Hijos del carbón
Alfaguara, 2020
"Me gustaría sentarme también ante esta nada que no lo parece, annte este vestigio de una forma de vida que casi no existe , y dejar que pase el día. [...] Sentarme aquí y que del polvo negro del suelo empiecen a surgir figuras. Que se enrosque el polvo y aparezcan los viejos senderos, los caminos trazados por los pies de los hombres y de las mujeres que trabajaron aquí. Las líneas del carbón, como las líneas de Nazca, sobre las que se paseaban los habitantes del desierto en sus ceremonias".
Nieta de abuelos mineros tanto por parte de madre como de padre, Noemí Sabugal firma un libro que merece ser ampliamente leído. Primero de todo, por su belleza formal: es un libro hermosamente escrito. Por ser memoria imprescindible de un mundo que en tiempos fue tan importante, hoy desmantelado y condenado a un olvido vergonzante. Por los diálogos que establece con autoras y autores como María Sánchez, Sergio del Molino o Julio Llamazares, igualmente sensibles hacia el maltrato histórico sufrido por la sufrida España rural. Por su denuncia del fiasco de los diversos proyectos supuestamente destinados a recuperar económica y socialmente las antiguas zonas mineras. Por su reivindicación del papel de las mujeres en un mundo tan de hombres como el minero, mujeres sufrientes como viudas, como madres llorando a sus hijos muertos, como luchadoras contra el cierre de las minas, pero también como mineras, develadoras del machismo que siempre se ha ocultado tras las banderas de la clase:
"Cuando entré, en el Nicolasa éramos cuatro mujeres y dos mil paisanos. De las cuatro, yo era la más joven. Nos las hicieron pasar putas. Había gente muy buena y también gente muy mala. Malos de verdad. Era peor cuando venía de la gente que menos te lo esperabas. De lo primero que me dijeron fue: cuando te metas en la jaula, ponte con los brazos cruzados y pegada a la pared. Con eso ya te lo digo todo. Pellizcos en el culo, pellizcos en las tetas. Todos los días salíamos llorando. Éramos las primeras y nos nos querían. Y nos lo hacían saber. De las cuatro que entramos, una lo dejó. La volvieron a llamar y la colocaron fuera. No se había ido por el trabajo, fue por el ambiente. Era un ambiente hostil. Después las cosas empezaron a cambiar. Ya éramos más mujeres y entraba gente nueva. Te hacías valer y eras una más. Yo digo que la mina no está hecha para ningún ser humano, pero si está hecha para hombres, está hecha para mí. Habrá trabajos que yo no pueda realizar, pero otros hombres tampoco. Y yo siempre lo hice saber".
Un viaje sentimental por las cuencas mineras, un ejercicio de justicia, de reparación simbólica.