Tenía pendiente desde hace más de un año la lectura de la autobiografía de Rossana Rossanda, titulada La muchacha del siglo pasado. He aprovechado este fin de semana para hacerlo. La autora se presenta a si misma como la ragazza del siglo pasado, pero sus experiencias y sus reflexiones no han dejado de señalarme cuestiones de la máxima actualidad.
"Yo me hice comunista en octubre de 1943 -escribe-, cuando me descubrí como una rama en un mundo que se despeñaba, y Marx, Laski y Lenin, por más distintos que fueran entre sí, me mostraron asimismo que aquel despeñarse había sido determinado por fuerzas en las que casi nada respondía a una fatalidad. Y que si no se cambiaba el dispositivo no habría alternativa a la barbarie [...]. Es una elección de la razón. Puede ser que habiendo vivido en mi infancia el proceso que llevó a la ruina a mis padres tras el terremoto de 1929 se me creara una intolerancia hacia la heterodirección de las existencias que nunca me ha abandonado. No es una teoría, es una parte de mí. ¿Cómo soportar que la mayoría de las personas que nacen no tengan ni siquiera la posibilidad de pensar quiénes son, qué harán con sus vidas, que hayan perdido la aventura humana antes de emprender el viaje? O hay un Dios tremendo que te pone a prueba y te compensa en el más allá, o es inaceptable. No tengo fe y lo único que puedo hacer es intentar cambiar -incluso reducir, aplacar- un estado de cosas que no puedo tolerar. No es una elección, es una condición".
¿No percibimos tras esta reflexión, el eco de un terremoto más reciente, el de la crisis que explota en 2008, igualmente determinada por fuerzas que nada tienen que ver con ninguna fatalidad?
La relación de Rossanda con el Partido Comunista se romperá con motivo de los movimientos de 1968. Su descripción de aquellos días podría servirnos perfectamente para caracterizar la dinámica de los actuales 15M y DRY:
"Todo el mundo hablaba con todo el mundo. [...] No hubo revuelta menos siniestra que la de 1968, más decidida y risueña, como si todas las cosas estuvieran al alcance de la mano, es más, hubieran sido ya conquistadas. La primera noche la pasamos en el Odeón, apretaos como sardinas, conmocionados al ver cómo todo el mundo tomaba la palabra, no sólo miembros de los grupos en formación sino individuos, gente que no lo había hecho nunca, que por primera vez hablaba de sí misma al mundo, a menudo con dificultad. 'Dejadle hablar', era el grito cuando alguien se alargaba o se liaba, anhelando decir su cansancio y su soledad. Dolor por estar solo, y estupor feliz de estar finalmente con otros o, mejor dicho, con todos. La velada no tuvo otro hilo conductor más que este decirse y sentirse, y cuando el micrófono llegaba a algún rostro conocido (no sin haber esperado su turno) no se le prestaba ni mayor ni menor atención: las propuestas de la manifestación consistían en manifestarse, bastaba plantearlas para conseguirlas, el sistema, la autoridad, la norma estaban ya fuera de juego".
De ahí el rápido reflujo de aquel movimiento de 1968. En su riqueza estaba también su debilidad:
"En los días que siguieron vimos el comienzo de un reflujo, no declarado, las calles seguían llenas de gente, pero la atmósfera era distinta. No sólo porque los obreros habían vuelto al trabajo, sino porque los estudiantes no estaban preparados para la larga duración, para la necesidad, que era rechazada en cuanto se presentaba, de darse un objetivo común, aunque no fuera más que preguntarse todos juntos por dónde se podía seguir avanzando a partir del punto en el que se estaba. Toda organización era temida como un sustituto de la autoridad".
Pero fue el Partido Comunista Italiano el que realmente salió derrotado de aquellos días, por su incapacidad para conectar con los nuevos movimientos juveniles:
"A los jóvenes ya los habíamos perdido. Era muy fácil ver lo frágil que era aquel levantamiento de una generación que no se oponía, como nosotros, a la 'reacción', sino a toda la arquitectura del sistema capitalista. Nosotros decíamos derecho a la enseñanza, ellos emprendían el asalto a la escuela en tanto que formadora de consenso, nosotros decíamos derecho al trabajo, ellos querían el fin del trabajo asalariado, nosotros queríamos más justicia distributiva y a ellos les importaba un bledo el consumo [...]. Desde luego, sabían poco de las luchas de clase del pasado y de hasta dónde habrían podido llegar antes de que se invirtieran las relaciones de fuerza. Pero si no se lo decíamos nosotros que teníamos una sobrada experiencia de la larga duración, ¿quién se lo iba a decir? Nos habrían escuchado si estábamos con ellos, a su lado, de su parte. Nuestra presencia o ausencia modificaba la escena. Esto lo sabía a ciencia cierta, no había que irse a buscar muy lejos, bastaba leer a aquel Gramsci que sólo se citaba cuando convenía. [...] Ya no entendíamos las preguntas que habían sido las nuestras, habíamos introyectado un paralizante reflejo de orden desde la década de 1950 [...]. Pero a fuerza de ser razonables habíamos perdido hasta la curiosidad por aquella insurgencia juvenil sin precedentes, hija nuestra y rebelde".
Ya no entendíamos las preguntas que habían sido las nuestras...