A lo largo de sus 840 páginas, Annie Proulx (autora del relato Brokeback Mountain, que inspiró la exitosa película del mismo título) va desarrollando las historias entrecruzadas de Charles Duquet y René Sel, contratados como peones para cortar madera en la remota Canadá, por entonces conocida como Nueva Francia. La historia comienza en 1693 y llega hasta 2013. Huyendo de una existencia miserable, prácticamente esclava, los dos protagonistas tomaran distintos caminos, aunque siempre con los inmensos bosques como escenario principal de sus vidas.
Mientras el primero (americanizado su apellido como "Duke") se convierte en un importante empresario dedicado a la explotación forestal sin freno (siguiendo fielmente la sentencia pronunciada al principio del libro por el hombre para el que deben trabajar: "Ser un hombre es desboscar. No veo los árboles. Veo las coles. Veo los viñedos"), el segundo formará una familia mestiza con una mujer de la tribu mi'kmaq y vivirá su relación con la naturaleza siguiendo ancestrales formas de pensamiento y de vida que, con el paso del tiempo, germinarán en sus descendientes convertidos en militantes de la causa de los bosques:
"No volverá a haber grandes bosques antiguos hasta dentro de miles de años. Ninguno de los presentes veremos madurar nuestro trabajo, pero debemos intentarlo, aunque seamos sólo una o dos personas con plantones en un cubo dedicadas al esfuerzo de recomponer el bosque. Es de una importancia extrema para todos nosotros los humanos..., no tengo palabras para decir hasta qué punto es importante..., que ayudemos a la Tierra a recuperar la diversidad vital de la cubierta forestal. Y los bosques nos ayudarán. Tienen mucha experiencia en restaurarse a sí mismos".
Y de los recónditos bosques boreales canadienses a la humanizada Italia.
Dos paseantes separados por un siglo, cicloturista el uno, cansasuelos el otro, nos invitan a recorrer unos caminos cargados de historia, pero también de naturaleza.
El italiano Alfredo Panzini (1863-1939) narra en el librito En la tierra de los santos y los poetas [Traducción de Pepa Linares. Ardicia Editorial, Madrid 2017] su recorrido en bicicleta desde Rímini, en la costa adríatica, hasta Las Marcas y Umbría, pasando por las tierras donde vivieron, soñaron y crearon personajes de la talla de Leopardi, Dante o Francisco de Asís. Y donde habitan personas que propician encuentros de lo más pintorescos:
"Entonces, una monjita que escuchaba atentamente, suspiró las siguientes palabras:
- Después de la bicicleta, despés del telégrafo sin hilos, después de la luz eléctrica, ¿a dónde iremos a parar?
Y busca en los ojos de los compañeros una respuesta a la pregunta que angustiaba su alma. Un fraile de la orden de los sevitas, el que parecía más autorizado y había comido en proporción, levantó una mano untuosa y sentenció:
- El cerebro del hombre, hija mía, se reducirá tanto que ya no le quedará nada".
Una delicia.
Y de un italiano de principios de siglo a un donostiarra de ahora mismo. Ander Izagirre, "periodista con botas", nos regala el libro Cansasuelos. Seis días a pie por los Apeninos [Libros del K.O., Madrid 2015], en el que con tanto humor como sensibilidad nos cuenta su viaje a pie por los Apeninos, entre Bolonia y Florencia.
Abundan las observaciones divertidas, como la reflexión inicial sobre el "pene cacahuetesco" de la musculada estatua de Neptuno en la plaza mayor de Bolonia (y la importancia de la perspectiva) o la historia de la hostería canibal. Pero, sobre todo, encontramos un profundo y emocionado sentimiento de estar caminando sobre las huellas de otras y otros:
"Sin los pasos de los antiguos, que marcaron la primera senda, ahora no sabríamos en qué dirección caminar, por dónde atravesar el bosque, a qué collado subir, a qué río bajar.
En el pórtico de la catedral de Jaca, que tiene mil años, hay una columna con un hueco de medio metro en el fuste. Es un hueco vertical, suavemente curvado y profundo, como si a la columna le hubieran extirpado un riñón enorme. Hace mil años un peregrino acarició la columna y erosionó los primeros átomos de la piedra. Otros lo imitaron. Suelo pensar en el segundo peregrino que acarició la columna: el que repitió el gesto. La repetición de un gesto consolida una huella, confirma un camino. [...]
En la montaña también me gustan los montoncitos de piedras que alguien ha ido apilando, para marcar la dirección correcta en los lugares donde la senda es dudosa. Son señales de desconocidos: y me fío. Me gusta añadir una piedra a esos montones".
Y esto vale, en general, para cualquier circunstancia de la vida.