
La película Los
domingos, de Alauda Ruiz de Azúa, constituye una de las aproximaciones más
sugerentes al fenómeno religioso en el cine contemporáneo. En un contexto
cultural fuertemente secularizado, donde la experiencia de la fe suele
interpretarse exclusivamente en clave psicológica o sociológica, la película
plantea una pregunta tan incómoda como inesperada: ¿y si lo que parece una
crisis interior o una búsqueda desesperada de sentido fuera, en realidad, una
llamada? Esta ambigüedad -entre el vacío existencial y la vocación religiosa-
estructura una posible lectura del filme y de su protagonista, Ainara, en una
sociedad que ha perdido el lenguaje de lo trascendente. En una sociedad
secularizada, en la que la experiencia religiosa se percibe como un síntoma (de
carencia, de fragilidad, de manipulación) y no como un acontecimiento que
irrumpe y reclama una respuesta radical, la película se atreve a situarse justo
en ese filo: el que separa la necesidad humana de sentido del encuentro con un “Otro”
que oferta ese sentido.
Lo que propongo a
continuación es mi propia lectura de una obra compleja y abierta a diversas
interpretaciones. Lo hago en un ejercicio consciente de conocimiento situado
con el objetivo de contribuir a la conversación abierta por Alauda Ruiz de Azúa.
AVISO PARA QUIENES NO LA HAN VISTO: En este comentario hablo abiertamente sobre la trama de Los domingos, así que puede arruinarte algunas sorpresas. Si no la has visto, te invito a hacerlo primero -vale la pena- y luego volver por aquí.
El contexto familiar y el eco de un vacío
El entorno de Ainara se
sitúa en una cotidianidad reconocible y al mismo tiempo opresiva: una familia herida
desde la pérdida de la madre, marcada por el silencio afectivo y por la
imposibilidad de comunicación profunda. Esa madre, cuya presencia se mantiene a
través de objetos y actos significantes -la medalla de la Virgen que entregó a
Ainara con la promesa de su protección, la celebración de la primera comunión
de la hermana mediana, la participación del padre comulgando en la misa-,
encarna una religiosidad que el resto de la familia interpreta
retrospectivamente como desequilibrio. En ese marco, la inquietud espiritual de
Ainara parece, a primera vista, una reedición de aquella “locura materna” y una
reacción a un malestar familiar y personal. Sin embargo, la película se resiste
a confirmar esta interpretación: lo que para unas es manipulación o alienación,
para otras puede ser una irrupción de lo sagrado.
La especificidad de Los
domingos reside precisamente en la forma que adopta esa experiencia de fe. La
película no presenta cualquier tipo de conversión -ni una religiosidad
emocional ni un retorno simbólico a las raíces-, sino la más radical y culturalmente incomprensible de las vocaciones: la vida
monástica de clausura. En el horizonte de la modernidad tardía, cuando
la identidad se define por la autonomía y la autoafirmación, la clausura
representa su negación más absoluta: el abandono del mundo, del cuerpo social,
de la palabra pública y del deseo de autorrealización. Por ello, el gesto de
Ainara no solo desconcierta a su entorno, sino también a la espectadora y al
espectador. Su opción no se puede justificar solo desde las categorías de la
psicología o la sociología, porque supone un salto cualitativo hacia un orden
de sentido que no se deja traducir plenamente en términos modernos.
El título, Los
domingos, tiene un valor simbólico fundamental. El domingo es, en la
tradición cristiana, el día del Señor, pero también el día familiar por
excelencia, asociado al descanso y la convivencia. Alauda Ruiz de Azúa
superpone ambas dimensiones y las lleva al límite: Ainara debe elegir entre la
fidelidad a su familia, ya desgarrada y sin centro, y la fidelidad a una voz
interior que percibe como llamada irrenunciable. En esa elección, el domingo se
transforma, deja de ser el día de lo doméstico para recuperar su dimensión
sacra, la irrupción de lo divino en el tiempo ordinario. Y la clausura, en ese
sentido, puede entenderse como el cumplimiento último del domingo: la
suspensión radical del tiempo profano para habitar el tiempo de Dios.

