jueves, 4 de septiembre de 2025

La morera de Jerusalén

Paola Caridi
La morera de Jerusalén: Una historia de la guerra y la resistencia en Palestina y Oriente Próximo contada a través de los árboles
Traducción de Melina Márquez
Errata naturae, 2025

"Los árboles-guía me han susurrado cosas al oído con el paso de los años, algunas de las cuales no he sido capaz de entender, pues estaba demasiado ocupada leyendo la historia que han escrito de forma exclusiva los humanos sobre esta parte del mundo. Ahora comprendo que ha llegado el momento de escuchar otra versión de la historia, más amplia y menos cruel, que no esté escrita por humanos con la sangre de otros humanos. Demasiada sangre. ha llegado el momento de aprender de los árboles. Y pedir perdón".


En este ensayo Paola Caridi nos invita a escuchar un coro inesperado: el de los árboles que han acompañado, sufrido y resistido en Oriente Medio y el Mediterráneo. El punto de partida es un recuerdo íntimo y doloroso: una vieja morera de Jerusalén, que durante más de un siglo había florecido a la vista de generaciones, reducida a un muñón sin vida. Esa herida vegetal condensa, como metáfora, las heridas humanas de la región: colonizaciones, guerras, migraciones, despojos. Desde ahí, la autora construye un ensayo singular, a medio camino entre la crónica periodística, la memoria poética y la reflexión ecopolítica.

Su propuesta es radical en su sencillez: narrar la historia desde los árboles, descentrando al ser humano y reconociendo que el conocimiento también puede ser no antropocéntrico. Los árboles no son ornamentos mudos, sino testigos longevos, portadores de memoria y símbolos colectivos. La morera de Jerusalén, los olivos de Belén, los sicomoros de Gaza, los plátanos del parque de Gezi en Estambul..., cada árbol encarna historias de resistencia, tragedia y pertenencia. En sus troncos y raíces se inscriben no solo los cambios del paisaje, sino también las huellas de la violencia, la colonización y la explotación.

Paola Caridi muestra cómo la botánica misma ha sido un instrumento político: desde la propaganda sionista que hablaba de “hacer florecer el desierto” hasta las plantaciones coloniales destinadas a borrar identidades y paisajes. Habla de ecocidios invisibilizados, como la tala sistemática de olivos palestinos o las monoculturas de morera en el Líbano que provocaron hambre y miseria. En cada caso, los árboles revelan cómo el poder ha utilizado incluso la vegetación para controlar, disciplinar o devastar comunidades enteras.

"Entre 1947 y 1950 se plantaron más de cuatro millones trescientos mil árboles nuevos. Había que actuar rápido para esconder la guerra y lo que ésta había causado. «Su intención era eliminar incluso de la memoria los pueblos palestinos destruidos y despoblados, y prevenir así la vuelta de los palestinos refugiados», declara Al-Haq, una de las asociaciones palestinas que se ocupan de denunciar todo tipo de injusticias e ilegalidades. Así, dos tercios de los bosques y los parques del nuevo Estado de Israel «se plantaron sobre las ruinas de noventa y un pueblos palestinos que sufrieron un proceso de limpieza étnica en 1948 y 1967»".

Pero el libro no es solo denuncia, en su escritura late también una ternura política: los árboles aparecen como refugio, como lugar de encuentro, como custodios silenciosos de la memoria colectiva, "árboles plaza" bajo los que se han reunido los pueblos y las familias durante generaciones. Son los otros protagonistas de la historia, cuya voz ha sido relegada pero que, si se sabe escuchar, ofrecen un archivo alternativo al de los humanos. Desde la ecocrítica y la botánica política, la autora nos recuerda que la destrucción del paisaje va de la mano de la destrucción de los pueblos, y que reconocer a los árboles como agentes históricos es también una forma de resistencia.

En última instancia, este libro es un manifiesto contra el olvido. Leer este libro es abrirse a una doble revelación: que lo vegetal es político y que el silencio de los árboles guarda un eco que, si sabemos escucharlo, puede iluminar de otra manera las luchas y las pérdidas de los pueblos que habitan sus tierras. Nos enseña que la memoria no solo habita en los documentos y en los cuerpos humanos, sino también en las raíces, en las sombras y en la savia de los árboles que sobreviven -o que mueren violentamente- en escenarios de conflicto. Al hacerlo, Paola Caridi desplaza la mirada y nos invita a reconsiderar cómo contamos la historia, desde qué voces y a quiénes hemos dejado fuera de los relatos.

