El Observatorio Vasco de Inmigración, Ikuspegi, acaba de hacer público su
Barómetro 2012 sobre percepciones y actitudes hacia la inmigración extranjera. Los datos que han centrado la atención de los medios de comunicación han sido aquellos que abonan una idea que, en principio, puede parecer autoevidente: que la mayor o menor tolerancia social hacia la inmigración depende grandemente de la coyuntura económica, de manera que resulta “lógico” que en la actual coyuntura de crisis prolongada la sociedad vasca exprese opiniones sobre la inmigración cada vez más críticas. Así, entre 2011 y 2012 el porcentaje de vascos y vascas que defienden la expulsión de los inmigrantes que carezcan de permiso de residencia ha crecido desde el 8,8 hasta el 21,3%, al tiempo que ha disminuido sensiblemente el porcentaje de quienes creen que todos los inmigrantes, al margen de su situación legal, deberían tener derecho a la asistencia sanitaria (del 72,9 al 57,5%) o a la educación (del 71,1 al 52,8%). También ha disminuido el índice de tolerancia, del 57,17 al 53,62. Por decirlo a las claras: si hace un tiempo parecíamos ser una sociedad más tolerante era solo porque la crisis no había dejado sentir plenamente sus efectos en Euskadi.
Es esta una perspectiva que permite alimentar un discurso despreocupadamente optimista: si la asociación entre crisis y actitudes hacia la inmigración es tan evidente, cabe esperar que cuando pase la crisis se reducirán también las expresiones más evidentes de rechazo, intolerancia o incomprensión, volviendo la sociedad a posiciones anteriores a la crisis. Pero los riesgos que se derivan de un planteamiento así no pueden ignorarse. Evidentemente las crisis económicas ocurren, son cosas que nos pasan, situaciones que sufren las sociedades y que muchas veces resultan impredecibles, pero las sociedades afrontan y experimentan las situaciones de crisis de distinta manera en función de cómo se han ido construyendo antes y al margen de la crisis.