En este contexto el personaje de Maite, la tía agnóstica
que intenta hasta el final evitar que Ainara tome una decisión que considera
profundamente errada, introduce una tensión decisiva. Maite representa la
mirada moderna, ilustrada y racional, convencida de que la libertad consiste en
experimentar el mundo: estudiar, viajar, amar, equivocarse. Es una mirada que
cualquiera de nosotras y nosotros, quienes vemos la película, no tenemos
problemas para entender. Su preocupación por Ainara nace del afecto y de una
legítima sospecha de que la joven está siendo objeto de una forma de control
sectario. De este modo, Maite pone sobre la mesa una cuestión esencial: la
necesidad de discernir entre la vocación auténtica y la manipulación emocional.
Desde su perspectiva, la llamada que experimenta su sobrina podría
interpretarse como una respuesta desesperada (y equivocada) a la pérdida
materna y a la falta de comunicación afectiva en su entorno.
La dolorosa tensión entre
Maite y Ainara expresa la tensión entre dos modelos de sentido: uno que concibe
la libertad como autonomía, y otro que la entiende como obediencia a una voz
que trasciende el yo. La directora no resuelve la ambigüedad, permitiendo que
la espectadora o el espectador se sitúen en un espacio abierto entre la
explicación psicológica y la posibilidad teológica.
Una crisis contemporánea de sentido
En Los domingos, Alauda Ruiz de Azúa sitúa la experiencia religiosa de
Ainara en el corazón de una crisis contemporánea de sentido. Su aparente
“vocación” puede entenderse no como un hecho aislado ni como un simple gesto de
fe individual, sino como la manifestación de un malestar colectivo muy actual.
En un mundo donde los vínculos se han debilitado, donde la identidad se
fragmenta y las certezas se disuelven, el impulso religioso reaparece no tanto
como continuidad estricta de una tradición, sino como respuesta al vértigo de
la intemperie moderna. En este contexto, la película plantea una de las
preguntas más hondas del presente: ¿de dónde nace la necesidad de creer en un
mundo que parece haber agotado sus relatos de sentido? La historia de Ainara -una
joven desorientada que, tras la muerte de su madre, busca en un convento de
clausura la promesa de plenitud- trasciende la esfera individual para
convertirse en una radiografía de la experiencia espiritual contemporánea. Su vocación
no puede comprenderse sin situarla dentro del contexto sociológico de una
modernidad caracterizada por el desarraigo y la fragilidad de los vínculos.

En una época de
“modernidad líquida”, marcada por la precariedad de las relaciones, la
inestabilidad identitaria y la constante obligación de reinventarse, los
individuos buscan desesperadamente anclajes que les devuelvan estabilidad y
pertenencia. En este escenario, el sujeto moderno se ve obligado a gestionar en
soledad el peso de su libertad. La religión, que antaño ofrecía un marco de
estabilidad simbólica, se disuelve, pero su ausencia deja un vacío que no tarda
en manifestarse como malestar. Ainara encarna ese deseo de detener el flujo, de
hallar una estructura que dé forma a lo que la vida exterior ha desbordado. Su
búsqueda es una tentativa de reconstruir un suelo firme en medio de la
intemperie existencial. El convento, con sus reglas y su ritmo previsible,
ofrece lo que el mundo contemporáneo niega: silencio, límite, sentido,
resonancia. El convento representa una forma de resistencia frente a la
liquidez: un espacio de reglas, límites y silencio que contrasta con la
dispersión y el ruido del mundo exterior. Es un enclave de lentitud y
recogimiento frente a la saturación de estímulos que define nuestro tiempo.
Pero habitamos una “era
del yo secular”, un tiempo en el que el individuo ya no vive en un horizonte de
trascendencia compartido, sino en una esfera cerrada de sentido personal. En
ese vacío de referencias, la creencia religiosa reaparece no como herencia o
tradición, sino como elección estrictamente individual: pasamos de la
“confesión” a la “preferencia” religiosa. Sin embargo, ese cambio no elimina el
deseo de lo absoluto, lo intensifica. En una cultura donde todo se relativiza,
la necesidad de creer se vuelve una necesidad ontológica. Ainara no entra al
convento porque crea en Dios de manera tradicional, sino porque intuye que solo
en ese espacio puede reencontrar algo absoluto, algo que trascienda la
fugacidad de su vida. Su gesto expresa un anhelo de plenitud que sobrevive
(¿que se intensifica?) en las sociedades secularizadas.
Desde esta perspectiva,
la experiencia religiosa en Los domingos
es doble: por un lado, puede verse como una auténtica apertura al misterio; por
otro, como un gesto de autoprotección, una búsqueda de seguridad emocional en
un mundo desestructurado. La película no resuelve esa ambigüedad, de manera que
la vocación de Ainara puede leerse como un fenómeno ambivalente. En parte,
responde a un impulso genuino de trascendencia; pero también es un síntoma de
la crisis del presente, de la necesidad de refugio ante la descomposición de
los vínculos y la pérdida de referentes. La elección de Ainara se sitúa en ese
umbral entre la fe y la terapia, entre la entrega y la búsqueda de contención
emocional. ¿Huida del mundo o intento de habitarlo de otro modo? Alauda Ruiz de
Azúa presenta, en última instancia, una fe sin certidumbres, una apertura
silenciosa que devuelve a la espectadora una pregunta esencial: ¿qué significa
creer cuando el mundo ya no sostiene nuestras creencias? ¿Qué buscamos cuando
buscamos o decimos buscar a Dios? La respuesta no está en la doctrina ni en la
psicología, sino en ese territorio incierto donde la necesidad de sentido se
cruza con la fragilidad humana, territorio donde persiste la religión no como
un residuo del pasado, sino como una forma -a veces perturbadora, a veces
luminosa- de resistencia ante la intemperie del presente.
En ese punto de
equilibrio, la película permite y exige una reflexión sociológica profunda sobre el contexto en que surgen las
experiencias religiosas hoy, en un mundo de vínculos debilitados, de
incertidumbre existencial y de deseo de pertenencia. Solo a partir de ese
análisis puede discernirse si la vocación de Ainara responde a una auténtica
llamada o a una búsqueda de seguridad en un entorno desestructurado.
La orden de las
“betinas”: entre clausura y libertad
En Los domingos,
las monjas de clausura con las que se relaciona Ainara pertenecen a una
congregación ficticia: las “betinas”.
Aunque inexistente en la realidad, esta denominación resuena con ecos de dos
órdenes históricas: las benedictinas,
pilar del monacato occidental, y las beguinas,
comunidades femeninas semirreligiosas que florecieron en Flandes durante el
siglo XII. La elección del nombre no parece casual: se sitúa entre la
obediencia monástica y la libertad mística, entre el voto perpetuo y la
búsqueda interior.

El vínculo con las benedictinas se percibe en la
estructura del convento: el silencio, la rutina orante, la jerarquía
establecida. Sin embargo, algo en las betinas está desplazado, ligeramente
fuera de lugar. Son como una copia que conserva la forma, pero no del todo el
sentido; una versión imaginaria de la clausura que permite a la directora mirar críticamente la institución sin
nombrarla directamente. La clausura se muestra como un espacio de tensión entre
fe y deseo, obediencia y disidencia.