Una lectura que puede completarse con el libro de Shourideh C. Molavi Environmental Warfare in Gaza: Colonial Violence and New Landscapes of Resistance (Pluto Press, 2024), de carácter más analítico. Como señala en el prólogo Eyal Weizman, arquitecto israelí, 

"La desertificación del perímetro de Gaza forma parte del mecanismo de su control. Israel envía rutinariamente sus bulldozers al otro lado de la valla para arrancar cultivos y destruir plantaciones e invernaderos. Como demostró de manera contundente una investigación de Forensic Architecture iniciada y coordinada por Shourideh Molavi, Israel amplió de forma continua la zona militar de exclusión -o «zona tapón». Su uso de avionetas fumigadoras para rociar un herbicida tóxico que mata las plantas movilizó al viento para llevar nubes venenosas al territorio de Gaza, destruyendo tierras agrícolas situadas a cientos de metros de distancia. Bulldozers en tierra y nubes tóxicas en el aire transformaron una franja fronteriza que antes era fértil y activa en lo agrícola en un suelo reseco, desprovisto de vegetación: un desierto fabricado por el colonialismo.
Esta «desertificación» proporcionó al ejército israelí líneas de visión y de tiro ininterrumpidas hacia Gaza, dejando a civiles palestinos -incluidos agricultores, jóvenes y familias- expuestos al fuego de francotiradores israelíes. En esta zona tapón, de varios cientos de metros de grosor, más de doscientos manifestantes palestinos fueron abatidos en las protestas de 2018-2019 de la Gran Marcha del Retorno, y miles más quedaron mutilados.
La desertificación de Gaza se presenta como una prueba retroactiva de un elemento central de la ideología sionista: aquel que imaginaba que los judíos habían regresado a una tierra desolada, descuidada, «muerta», y la habían revivido. Este es el núcleo del imaginario meteorológico sionista de «hacer florecer el desierto»”.


Imagen fija tomada de un dron que muestra la tierra arrasada y calcinada a lo largo del perímetro oriental de la Franja de Gaza. Estas tierras fueron anteriormente zonas agrícolas utilizadas para sostener la seguridad alimentaria de la población palestina. Actualmente, convertidas en áreas de alto riesgo con acceso restringido, este terreno conduce hasta una valla fortificada y vigilada que separa Gaza del resto del país.

Una paradoja que, en realidad, solo es ceguera ante el privilegio

Kiko Llaneras plantea en “La paradoja de la abundancia” (El País, 30/08/2025) que el gran reto de nuestro tiempo ya no es la escasez, sino el exceso. Su tesis es clara: en el pasado los problemas venían de la falta de recursos -comida, información, comunicación, transporte-, mientras que hoy, en las sociedades ricas, lo difícil es gestionar la abundancia. La obesidad sustituye al hambre, la sobreinformación al silencio, la masificación turística al privilegio de viajar, la necesidad de desconexión al viejo anhelo de poder hablar por teléfono con alguien querido. A partir de ahí, el autor desgrana las razones que hacen difícil administrar ese exceso: externalidades colectivas como la contaminación o los atascos; un cerebro mal adaptado porque evolucionó en contextos de escasez; la explotación de nuestras debilidades por parte del sistema económico; la tensión entre deseos inmediatos y proyectos a largo plazo; y un entorno social estresante que sabotea la toma de decisiones. Aun así, concluye Llaneras, los problemas de abundancia, siendo reales, son preferibles a la escasez, y suponen un privilegio. Además, sostiene, la sociedad va aprendiendo poco a poco a gestionarlos, como prueban el descenso del tabaquismo, el aumento del ejercicio físico o las nuevas funciones de los móviles para ayudarnos a concentrarnos. Su mensaje final es optimista: la abundancia no es una maldición, sino el nuevo desafío histórico.

