No cabe duda de que, históricamente, la concepción abstracta del individuo representó un importante avance moral, un paso decisivo hacia una ética universalista. Al mismo tiempo, el abstractismo de esta concepción constituyó una grave limitación. Considerar a los individuos reales como otros tantos representantes del género humano supuso destacar determinadas características -motivos particulares, intereses, necesidades- como distintivamente humanas.
Pero cada modo de ver es también un modo de no ver; y en este caso, la visión del hombre esencialmente propietario de bienes, o egoísta, o "racional", u ocupado en lograr la máxima utilidad, equivale a la legitimación ideológica de una visión determinada de la sociedad y las relaciones humanas, y la implícita deslegitimación de otras.
Las nuevas corrientes socioculturales son en la actualidad un remolino en el que se mezclan afirmación de la diferencia y rechazo de la exclusión, apertura al mestizaje y defensa de la identidad, valoración de lo cercano y pálpito planetario. Un nacionalismo construido en clave étnica tiene pocas posibilidades de éxito, pero también las tiene un nacionalismo civil impuesto como cultura pública. Ambos son, por necesidad, homogeneizadores; el uno mediante la criminal "limpieza étnica", el otro mediante la reclusión de la diversidad al ámbito privado.
"No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista", escribió Ortega. "Este error nace de buscar en la familia, en la comunidad nativa previa, ancestral, en el pasado, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana".
El reto de la articulación de una sociedad plural, máxime si se trata de una sociedad como la vasca, objetivamente atravesada por múltiples líneas de, diferenciación, no consiste en recuperar una homogeneidad perdida (supuesta o real) sino en construir un espacio cultural y político donde sean posibles al menos dos cosas: que toda diversidad pueda encontrar la forma de "contagiar" al conjunto sin verse reducida a la condición de mero elemento de tipismo o de objeto de museo, y que sea capaz de proponer objetivos comunes a medio plazo.
Pero no pensemos que sólo el nacionalismo vasco se ve confrontado con esta situación. Este es, también, el reto de quienes defienden una España o una Europa con posibilidades de futuro.
Víctimas, verdad y reconciliación
En el libro de Antonio Tabucchi titulado La gastritis de Platón, podemos leer una interesante reflexión sobre la reconciliación y el perdón de Adriano Soffri, antiguo líder de Potere Operaio y Lotta Continua, condenado a 22 años de prisión por haber instigado, presuntamente, al asesinato en 1972 de un comisario de policía. Aplaude Soffri el hecho de que en Suráfrica haya funcionado una Comisión para la Verdad y la Reconciliación que aspira declaradamente a una vía alternativa entre Nüremberg y la conciliación de la memoria, al tiempo que lamenta que en la Italia recién salida del fascismo no ocurriera nada parecido. De aquellos polvos post-fascistas vinieron, en su opinión, los lodos de los años de plomo. La reflexión de Soffri es un profundo alegato a favor del reconocimiento de la verdad como camino hacia la reconciliación. Este es el modelo de reconciliación defendido por muchos en el País Vasco.
Partiendo del mismo ejemplo surafricano y de otros similares (Irlanda, Yugoslavia, Ruanda, todos siguiendo el modelo experimentado en Latinoamerica), Michel Ignatieff nos ofrece algunas muy consistentes razones para dudar de las posibilidades de aplicar a las sociedades humanas la máxima evangélica que dice que la verdad es una y conocerla nos hace libres. En su opinión, estas comisiones de la verdad se basan en principios epistemológicos que más parecen artículos de fe sobre la naturaleza humana: la nación no tiene varias psiques, sino una sola; la verdad no es discutible y, una vez conocida por todos, tiene la capacidad de sanar y reconciliar a las partes. Discrepa Ignatieff de esta perspectiva. Existen, como mínimo, dos verdades, una factual y otra moral, la verdad de las narraciones que cuentan lo que ocurrió y la de las narraciones que intentan explicar por qué y a causa de quién. Y continua: “La retórica de todos estos ejemplos resulta muy loable, pero la lógica no está tan clara, y no porque la justicia sea en sí misma un objetivo problemático, sino porque nada asegura que facilite la reconciliación. La idea de que la reconciliación depende de la posibilidad de compartir la verdad de los hechos no tiene en cuenta que la verdad se relaciona con la identidad. Aquello que nos parece verdadero depende, en gran medida, de lo que creemos ser; y lo que creemos ser se define en gran parte por lo que no somos. La verdad que interesa a las personas no es la factual o narrativa, sino la interpretativa o moral. Y eso se discutirá siempre en los Balcanes”. ¿También en el País Vasco?
Todos habremos leído novelas o habremos visto películas de misterio o de terror en las que la acción discurre en una casa con una habitación cerrada. Una habitación en la que, hace años, tuvieron lugar sucesos terribles. Para poder habitar la casa se insiste en la necesidad de mantener la habitación cerrada pues, en caso de ser abierta, el mal que contiene se extenderá por todo el edificio y afectará a los actuales inquilinos. En las novelas y películas la puerta de la habitación siempre acaba por abrirse. En la vida real también. Es imposible mantener cerradas las habitaciones en las que se han cometido crímenes e injusticias; es imposible ocultar para siempre cadáveres en los armarios. Más temprano que tarde, las puertas se abren y el mal del pasado inunda el presente.