La referencia a las beguinas, por su parte, abre otra
lectura: aquellas mujeres medievales que, sin pertenecer formalmente a una
orden, optaron por una vida de oración y trabajo comunitario sin renunciar a su
autonomía. En las betinas de la película parece latir esa espiritualidad libre y femenina, una
mística que busca la trascendencia sin mediaciones masculinas ni estructuras
rígidas. En este contexto, la frase que las monjas repiten en dos ocasiones -“Rezamos las unas por las otras”- adquiere
un peso central: es una afirmación de vínculo, de interdependencia y de cuidado
mutuo en un entorno regido por la soledad y la obediencia. Es verdad que también
puede leerse como una plegaria ambigua,
pues ese “rezar” puede entenderse como gesto de amor o como forma de vigilancia
espiritual. La película mantiene esa ambivalencia abierta: ¿se rezan las unas
por las otras como hermanas o como guardianas?
Así, el nombre “betinas”
se convierte en un símbolo de frontera.
No designa una institución concreta, sino una posición existencial: la de
quienes viven entre el adentro y el afuera, entre la devoción y la rebeldía. La
película también interroga el sentido
contemporáneo del recogimiento; en un mundo saturado de ruido y
exposición, pero también de necesidades y compromisos, ¿puede la clausura
seguir siendo un camino hacia la libertad?
Dos experiencias en forma de canción: del amor que ruega al amor que
suelta
La banda sonora de Los domingos traza un recorrido
emocional que va del ruido del mundo a la intimidad de la confesión. La película
se abre con Quédate de Bizarrap y
Quevedo, una canción de deseo y urgencia que irrumpe como una provocación
sonora en el contexto del convento. Su ritmo profano y su súplica -“quédate que
la noche sin ti duele”- marcan el punto de partida: el anhelo de permanencia y
la dificultad de separar lo espiritual de lo corporal.
A partir de este inicio, la
música coral cumple una función decisiva: no es un simple acompañamiento
sonoro, sino otro hilo conductor emocional de la película. Los himnos y salmos
que entonan las monjas (ese maravilloso Ave
Verum…) pero, sobre todo, las canciones que interpreta el coro en el que
participa Ainara, actúan como un lenguaje alternativo capaz de expresar aquello
que los personajes no pueden decir con palabras. Destacan dos piezas que
estructuran el relato como un díptico de amor y desprendimiento: Into My
Arms de Nick Cave y Aitormena de Hertzainak. Ambas canciones, tan
distintas en tono, idioma y origen, conversan como dos plegarias que enmarcan
el proceso interior de Ainara y las tensiones morales que recorren la historia.
La interpretación de Into
My Arms aparece cuando Ainara aún vive con su familia y la posibilidad de
su vocación religiosa comienza a insinuarse. La canción se abre con una negación que es a la vez una súplica:
“I don’t believe in an interventionist God”. Cave niega el Dios que interviene,
pero implora a ese mismo Dios que proteja a quien ama. En Los domingos,
la interpretación coral de esta canción
se convierte en el verdadero corazón simbólico del relato. La canción
articula, desde su tono de oración escéptica, las tensiones que atraviesan a
Ainara y a quienes la rodean: la búsqueda de sentido frente a la
desorientación, la fe frente al deseo de control, el amor que deja ser frente
al que retiene. El narrador de la canción -que confiesa no creer en un Dios
intervencionista, pero aun así le ruega que no influya sobre la persona amada-
expresa la paradoja que también viven los personajes: todas y todos quieren
proteger a Ainara, pero al hacerlo la transforman en objeto de disputa:
No
creo en un Dios intervencionista,
pero sé, cariño, que tú sí crees.
Y si lo hiciera, me arrodillaría y le rogaría
que no interviniera en ti,
que no apartara su mirada de ti,
que dejara que siguieras tu propio camino.
La poderosa letra de Nick
Cave -esa oración escéptica en la que alguien que no cree en Dios le pide, sin
embargo, que no toque ni cambie a la persona amada- encarna de manera casi
exacta el conflicto central de la película. Ainara se encuentra dividida entre
una búsqueda espiritual que percibe como auténtica y la presión de su entorno,
que la interpreta como desorientación o como producto de una influencia
externa. Su familia, aunque la quiere, no logra distinguir entre acompañarla y
retenerla. Actúan movidas por el amor, pero también por el miedo: miedo a
perderla, a no entenderla, a que su elección signifique una renuncia a ellas y ellos.
