Caminando durante unas horas por la Costa Quebrada, asombrado por su paisaje siempre cambiante en función de la luz y el viento, he recordado las palabras finales de Rachel Carson en su libro Bajo el viento oceánico:
"Y, mientras las anguilas seguían frente a la costa, en el mar de marzo, esperando el momento de adentrarse en las aguas de tierra, el océano también seguía incesante, esperando el momento en el que, de nuevo, traspasaría la llanura costera, subiría por las laderas y chapaletearía en las bases de las cordilleras. Igual que la espera de las anguilas frente a la bocana de la bahía no era sino un interludio en una vida larga llena de constantes cambios, la relación del mar, la costa y las cordilleras era también un instante del tiempo geológico. Porque, una vez más, la erosión infinita del agua desgastaría las montañas y se las llevaría, convertidas en limo, hasta el mar, y, una vez más, toda la costa volvería a ser agua, y los lugares donde se asentaron pueblos y ciudades retornarían al mar”.