No podemos pretender construir la casa vasca manteniendo una habitación permanentemente cerrada: la habitación de la violencia, la de las víctimas y los victimarios. No sé si abrir la puerta será tan positivo y liberador. Así y todo, habrá que hacerlo.
Cicerón escribió una hermosa fórmula de inmortalidad laica que podría ser el objetivo de la reconciliación: “En consecuencia también los ausentes están presentes y, cosa que es más difícil de decir, los muertos viven”. Pero, ¿cómo lograrlo? Solo sé que hemos de huir de toda tentación de reconciliaciones apresuradas (Schreiter); a pesar de que las víctimas molesten al ser un recordatorio permanente de lo que hemos hecho o hemos permitido que se haga en nuestro nombre.
Partiendo del mismo ejemplo surafricano y de otros similares (Irlanda, Yugoslavia, Ruanda, todos siguiendo el modelo experimentado en Latinoamerica), Michel Ignatieff nos ofrece algunas muy consistentes razones para dudar de las posibilidades de aplicar a las sociedades humanas la máxima evangélica que dice que la verdad es una y conocerla nos hace libres. En su opinión, estas comisiones de la verdad se basan en principios epistemológicos que más parecen artículos de fe sobre la naturaleza humana: la nación no tiene varias psiques, sino una sola; la verdad no es discutible y, una vez conocida por todos, tiene la capacidad de sanar y reconciliar a las partes. Discrepa Ignatieff de esta perspectiva. Existen, como mínimo, dos verdades, una factual y otra moral, la verdad de las narraciones que cuentan lo que ocurrió y la de las narraciones que intentan explicar por qué y a causa de quién. Y continua: “La retórica de todos estos ejemplos resulta muy loable, pero la lógica no está tan clara, y no porque la justicia sea en sí misma un objetivo problemático, sino porque nada asegura que facilite la reconciliación. La idea de que la reconciliación depende de la posibilidad de compartir la verdad de los hechos no tiene en cuenta que la verdad se relaciona con la identidad. Aquello que nos parece verdadero depende, en gran medida, de lo que creemos ser; y lo que creemos ser se define en gran parte por lo que no somos. La verdad que interesa a las personas no es la factual o narrativa, sino la interpretativa o moral. Y eso se discutirá siempre en los Balcanes”. ¿También en el País Vasco?
Todos habremos leído novelas o habremos visto películas de misterio o de terror en las que la acción discurre en una casa con una habitación cerrada. Una habitación en la que, hace años, tuvieron lugar sucesos terribles. Para poder habitar la casa se insiste en la necesidad de mantener la habitación cerrada pues, en caso de ser abierta, el mal que contiene se extenderá por todo el edificio y afectará a los actuales inquilinos. En las novelas y películas la puerta de la habitación siempre acaba por abrirse. En la vida real también. Es imposible mantener cerradas las habitaciones en las que se han cometido crímenes e injusticias; es imposible ocultar para siempre cadáveres en los armarios. Más temprano que tarde, las puertas se abren y el mal del pasado inunda el presente.
No podemos pretender construir la casa vasca manteniendo una habitación permanentemente cerrada: la habitación de la violencia, la de las víctimas y los victimarios. No sé si abrir la puerta será tan positivo y liberador. Así y todo, habrá que hacerlo.
Cicerón escribió una hermosa fórmula de inmortalidad laica que podría ser el objetivo de la reconciliación: “En consecuencia también los ausentes están presentes y, cosa que es más difícil de decir, los muertos viven”. Pero, ¿cómo lograrlo? Solo sé que hemos de huir de toda tentación de reconciliaciones apresuradas (Schreiter); a pesar de que las víctimas molesten al ser un recordatorio permanente de lo que hemos hecho o hemos permitido que se haga en nuestro nombre.
PRIMEROS PASOS
Dar los primeros pasos en la blogosfera se parece mucho a dar los primeros pasos en la vida real. Uno no sabe muy bien si el suelo le va a sostener, ni si las piernas realmente mantendrán el equilibrio. No calculamos bien las distancias y resulta inevitable acabar chocando con todos los objetos.
Pero espero que con el tiempo me ocurra lo que me ocurrió hace ya tanto tiempo: que poco a poco vaya adquiriendo soltura y confianza. Y que el resultado sea una herramienta que nos satisfaga razonablemente a todas y a todos. A quien esto escribe y a quienes se avayan acercando a este espacio, a este txoko, que ahora nace a la vida.
Pero espero que con el tiempo me ocurra lo que me ocurrió hace ya tanto tiempo: que poco a poco vaya adquiriendo soltura y confianza. Y que el resultado sea una herramienta que nos satisfaga razonablemente a todas y a todos. A quien esto escribe y a quienes se avayan acercando a este espacio, a este txoko, que ahora nace a la vida.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)