Una encuesta de NC Report, realizada el 23 de octubre, permitía a algún analista confiar en la solución aritmética al problema catalán: si los partidos constitucionalistas lograran 300.000 votos más de los que lograron en las anteriores elecciones de 2015 podrían alcanzar la mayoría absoluta de 68 escaños en el Parlament. Otro sondeo de Sigma Dos, realizado en las mismas fechas, también apunta a la pérdida de mayoría absoluta del independentismo. Pudiera ser así, pero lo cierto es que no resulta fácil pensar en movilizar a mucha más gente de la que votó en las elecciones de 2015, con un récord de participación del 77%. Por otra parte, una encuesta de Metroscopia sigue reflejando una división casi a partes iguales entre constitucionalistas e independentistas, si bien la posición de los segundos varía en función del escenario que se plantea tras la independencia. Y otro estudio del Centro de Estudios de Opinión (CEO) señala que el sí a la independencia obtendría un apoyo del 48,7% de los catalanes (del mayor porcentaje favorable a la separación desde 2014, cuando se comenzó a formular la pregunta), frente al 43,6% que se opondría.
En el fondo, lo que se espera es que las elecciones del 21-D sean las del desempate: que la aritmética electoral resuelva lo que la política no sólo no ha solucionado, sino que ni tan siquiera ha afrontado. ¿Qué va a hacer el Gobierno español cuando el día 22 compruebe que los independentistas seguimos siendo tantos, si no más, como antes?, inquiere un Puigdemont no sé si asilado en Bruselas, pero sí aislado de la realidad de Cataluña. “Tenemos que ganar al secesionismo en las urnas. ¿No querían votar?, pues que voten, hay que trabajar por ganarles en las urnas”, proclamaba una de las intervinientes en la manifestación del 29 de octubre de Societat Civil Catalana. Pero, ¿no es también el secesionismo parte constitutiva de esa misma sociedad civil?
El filósofo vasco Patxi Lanceros ha escrito un libro, El robo del futuro (Los libros de la catarata, 2017), que debería ser de lectura obligatoria para cuantas personas aspiren a gestionar la realidad política, o a interpretarla. “La sociedad –recuerda Patxi Lanceros- es irrepresentable como unidad porque carece de ella. O sólo se presenta como unidad cuando se vuelcan sobre ella los criterios, que en principio le son ajenos, del pueblo o de la nación. […] la sociedad desborda cualquier límite. Hoy la sociedad, relación y comunicación, salta cualquier barrera. Y es esa sociedad indócil, fascinante y conflictiva lo que hay que representar. Sin poder esperar, cabalmente, éxito en la empresa”. De ahí su conclusión: “El reto (y el riesgo) de las instituciones democráticas, que han de adaptar cada vez más y cada vez de forma más acelerada a una sociedad crecientemente compleja, consiste en, precisamente, representar lo irrepresentable. Es decir, reciclar y procesar las ficciones de (la) unidad, las nostalgias de (la) homogeneidad”.
Me temo que de aquí a las elecciones la aspiración a superar de una vez por todas ese “empate infinito” que tan poco gusta a nacionalunanimistas de todo pelaje, tanto de allá como de acá, va a marcar no sólo el tempo preelectoral, sino también el desarrollo tras las mismas. Las elecciones, planteadas como desempate y solución aritmética, van a impedir que abordemos la elección de la que realmente depende nuestro futuro: la elección entre complejidad y homogeneidad. Y que, reconociéndonos en la complejidad irrepresentable como unidad, abramos una conversación sosegada sobre la mejor manera de organizar esta complejidad, que sólo podrá ser federal: “Del lat. foedus, -ĕris, pacto, alianza”.
En el fondo, lo que se espera es que las elecciones del 21-D sean las del desempate: que la aritmética electoral resuelva lo que la política no sólo no ha solucionado, sino que ni tan siquiera ha afrontado. ¿Qué va a hacer el Gobierno español cuando el día 22 compruebe que los independentistas seguimos siendo tantos, si no más, como antes?, inquiere un Puigdemont no sé si asilado en Bruselas, pero sí aislado de la realidad de Cataluña. “Tenemos que ganar al secesionismo en las urnas. ¿No querían votar?, pues que voten, hay que trabajar por ganarles en las urnas”, proclamaba una de las intervinientes en la manifestación del 29 de octubre de Societat Civil Catalana. Pero, ¿no es también el secesionismo parte constitutiva de esa misma sociedad civil?
El filósofo vasco Patxi Lanceros ha escrito un libro, El robo del futuro (Los libros de la catarata, 2017), que debería ser de lectura obligatoria para cuantas personas aspiren a gestionar la realidad política, o a interpretarla. “La sociedad –recuerda Patxi Lanceros- es irrepresentable como unidad porque carece de ella. O sólo se presenta como unidad cuando se vuelcan sobre ella los criterios, que en principio le son ajenos, del pueblo o de la nación. […] la sociedad desborda cualquier límite. Hoy la sociedad, relación y comunicación, salta cualquier barrera. Y es esa sociedad indócil, fascinante y conflictiva lo que hay que representar. Sin poder esperar, cabalmente, éxito en la empresa”. De ahí su conclusión: “El reto (y el riesgo) de las instituciones democráticas, que han de adaptar cada vez más y cada vez de forma más acelerada a una sociedad crecientemente compleja, consiste en, precisamente, representar lo irrepresentable. Es decir, reciclar y procesar las ficciones de (la) unidad, las nostalgias de (la) homogeneidad”.
Me temo que de aquí a las elecciones la aspiración a superar de una vez por todas ese “empate infinito” que tan poco gusta a nacionalunanimistas de todo pelaje, tanto de allá como de acá, va a marcar no sólo el tempo preelectoral, sino también el desarrollo tras las mismas. Las elecciones, planteadas como desempate y solución aritmética, van a impedir que abordemos la elección de la que realmente depende nuestro futuro: la elección entre complejidad y homogeneidad. Y que, reconociéndonos en la complejidad irrepresentable como unidad, abramos una conversación sosegada sobre la mejor manera de organizar esta complejidad, que sólo podrá ser federal: “Del lat. foedus, -ĕris, pacto, alianza”.