El argumento puede parecer sugerente, pero adolece de un sesgo fundamental: está escrito desde un Norte Global acomodado, como si los problemas de exceso fueran universales. El autor no se detiene a reflexionar sobre su lugar de enunciación ni sobre el carácter situado de todo conocimiento. Al ignorar esta dimensión, su diagnóstico pierde validez epistemológica y se convierte en una narrativa legitimadora: la de un mundo que se contempla desde el confort de la abundancia y se describe como si esa fuera la condición humana compartida. Pero no lo es. Incluso en España persisten elevadas tasas de pobreza y exclusión social, y para millones de personas -dentro y fuera del Norte- la escasez sigue siendo el problema cotidiano: la falta de vivienda, de ingresos, de acceso a la sanidad o a una alimentación adecuada. Presentar la abundancia como el gran problema de nuestro tiempo es hablar desde el privilegio sin reconocerlo, como una María Antonieta contemporánea que, ante un pueblo hambriento, recomienda brioches porque el pan escasea.

Esta ausencia de autoubicación del discurso entronca con una corriente de pensamiento optimista -el ilustracionismo de Steven Pinker, el optimisracionalismo de Matt Ridley o el factfullness de Hans Rosling- que insiste en que las cosas van a mejor porque las estadísticas globales así lo muestran. Pero, como señaló Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo memorable ("Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado", 1986), resulta moralmente insoportable aceptar “este arreglo contable de saldar el dolor de los sacrificados con la felicidad de los bienaventurados”; por el contrario, continuaba, “la cuestión ética por excelencia es justamente desmontar de una vez esta mentalidad contable […] que se va haciendo, o más bien ya se ha hecho, la forma más universal de la conciencia humana y que consiste en hacer de la felicidad y del dolor partidas mutuamente reductibles por relación de intercambio”. Porque lo cierto es que entre ambas realidades, la de la felicidad de los bienaventurados y la del dolor de los sacrificados, existe una relación de intercambio, en un doble sentido: la primera es imposible sin la segunda, y la segunda podría evitarse fácilmente si se limitara o redistribuyera la abundancia de los primeros. 

Esa conexión es la que queda fuera del relato de Llaneras: no se trata de dos mundos paralelos, uno en exceso y otro en carencia, sino de una misma estructura que genera simultáneamente abundancia para unos y escasez para otros. Y es precisamente al no situar su conocimiento -al hablar desde la abundancia como si fuera neutral o universal- cuando su discurso deja de ser diagnóstico y se convierte en ideología legitimadora.

Así, aunque Llaneras diagnostica bien algunos problemas propios de las sociedades opulentas, su optimismo resulta ingenuo y, sobre todo, moralmente problemático, al no situar ese análisis en el mapa global de la desigualdad. La cuestión no es aprender a gestionar el exceso como un privilegio, sino reconocer que ese exceso se sostiene en la carencia ajena, en la externalización y la acumulación por desposesión. Y que la tarea ética y política urgente no pasa por encontrar mejores modos de elegir entre abundancias, sino por desactivar el engranaje que convierte la vida de muchas y muchos en sacrificio para que unos pocos y unas pocas puedan disfrutar de su paradoja.

lunes, 1 de septiembre de 2025

La mala costumbre

Alana S. Portero
La mala costumbre
Seix Barral, 2023 
 
"Para mí, pequeña travesti de incógnito en un barrio obrero, que no tenía ni idea de quién demonios iba a terminar siendo, contemplar a Boy George en toda su alegre feminidad o a Prince en medias de rejilla era como ver luciérnagas en una cueva negra y húmeda. Un instante de esperanza tan breve del que casi no se puede decir que haya existido".
 
 
Esta novela respira como una memoria encarnada, es una narración que se mueve entre la intimidad de la confesión y la mirada sabia sobre un tiempo y un espacio concretos: los barrios obreros de las periferias madrileñas en los años ochenta y noventa. La biografía de la protagonista -esa niña que crece con la certeza de ser distinta en un mundo que no tiene palabras para reconocerla- constituye el hilo conductor, pero más allá de la experiencia individual, lo que emerge es un fresco sentimental y político de toda una época, con su crudeza, sus violencias y sus destellos de ternura.

