El deseo de alcanzar reconocimiento constituye un hecho antropológico fundamental. Posiblemente la irresistible fuerza de atracción ejercida por los regímenes nacionalistas, integristas y totalitarios en muchos casos, del siglo XX pueda explicarse en buena parte por el hecho de que todos ellos habían prometido a los humillados que lograrían, aunque fuera recurriendo a la fuerza, que se los reconociera: como comunidad nacional, como sociedad sin clases, como umma de los creyentes. Pero todos ellos han acabado por cumplir sus promesas negando a todos por igual dicho reconocimiento.
Pero siendo esto cierto, no es menos cierto el fracaso del proyecto ilustrado universalista a la hora de ofrecer reconocimiento. Y es que, ¿acaso no ha sido en nombre de la razón y de su universalismo como se ha extendido la dominación por parte del hombre occidental -varón, adulto, judeocristiano, blanco, rico- sobre el mundo entero, de los trabajadores a los colonizados y de las mujeres a los niños? En el fondo, el planteamiento del individualismo abstracto es una falacia: el individuo siempre resulta ser social e históricamente específico. No es abstracto sino concreto. Y la pretensión universalista de la modernidad supone el intento imposible de generalizar una determinada concreción de la persona: la correspondiente a la situación social e histórica burguesa.
No cabe duda de que, históricamente, la concepción abstracta del individuo representó un importante avance moral, un paso decisivo hacia una ética universalista. Al mismo tiempo, el abstractismo de esta concepción constituyó una grave limitación. Considerar a los individuos reales como otros tantos representantes del género humano supuso destacar determinadas características -motivos particulares, intereses, necesidades- como distintivamente humanas.
Pero cada modo de ver es también un modo de no ver; y en este caso, la visión del hombre esencialmente propietario de bienes, o egoísta, o "racional", u ocupado en lograr la máxima utilidad, equivale a la legitimación ideológica de una visión determinada de la sociedad y las relaciones humanas, y la implícita deslegitimación de otras.
Las nuevas corrientes socioculturales son en la actualidad un remolino en el que se mezclan afirmación de la diferencia y rechazo de la exclusión, apertura al mestizaje y defensa de la identidad, valoración de lo cercano y pálpito planetario. Un nacionalismo construido en clave étnica tiene pocas posibilidades de éxito, pero también las tiene un nacionalismo civil impuesto como cultura pública. Ambos son, por necesidad, homogeneizadores; el uno mediante la criminal "limpieza étnica", el otro mediante la reclusión de la diversidad al ámbito privado.
"No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista", escribió Ortega. "Este error nace de buscar en la familia, en la comunidad nativa previa, ancestral, en el pasado, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana".
El reto de la articulación de una sociedad plural, máxime si se trata de una sociedad como la vasca, objetivamente atravesada por múltiples líneas de, diferenciación, no consiste en recuperar una homogeneidad perdida (supuesta o real) sino en construir un espacio cultural y político donde sean posibles al menos dos cosas: que toda diversidad pueda encontrar la forma de "contagiar" al conjunto sin verse reducida a la condición de mero elemento de tipismo o de objeto de museo, y que sea capaz de proponer objetivos comunes a medio plazo.
Pero no pensemos que sólo el nacionalismo vasco se ve confrontado con esta situación. Este es, también, el reto de quienes defienden una España o una Europa con posibilidades de futuro.
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