En ese sentido, Into My Arms funciona como un espejo de ese amor
ambivalente: el deseo de cuidar sin controlar, de proteger sin decidir por la
persona a la que amamos.
El padre de Ainara,
Iñaki, encarna mejor que nadie esa tensión. Su silencio a lo largo de la
película, su resistencia a pedirle que se quede, lo sitúan en la posición del
narrador de la canción de Cave: alguien que ama sin fe, pero que comprende que
la única forma de amar es no intervenir. Pero es fácil que su actitud sea leída
como mero pasotismo. Frente a él, el tío Pablo y la tía Maite representan la
reacción más humana y desesperada: exigir un gesto que detenga lo inevitable.
La escena en la que Pablo, con tono entre paródico y dolido, reza pidiendo que
Dios no se la lleve, traduce en clave cómica la misma plegaria de Into My
Arms: la súplica de que lo divino no interfiera en lo que amamos. Sin
embargo, la película muestra que esa petición es inútil. Ainara ya ha elegido y
ni la fe ni la familia pueden decidir por ella. Así, cuando Ainara se marcha y
su padre guarda silencio ante el grito desgarrador de Maite -“¡Dile que se
quede!”- podemos abrirnos a entender que su silencio no es apatía, sino un acto
de amor en el sentido más puro y trágico. Los domingos encuentra, en esa
tensión entre la fe y la libertad, entre la plegaria y el silencio, su núcleo
ético y emocional. Into My Arms resume esa paradoja con una sencillez
devastadora: solo quien aprende a dejar ir puede realmente abrazar.

Por su parte, la
presencia de Aitormena de Hertzainak
en el momento en que Ainara toma
los hábitos funciona como contrapunto y
espejo. Si la canción de Nick Cave refleja el conflicto entre la fe y el amor posesivo, Aitormena
articula el paso siguiente: la renuncia,
el desprendimiento consciente,
el reconocimiento de que amar también implica soltar antes de destruir. La letra es la confesión de alguien que reconoce
que la relación ha llegado a su fin, no por falta de amor, sino porque el tiempo, la rutina y la vida misma
han erosionado algo esencial.
Ez
dira betiko garai onenak / azken finean gizaki hutsak gara.
(“No son los mejores
tiempos de siempre / al fin y al cabo somos meros seres humanos”).
Se asume que el amor fue
verdadero (“aitortzen dut izan zarela ene bizitzaren onena” -“confieso
que has sido lo mejor de mi vida”), pero que es preciso separarse antes de degradarlo (“maitia, lehen baino
lehen aska gaitezan” - “amor, liberémonos cuanto antes”). Es una canción de madurez emocional, en la
que se reconocen los límites de lo humano y la necesidad de dejar ir antes de
convertir el afecto en prisión. Que el coro la cante cuando Ainara toma los hábitos no puede ser
casual. La letra, en ese contexto, funciona en varias capas simultáneas. Desde
el punto de vista de Ainara, es una despedida de su vida anterior, de su
familia, de su juventud. No se trata de una huida, sino de una aceptación de
que algo se ha agotado y de que su camino vital exige una ruptura:
Ez dakigu non dagoen hoberena. Bila dezagun beste
lekuetan.
(“No sabemos dónde está lo mejor. Busquémoslo en otros lugares”).
Desde
la perspectiva de la familia, la
canción se puede escuchar como la respuesta que nunca recibieron: la
declaración que explica sin justificar, que dice “os quiero, pero tengo que
irme”. Y cuando el coro canta (en plural) “maitia, lehen baino lehen aska
gaitezan” (“amor, liberémonos cuanto antes”) sugiere que la ruptura no
pertenece solo a Ainara, sino a toda su familia: todas y todos deben aprender a soltarse mutuamente.