Con un poderoso inicio -"Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos"- que recuerda el primer verso del Aullido de Ginsberg, Alana S. Portero nos recuerda (a quienes la conocimos) o nos enseña (a quienes no) las texturas de aquella vida periférica: el asfalto áspero, las casas frías y precarias, la epidemia mortal de la heroína, la hostilidad de una sociedad que golpeaba con saña a quien no encajaba. Pero también las rendijas por las que entraba la luz: la música, la complicidad de una amiga, la protección de una madre, las pequeñas iluminaciones que hacían posible resistir.

En este territorio de supervivencia, la familia ocupa un lugar central. La madre de la protagonista aparece como una "leona en perpetua alerta por sus crías", acercándose a la protagonista con la pata tendida, cubriéndola de lametones en forma de suspiros de preocupación y caricias que parecían sujetarle la cara para impedir que se rompiera. El padre, silencioso, expectante, encarna la torpeza afectiva de un "rey elefante [...] que no tenía la más remota idea de cómo hablar conmigo, que no me había entendido nunca pero que estaba dispuesto a sacarse la comida de la boca para alimentarme". Y el hermano mayor, Darío, "uno de los hombres buenos", siempre cercano y atento, practicante de "una forma de hombría amable y protectora, heredera de las actitudes paquidérmicas de nuestro padre". Esta red familiar, hecha de gestos de amor torpe y visceral, ofrece un contrapunto decisivo frente a la violencia exterior, una coraza frágil pero necesaria. El capítulo "Barbazul vive en el bajo izquierda", relato preciso y sobrecogedor de la violencia machista sufrida por su vecina de enfrente, Luisa, a manos de su marido -"Aurelio era metódico y machacón en su desempeño como maltratador. No era de los que estallan y terminan pronto. Había una disciplina envenenada y meticulosa en su brutalidad"- justifica por si solo la lectura del libro. Qué forma tan certera de describir los mecanismos de esa violencia:

"Era insoportable, y si alguna vez la violencia extrema tuvo una rutina cómoda fue en aquella casa. Sucedía como suceden las cosas mundanas, sin que parezca que son perfectamente evitables" [...].
A Aurelio le hacían el vacío, eso sí, nadie le prestaba conversación ni le incluían en las cañas de los domingos. Pero los hombres del bloque escurrían el bulto argumentando que a ellos no les gustaba que husmeasen en sus casas y que los problemas de un matrimonio se arreglaban entre sus miembros. Lo de llamar problema a un abuso monstruoso era un ejercicio de cinismo considerable, jamás hubieran utilizado un lenguaje semejante para los conflictos laborales. Era extraño. Todos sabían que era un miserable. Decían que era un criminal. Les repugnaba pero parecían haber formado en torno a cualquier hombre un piquete que no se podía cruzar".

Pero el corazón de la trama los constituye un retrato coral de mujeres que habitan y dan forma a ese mundo. La madre y las tías de la protagonista, las vecinas de Laura, que se acercaban en cuanto podían con algo de comer o un café caliente, como forma de mostrar su cercanía. Y, sobre todo, Margarita, Eugenia, la Peluca, Raquel “la Cartier”… figuras machacadas por la vida, gastadas por la pobreza y la exclusión, pero al mismo tiempo constructoras de un territorio vital donde aún caben la risa, la complicidad y el afecto. La autora las ilumina con una ternura radical, rescatando en ellas no solo la fatiga de los cuerpos, sino también la dignidad con la que se enfrentan a la intemperie.

La mala costumbre es tanto la narración íntima de un durísimo tránsito personal ("Todas las niñas trans crecemos solas") como la crónica de un tiempo colectivo. No es solo la memoria de una infancia marcada por la diferencia, sino el retrato de una clase social, de unos barrios y de unas mujeres que sostuvieron la vida en condiciones muy adversas. Alana S. Portero logra que la crudeza y la belleza, la herida y la ternura, convivan en un mismo gesto, en un mismo párrafo, como si la literatura fuese capaz de ofrecer un resarcimiento simbólico allí donde la realidad había negado cualquier reconocimiento. Esta novela late como una elegía y como una celebración: la de una vida que insiste en ser mirada y nombrada y la de una comunidad que, aun castigada por la historia, supo inventar sus propias formas de cuidado.