sábado, 15 de noviembre de 2025

Onitsha

J.M.G. Le  Clézio
Onitsha
Traducción de Alberto Conde
Tusquets, 2008 

"Fintan no quería concederse descanso alguno. Quería verlo todo, guardarlo todo, para los meses, los años venideros. cada calle de la ciudad, cada casa, cada tienda del mercado, los telares, los cobertizos del Wharf. Quería corres descalzo, sin parar, como el día en que Bony lo llevó hasta el borde del precipicio, a la gran piedra gris desde la que vio el barranco y el valle del rio Mamu. Quería conservar la memoria de todo, de por vida. Cada habitación de Ibusun, cada señal en las puertas, el olor a cemento fresco de la habitación de paso, la alfombra de los escorpiones, el limero del jardín con sus hojas enjaretadas por las hormigas, el vuelo de los buitres en cielo tormentoso. De pie en la veranda miraba los relámpagos. A la espera del fragor del trueno, como al día siguiente de su llegada. No podía dejar nada en el olvido".


Una novela sensible, atmosférica, que se despliega como un largo viaje hacia la memoria, la infancia y la desmesura del mundo colonial. Es un libro que se lee casi como un sueño: en sus páginas la realidad se mezcla con la fábula, y el paisaje húmedo y vibrante de la ribera del Níger parece absorber a los personajes, empujándolos hacia un destino que no siempre comprenden.

La historia comienza con la travesía de un niño de doce años, Fintan, que en 1948 abandona Francia junto a su madre para reencontrarse con un padre ausente en la remota Onitsha, una ciudad comercial y portuaria nigeriana en el estado de Anambra, que, ya desde las primeras descripciones, aparece teñida por la nostalgia y la ambigüedad. Le Clézio convierte ese viaje en un rito de iniciación: el barco, los puertos intermedios, las miradas furtivas de otros viajeros, el calor creciente… todo prefigura un tránsito no solo geográfico sino emocional. Fintan entra en África con los ojos, el corazón y la mente abiertas, dispuesto a dejarse afectar por un mundo que para los adultos -prisioneros de sus obsesiones, miedos y prejuicios coloniales- resulta demasiado complejo.

El reencuentro familiar no trae armonía. Geoffroy, el padre, vive atrapado en una obsesión histórica -la leyenda de la reina de Meroe, el eco de civilizaciones perdidas que él intenta reconstruir que funciona como metáfora de su incapacidad para habitar el presente. La madre, Maou, observa ese delirio con una mezcla de ternura y desazón, mientras intenta sostener una vida doméstica en un entorno marcado por la violencia latente del colonialismo. La mirada de Le Clézio sobre este mundo muestra las tensiones raciales, la injusticia de las jerarquías coloniales, la incomodidad de quienes intuyen que su presencia allí se funda en una usurpación.

A través de Fintan, la novela recupera un modo de ver que roza lo mítico: la amistad con los niños africanos, el descubrimiento del río como una fuerza viva, la sensación de que la verdad del lugar reside más en las historias locales que en los discursos “civilizadores” europeos. El contraste entre la imaginación infantil y la rigidez desesperada del padre mantiene el relato en una vibración constante. El África de Onitsha no es un decorado exótico, sino un espacio que transforma y, al mismo tiempo, es desgarrado por la historia.

Cuando la narración avanza hacia su tramo final, la novela abre una grieta hacia el futuro: la sombra de la guerra de Biafra, en 1968, se proyecta sobre los destinos de los personajes y sobre el territorio mismo. Le Clézio no convierte su obra en una crónica bélica, pero sí anuncia la devastación que está por venir, devastación cuyo símbolo más sobrecogedor sería la hambruna masiva y su rostro infantil más reconocido, el kwashiorkor: esos cuerpos de niñas y niños hinchados por la desnutrición extrema, convertidos en emblema de un conflicto que el mundo solo miró cuando ya era tarde. La aparición de estas referencias no es un apéndice histórico, sino el cierre orgánico de una novela atravesada por la fragilidad de las vidas coloniales y por la violencia estructural que las sostenía. La infancia luminosa de Fintan, los paisajes del Níger, las leyendas antiguas y los delirios de los colonizadores quedan así reconfigurados a la luz de una catástrofe que convierte la memoria en duelo.

No hay comentarios: