sábado, 7 de noviembre de 2020

Los Terranautas

T.C. Boyle
Los Terranautas
Traducción de Ce Santiago
Impedimenta, 2020


"Porque si bien la gente admira la pureza, o habla de ella de boquilla, en secreto todos quieren verla comprometida, los ideales aplastados, mancillados y llevados a rastras hasta el lodo en que ellos habitan. Puede que necesitemos que héroes y santos locos nos dediquen sus vidas, pero desde luego no queremos intercambiarnos con ellos y anhelamos todo el tiempo ese morbso entusiasmo de verlos caer en la tentación. Leed el Génesis. En eso tiene razón, como mínimo".

 

Estamos en 1994. Tras un proceso de selección que deja hondas heridas en el grupo de dieciséis personas candidatas a participar en el proyecto, ocho de ellas, cuatro mujeres y cuatro hombres, inician lo que está planteado como un experimento radical de supervivencia: pasar veintiocho meses confinados en una enorme cúpula de cristal construida en el desierto de Arizona, que contiene un completo ecosistema plenamente autosuficiente y absolutamente aislado del exterior. Una Ecosfera denominada E2, sucesora de una anterior misión que resultó fallida cuando, tras solo doce días de encierro, una miembro de aquel primer equipo sufrió una grave urgencia médica y tuvo que ser evacuada: 

"Salió al mundo, a vuestro mundo (al que nos gusta llamar E1, la ecosfera originaria), menos de cinco horas, pero, aunque hubiesen sido solo cinco minutos, cinco segundos, todo el asunto se hubiera desmoronado igual. Porque lo que contaba era el concepto, ¿y nadie fue capaz de verlo? [...] Decidme: ¿qué significa 'encierro'? Pues encierro. Y punto".

En efecto, el concepto que había logrado capturar la atención entusiasta de la opinión pública y de todos los medios de comunicación era el de un total aislamiento autosuficiente. Por eso, en esta ocasión la norma era absolutamente clara e indiscutida: "Nada entra, nada sale". Nada ni nadie. Las tres claves de la supervivencia en la ecosfera: fortaleza personal, cohesión de grupo y agricultura de subsistencia con alta tecnología.

En un escenario de calentamiento global y agotamiento de los recursos terrestres, el experimento pretendía explorar las posibilidades de construir una ecosfera articifial (una tecnosfera) que en un futuro permitiera construir comunidades humanas viables en cualquier entorno hostil, por ejemplo en Marte: 

"Pero aquí la idea era recrear cinco de los típicos biomas de vida autosuficiente del planeta Tierra; un modelo a escala de un ecosistema que permitiera que los seres vivientes, humanos incluidos, medraran en un ambiente hostil: una estación espacial u otro planeta [...] una E2, una E3, una E4. Nuevos mundos. Semillas de vida".

Pero aunque la misión tiene una naturaleza esencialmente científica, un experimento relacionado con la construcción de mundos, es también un proyecto con un fuerte componente de negocio: para su desarrollo y continuidad es imprescindible captar inversores, lo que exige convertirlo en un objeto de consumo de masas, en una mercancía, en un producto que pueda ser convenientemente monetizado. Y la mejor forma de lograrlo es hacer de la misión un espectáculo: retransmisión en directo practicamente durante todo el desarrollo dela misión, visitas turísticas al exterior de la cúpula (con el aliciente de poder atisbar por unos breves instantes a sus ocupantes), merchandising...

"Al día siguiente la rueda de prensa fue puro trámite, todo el boato new age que había definido a la primera misión se redujo a mero trasfondo, aunque no del todo. Lo que íbamos a proyectar era rigurosa ciencia, se hizo énfasis en la variedad de estudios medioambientales y atmosféricos que podríamos emprender -ciencia viva- y al mismo tiempo reafirmamos el principio rector del encierro total e ininterrumpible, i.e., el gancho. ¡Cuatro hombres, cuatro mujeres, encerrados juntos! Y no, no era ningún ardid. Ni era teatro. Pero, en efecto, esos elementos estuvieron presentes, ya que íbamos a evitar los tropiezos de la primera misión, y al mismo tiempo buscaríamos activamente captar de nuevo la atención del público que de manera tan catastrófica había disminuido durante su curso. No lo sé. Llamadlo ciencia-tinglado. Llamadlo dramatización de los principios ecológicos con la cosmología de Gaia como guía [...]".

Tres voces nos van narrando la historia: las de Dawn Chapman y Ramsay Roothoorp, una de las mujeres y uno de los hombres seleccionados para habitar la E2, y la de Linda Ryu, descartada para el experimento y dedicada a tareas de apoyo y supervisión desde las oficinas centrales de la misión. Tres miradas distintas, tres perspectivas, tres experiencias diferentes, a través de las cuales iremos siguiendo el desarrollo (el accidentado desarrollo) del experimento.

"Éramos terranautas, sí, pero también éramos personas", proclama una de esas voces. Y esta es la gran excepción a la norma fundamental de aislamiento de la E2, y el talon de Aquiles del proyecto: entran seres humanos, y una vez dentro los problemas más graves para la misión no tienen que ver con la posible ruptura del hermetismo de la cúpula, sino con el comportamiento de las personas que ya están dentro.

Claramente inspirado en la historia real del proyecto Biosphere 2, esta inteligente novela nos recuerda que, si de salvarnos de la destrucción del planeta se trata, cambiar de lugar (otro planeta, una nave espacial, una cúpula autosuficiente) no es la solución: el problema somos nosotras y nosotros.

martes, 3 de noviembre de 2020

La tierra de los abetos puntiagudos

Sarah Orne Jewett
La tierra de los abetos puntiagudos
Traducción de Raquel G. Rojas
Dos Bigotes, 2020 (4ª ed.)

"Estábamos en un punto desde el que había una hermosa vista de la bahía y de un largo trecho de costa cubierto por un numeroso ejército de abetos puntiagudos, formando ya amparados por la penumbra del atardecer como a la espera de poder embarcar. Y si mirábamos más lejos, al océano, hacia las islas más lejanas, los árboles parecían marchar en dirección a la playa, recorriendo con paso constante las colinas para descender luego hasta el borde del agua".


Sarah Orne Jewett nació en 1849 en South Berwick, en el estado de Maine y fue, tuvo que ser, una mujer excepcional. Por lo que he podido saber, a pesar de sufrir desde muy niña de artritis reumatoide practicó el excursionismo, muchas veces en solitario, por los extensos bosques que rodeaban su residencia. Se educó en casa, acompañó muchas veces a su padre, médico, en sus visitas a los hogares de la zona y se interesó por conocer las plantas medicinales, adquiriendo así un conocimiento profundo y sensible de la naturaleza y las gentes de Maine, espacio en el que se localizan la mayoría de sus historias. 

Desde los 19 años se dedicó a escribir y publicar artículos y libros que, desde el primer momento, recibieron el reconocimiento de sus contemporáneos, como fue el caso de Henry James quien, en una carta personal de 1901, aconsejaba a la autora "que regresara a sus temas de Nueva Inglaterra, que 'regresara a el presente íntimo palpable que palpita sensible, y que te quiere, extraña, necesita, Dios lo sabe, y que sufre lamentablemente en tu ausencia'". Con esta recomendación James no hacía otra cosa que insistir, recuerda Robert D. Rhode, en lo que muchas otras personas han observado desde entonces: "que la relación de Jewett con su material era excepcional, si no única, que ella iluminó con una especie de magia o intuición no evidente en el trabajo de otros coloristas locales de su generación".

Contraviniendo las expectativas de su época nunca se casó y compartió buena parte de su vida, casi tres décadas, con Annie Adams Fields, también escritora, con quien compuso el más famoso de los llamados "matrimonios de Boston" (Boston marriages), denominación con la que en el siglo XIX se empezó a conocer a la convivencia de dos mujeres que defendían su plena autonomía y optaban por vivir sin ningún tipo de "protección" (o sujeción) masculina. Si en estas relaciones se incluía o no el sexo, es lo de menos: se trataba de un ejemplo pionero de sororidad, como destaca la historiadora Lillian Faderman en su libro Surpassing the Love of Men: Romantic Friendship and Love Between Women from the Renaissance to the Present (New York: Quill/William Morrow, 1981): 

"Durante ese tiempo, las dos mujeres vivieron juntas una parte de cada año, separadas otra parte, para poder dedicar una atención completa a su trabajo, viajando juntas con frecuencia, compartiendo intereses en libros y personas, y proporcionándose mutuamente amor y estabilidad".


Esta es la mujer que firma La tierra de los abetos puntiagudos, publicada en 1898 y considerada su obra más importante. Una hermosísima historia en la que los grandes temas que conformaron la vida de Jewett son también los que sirven para hilvanar un relato de tono costumbrista, pero de alcance universal: los paisajes de Maine, la relación entre mujeres fuertes e independientes, la vida cotidiana de las pequeñas comunidades rurales de la costa atlántica de Estados Unidos. 

De la mano de la protagonista, una habitante del interior que pasa un verano en la pequeña localidad de Dunnet Landing, disfrutaremos observando su atractivo microcosmos. Entre los personajes que pueblan el relato destaca la señora Almira Todd, de soltera Blackett, una inquieta herborista viuda en cuya casa se alojará la narradora. Conoceremos también a su madre, habitante de la pequeña isla de Green Island en compañía de su taciturno hijo, al melancólico capitán Littlepage y al viejo marinero Elijah Tilley o a la también veraneante señora Fosdick; sabremos de la trágica historia de Joana Todd, prima del difunto marido de Almira, y su voluntario exilio en la diminuta Shell-heap Island y asistiremos a la reunión familiar de los Bowden, auténtico acontecimiento social para el pequeño pueblo de Dunnett.

Al cerrar este breve libro uno desearía que fuera más extenso para prolongar una lectura tan placentera que nos deja con la misma sensación expresada por la protagonista al reflexionar sobre su estancia en el pueblo:

"El aire era puro y una no podía desear otra cosa que  convertirse en ciudadana de un continente tan diminuto pero completo como aquella tierra de pescadores".

Una joya.

domingo, 1 de noviembre de 2020

Mendiola, Peñablanca y Eretza

Sensación de pre-confinamiento. Aparco en la entrada al barrio de Saratxo y me dirijo hacia el Eretza (887 m.). Por el camino pasaré por el Mendiola (750 m.) y me acercaré, también, hasta el Peñablanca (755 m.). Hasta el Eretza el camino está perfectamente señalizado.

He empezado a caminar a las 8:05 h.. De frente, el Eretza.

Por la pista de la izquierda.

 Subiendo por el cortafuegos hacia el Mendiola. Vistazo hacia atrás,

La modesta cumbre del Mendiola (8:40 h.). De frente, el Eretza.

 Subiendo por el cortafuegos, casi al llegar a la zona rocosa, un mágico sendero nos introduce en el bosque y nos lleva hasta un collado a pocos metros de la cumbre del Eretza.

 

 

En el collado (9:00 h.) decido, en lugar de subir a la cercana cumbre, dirigirme hacia Peñablanca. Había un grupo muy escandaloso en la cima del Eretza. Me sale el alpinistócrata que dice: "¡Domingueros!". Lo domino, y el demócrata huraño dice: qué disfruten, pero a ver si cuando llegue yo se han ido.

 Desde Peñablanca (9:13 h.), toca remontar una larga cuesta herbosa hasta el Eretza.


Llegando a la cumbre del Eretza. Al fondo, el Abra.

Eretza (9:40 h.).
Perspectiva hacia Ganekogorta y Gallarraga.
Zoom al Pico de la Cruz...

 
... Sierra Salvada...
... el Superpuerto, de Bilbao, claro...
... Muskiz y La Arena.
Mendibil y cortafuegos, desde la cumbre
Cortafuegos y Eretza, desde Mendibil.
En el descenso hacia Saratxo me he entretenido por los pinares, buscando alguna seta. 
Setas y hongos he visto cantidad, pero comestibles solo un puñado; suficientes para un arroz.
He vuelto a Saratxo a las 11:25 h.
Como era pronto cuando he llegado a Alonsotegi, cervecita en la agradable terraza del Geltoki.