Así, lo que en Into My
Arms era súplica y temor se convierte ahora en aceptación. La película traza, entre ambas canciones, un recorrido
espiritual: del deseo de intervención al reconocimiento del límite, de la
oración impotente a la confesión lúcida, del amor que retiene al amor que
libera. Si Into My Arms expresaba la voz de quien teme perder, Aitormena
expresa la de quien se va y reconoce que separarse también puede ser un acto de
amor. En la canción de Hertzainak no hay rencor ni dramatismo, sino lucidez y renuncia
serena. El contraste entre ambas canciones revela también la madurez de la
mirada de la película, que no juzga la fe ni la ausencia de fe, la vocación
religiosa ni la vida laica, sino que pone en juego es la dificultad de amar sin
apropiarse de la otra, del otro. En ese sentido, la película traza un recorrido
que podría describirse como un aprendizaje del amor sin posesión: del impulso
de retener a la serenidad de soltar.
Cuando el coro entona Aitormena
y Ainara desaparece tras los muros del convento, lo que resuena no es solo la
historia de una joven que se separa de su familia, sino la constatación de que toda relación humana está atravesada por la
pérdida. La película encuentra ahí su verdad más íntima: que el amor, en
todas sus formas -familiar, espiritual, o romántico-, es siempre un aprendizaje
de la renuncia. La música de Cave y de Hertzainak, traducidas al registro coral
de la trama, hacen visible esa paradoja: de la súplica a la confesión, del
miedo al desprendimiento, Los domingos narra cómo aprender a dejar ir
puede ser, paradójicamente, la forma más profunda de amor.
Ruptura y filiación: la dimensión evangélica del
desarraigo
La ruptura o
distanciamiento del núcleo familiar es un motivo recurrente en los relatos de
conversión religiosa y simboliza el paso de una identidad “natural” (la que se
hereda por sangre, cultura o costumbre) a una identidad “espiritual”, elegida
libremente y fundada en una nueva pertenencia. La separación de Ainara, tanto
de su familia como del mundo exterior, repite un patrón arquetípico: la ruptura
inicial no es mero abandono, sino rito
de paso. Al cortar con los lazos familiares, la protagonista abre el
espacio simbólico para una nueva pertenencia espiritual.
En los relatos
evangélicos, la conversión comienza siempre con una ruptura: dejar la casa, el
oficio, los padres, los hermanos. Cuando Jesús llama a sus discípulos, ellos
abandonan las redes y la familia para seguirle; cuando redefine la filiación
(“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen”), está trazando el gesto inaugural de toda experiencia religiosa: romper con el linaje natural para acceder a
un linaje espiritual. Esa separación no implica desprecio por la
familia, sino un tránsito simbólico: el paso de una identidad heredada a una
identidad elegida, de la sangre al espíritu.
Se presentaron donde él su madre y sus hermanos,
pero no podían llegar hasta él a causa de la gente. Le anunciaron: «Tu madre y
tus hermanos están ahí fuera y quieren verte». Pero él les respondió: «Mi madre
y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 19-21).
En Los domingos,
Ainara encarna esa misma tensión en clave contemporánea: la conversión como reconfiguración
de pertenencias, la fe como salida de casa, como desarraigo necesario para la posibilidad de un nuevo arraigo.
En las escenas
domésticas, la cámara se mantiene próxima, los encuadres cerrados y el sonido
apagado transmiten una sensación de estancamiento, de vida detenida, y Ainara
se muestra siempre retraída, como ausente. En contraste, el convento se filma
con planos más abiertos y silencios más largos: el espacio de clausura se vuelve paradójicamente el lugar de la apertura.
Esta inversión visual -el mundo cerrado que libera, el exterior que oprime-
refuerza la dimensión simbólica del desarraigo: el corte con lo familiar no es
una huida, sino un camino de revelación. El convento ofrece esa estructura
sustitutiva: una comunidad ordenada, estable, donde las relaciones se redefinen
a partir de un propósito común. Ainara no busca simplemente creer, sino volver a habitar un mundo coherente.

Los domingos reactualiza, así, un motivo ancestral: la fe
como salida de casa, el desarraigo como condición de arraigo. En el silencio
del convento, la ruptura se vuelve camino; en la soledad, se abre la
posibilidad de una nueva comunión. La película revela que, incluso en un tiempo
secularizado, la espiritualidad sigue ligada al gesto originario de toda
conversión: dejar atrás lo conocido
para nacer a una nueva forma de pertenencia.
El rezo y la firma: dos liturgias del adiós
En el tramo final de Los
domingos, la relación entre Ainara y Maite alcanza una intensidad extrema.
Si hasta ese momento la tía había encarnado la voz del escepticismo, la que no
acepta que una adolescente desperdicie su vida tras una ilusión espiritualista,
la escena en la que intenta retenerla es también la de una mujer movida por un
amor desesperado, que no distingue entre cuidar y dominar. El gesto de Maite al
sujetarle el rostro a Ainara es el gesto de quien quiere salvarla a la fuerza,
devolverla al terreno firme del mundo, mantenerla en casa. Pero lo que la
película muestra con enorme sutileza es que ese gesto de amor se ha vuelto
violento: Maite no puede aceptar la alteridad de Ainara, su decisión, su fe.
El movimiento de
respuesta de Ainara al retirar suavemente las manos de su tía y responderle con
un simple “Rezaré por ti”, es de una fuerza devastadora. No solo porque
invierte los papeles –la joven creyente ofreciendo consuelo a la adulta incrédula-,
sino porque condensa todo el recorrido emocional de la película en un solo
gesto: la renuncia al enfrentamiento, la aceptación de la incomprensión. Ainara
no discute ni se defiende, no trata de convencer: responde con compasión con un gesto que, es cierto, puede interpretarse
en su exterioridad como expresión de desprecio. Pero esa compasión no
tiene nada de altanera, es tan humilde como firme. “Rezaré por ti” no suena a
sentencia, sino a acto de amor en el único lenguaje que les queda.
En ese instante, la
tensión entre ambas mujeres hasta entonces tan unidas -una que no puede creer y
otra que no puede dejar de hacerlo- se resuelve en un silencio de enorme
densidad simbólica. Ainara ya pertenece a otro mundo, no porque haya sido capturada
por una institución, como piensa Maite, sino porque ha dado un paso interior
que las demás no logran seguir. Y Maite, en su desesperación, representa el
dolor de quien ama y no puede aceptar que el amor no baste para retener a la
persona amada.
La escena posterior, en
la notaría, traduce ese conflicto íntimo en un acto absolutamente radical,
sacrificial, casi en un exorcismo. Desheredando a su hermano y a su sobrina, Maite
intenta dar forma a su ruptura interior con ellos, convertir el dolor en una decisión definitiva. Pero la película,
con gran precisión visual, impide que ese gesto se lea como simple venganza: la
puesta en escena la muestra en un espacio frío, burocrático, que contrasta con
el fervor de la ceremonia religiosa que se intercala en montaje paralelo.
Mientras Ainara se postra en la iglesia, con el rostro contra el suelo y los
brazos en cruz, Maite firma los documentos que la separan legal y vitalmente de
ella. El montaje une dos actos de renuncia que son, en realidad, versiones
especulares de un mismo movimiento: Ainara renuncia al mundo; Maite renuncia a
Ainara.
La sincronía entre ambas
acciones amplifica el sentido trágico de la historia. La película convierte esa
simultaneidad en una imagen total de la
separación, una doble liturgia que revela que ambas, en el fondo, están intentando
dar forma a una pérdida insoportable. En una mirada fugaz, cuando Maite
desciende por las escaleras de la notaría, parece observar desde arriba la realidad
que está ocurriendo en el convento, como si la distancia física se disolviera
en una especie de visión compartida. Esa imagen, casi onírica, une a las dos
mujeres más allá de la ruptura: Maite contempla, sin saberlo, la consagración
de su sobrina; Ainara, desde su postración, ofrece su entrega no solo a Dios,
sino también a quienes deja atrás.

