Acaban de comunicármelo: hace unas pocas horas ha fallecido Ada.
Esta mañana, en la tertulia de Radio Popular-Herri Irratia, Koldo mostraba su incomodidad por el hecho de que tras la brutal agresión sufrida por Ada, su rostro había aparecido profusamente en todos los medios de comunicación, contraviniendo cualquier principio de confidencialidad, anonimato o respeto a la intimidad. Entiendo su perspectiva y la valoro sobremanera, especialmente porque es la perspectiva de un profesional de la comunicación capaz de mirar críticamente a su profesión.
Pero yo decía esta mañana que la exhibición pública de la imagen de Ada -exhibición realizada por sus propias compañeras y compañeros, compatriotas o no, pero personas cercanas a ella- podía interpretarse, y así lo hacía yo, como un acto de reivindicación de la humanidad de Ada, de su personalidad completa, en absoluto reducible a la condición de inmigrante, mucho menos de prostituta, ni siquiera de víctima.
La foto más conocida de Ada, esa en la que aparece con una pose perfectamente estudiada, tan hermosa con su cuidado peinado, elegantemente vestida, es la imagen de una mujer joven plena de vida, con todo un futuro por delante, dispuesta a afrontarlo, con todo el derecho a vivirlo en plenitud,como cualquiera de nosotras, como cualquiera de nosotros.
Pero Ada se ha visto obligada a vivir en la vulnerabilidad más radical, en esa tierra de nadie que es la patria de quienes se ven privadas de sus derechos fundamentales por los nacionalismos de Estado y su discriminación entre ciudadanos y habitantes. Antes de ser asesinada ya había sido privada de su derecho a la salud, de su derecho al trabajo, de sus derechos políticos.
Sólo la cercanía de compañeras y amigos y la preocupación atenta y constante de organizaciones como Askabide han mantenido en pie esos mínimos de socialidad y empatía que nos vinculan como seres humanos.
Invisibilizada por ser prostituta, por ser negra, por ser mujer, por ser inmigrante, la exhibición pública de su imagen es, en mi opinón, un acto de afirmación de su auténtica condición: la de un ser humano cuyo derecho a tener derechos (Hannah Arendt) no debería haber sido violado de ninguna manera, ni con su asesinato -por supuesto- ni con su exclusión de la comunidad sociopolítica que conforma la ciudadanía bilbaína, vasca o española.
Como señala Étiene Balibar, Arendt desarrolla sus concepción de unos derechos humanos universales desligados de la siempre restrictiva ciudadanía nacional en el último capítulo de la segunda parte de los Orígenes del Totalitarismo, en el que aborda la "decadencia de la nación estado y el final de los derechos del hombre". En su reflexión,
Arendt desarrolla una tesis provocadora, aunque firmemente fundada en la observación de las trágicas consecuencias de las guerras imperialistas que conllevaron la aparición de masas de refugiados «sin Estado» y de seres humanos « superfluos». Todos esos seres humanos que -de alguna manera- parecen estar «de sobras», pero quienes siguen estando físicamente presentes en el espacio mundial, comparten el hecho de encontrarse tendencialmente privados de toda protección personal a causa de la destrucción o disolución de las comunidades políticas de las que formaban parte; más allá de los esfuerzos de los organismos internacionales -creados precisamente como tentativa de «repuesta» a esta situación sin precedente- y los cuales no dejan de estar permanentemente amenazados de eliminación.[Balibar]
¿Ya somos conscientes del riesgo terrible que se agazapa tras la mirada discriminatoria, esa que milita en la distinción "nosotros-ellos", esa que se apunta alegremente al "primero los de casa", esa mirada presta a alimentar el grito de "aquí no cabemos todos"? El riesgo de la exclusión radical, de la vulnerabilidad radical, el de la total desprotección, el de la eliminación física o social.
No era una inmigrante nigeriana, ni una prostituta, ni una mujer negra. Se llamaba Maureen Ada Otuya. Ada.
Y hoy deberíamos decir, como hemos dicho cuando era otro terrorismo el que asesinaba, que Ada era, es y será una de las nuestras. Y empezar a actuar en consecuencia.
Uno se apoya en la mochila. Porque en el momento en que nos quitamos el peso de nuestros hombros no sabemos enderezarnos enseguida; ¡pues resulta que era el peso lo que antes nos daba seguridad y equilibrio! [George Simmel]
miércoles, 5 de junio de 2013
lunes, 3 de junio de 2013
Gesto por la Paz
Acabo de comprar en Cámara los dos libros en los que Gesto por la Paz resume su historia.
No voy a leerlos aún. Por ahora disfruto de su tacto, de su cuidada aunque sencilla edición.
Hojearlos me hace revivir recuerdos que tienen más de 25 años.
Y hoy me inclino a pensar que Emily Dickinson tenía razón...
No voy a leerlos aún. Por ahora disfruto de su tacto, de su cuidada aunque sencilla edición.
Hojearlos me hace revivir recuerdos que tienen más de 25 años.
Y hoy me inclino a pensar que Emily Dickinson tenía razón...
Temo a la persona de pocas palabras.
Temo a la persona silenciosa.
Al sermoneador, lo puedo aguantar;
al charlatán, lo puedo entretener.
Pero con quien cavila
mientras el resto no deja de parlotear,
con esta persona soy cautelosa.
Temo que sea una gran persona.
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