En ese cierre la película
alcanza una intensidad emocional que trasciende cualquier discurso religioso.
Lo que se pone en juego no es la verdad o falsedad de la fe, sino la dificultad
humana de aceptar que el amor no puede salvarlo todo. Maite y Ainara son dos
caras de una misma experiencia: la del amor que se quiebra al enfrentarse con
la libertad de la otra persona. La película cierra así su movimiento musical:
del Into My Arms inicial, donde el amor pide sin poder intervenir, al Aitormena
final, donde el amor confiesa y se despide. Entre ambas canciones se despliegan
los gestos de Maite y Ainara, que al final se responden sin palabras: la una
rezando, la otra desheredando, ambas intentando sobrevivir a la pérdida. En su
contraste -la fe que ora silenciosamente, la incredulidad que firma y afirma-, Los
domingos encuentra su verdad más dolorosa: que la separación es, a veces,
la única forma posible de amor.
Epílogo. El domingo como metáfora del misterio
Si Los domingos se
limitara a narrar el caso el de una joven perdida que busca sentido tras la
muerte de su madre sería un retrato íntimo y quizá sensible, pero no
especialmente original. Lo que le confiere resonancia es la forma en que convierte esa experiencia
privada en un espejo de una inquietud colectiva, muy contemporánea: la
búsqueda de propósito en una época marcada por la incertidumbre, la desconexión
emocional y la necesidad de silencio o trascendencia en medio del ruido.
Con estilo sobrio y mirada
empática Alauda Ruiz de Azúa consigue conversar con el anhelo de sentido que sigue atravesando a muchas espectadoras y
espectadores. Por eso la película resuena más allá de la trama: habla del deseo de encontrarnos (o reencontrarnos)
con algo esencial, aunque no sepamos bien qué, y lo hace con una
sinceridad poco frecuente. La
directora no explica ni defiende la elección de Ainara, simplemente la
muestra en su radicalidad. En ello reside su audacia: representar la
posibilidad de una vocación absoluta en un contexto social que considera la fe
como un residuo del pasado. La película no se pregunta si Ainara está loca o
iluminada, sino si todavía puede hablarse de llamada -de una palabra esencial
que proviene de Otra, de Otro- en un mundo que ha sustituido la trascendencia
por la psicología, si cabe aceptar que hay un misterio en juego: el de una
adolescente que, en medio del ruido y el desencanto, escucha una voz que podría
ser la de Dios… o la de su propio vacío. Pero precisamente en esa incertidumbre
reside la densidad de la película. Si reducimos su experiencia a manipulación o
trauma, la película se disuelve en psicologismo; si dejamos abierta la
posibilidad de la llamada, entonces se convierte en una parábola de nuestro
tiempo: la de un mundo que ha olvidado cómo escuchar y vivir el domingo, un
tiempo consagrado que interrumpe la productividad y el ruido, que suspende el
yo para abrirlo a lo que no se elige. La clausura de Ainara es la forma extrema
de esa interrupción y a través de ella tenemos la oportunidad de contemplar el
misterio de una elección que solo puede comprenderse desde la pregunta que
vertebra toda experiencia religiosa: ¿qué ocurre cuando alguien es llamada en
un mundo que ya no cree en las llamadas?
En última instancia, Los
domingos puede leerse como una reflexión sobre la posibilidad de lo sagrado en un mundo sin certezas. La película no
afirma la existencia de Dios, pero tampoco la niega; lo que pone en escena es
la persistencia del impulso religioso -la necesidad de dotar de sentido, de
trascendencia, de consuelo- incluso entre quienes han dejado de creer. La
película deja así suspendida la pregunta por Dios y responde, en cambio, con
una certeza más terrenal y más difícil: que en el acto de dejar (y dejarnos) ir,
en la interrupción radical, puede residir una apuesta de fe; la posibilidad de
que, en un mundo que no ha dejado de esperar, todavía pueda escucharse una
llamada.