Hay lecturas que refuerzan nuestras ideas o confirman nuestras intuiciones, contribuyendo así a delinear nuestra particular visión del mundo. Hay otras que nos lanzan al territorio de la serendipia, de la sorpresa inesperada, descubriéndonos perspectivas inéditas. Y hay también lecturas que nos obligan a reconsiderar nuestras certezas, a repensar nuestras certidumbres.
Alain Finkielkraut es uno de los pocos pensadores capaz de aportarme, en cada una de sus obras, estar tres experiencias lectoras: confirmarme en algunas convicciones, descubrirme nuevas perspectivas y cuestionarme bastantes ideas que consideraba claras.
Su libro más reciente, La identidad desdichada, ha vuelto a reafirmarme en muchas cosas, a sorprenderme en varias, a cuestionarme en algunas y, por primera vez, también a incomodarme en bastantes.
Su adversario, en esta obra, es el bobo, el burgués bohemio, heredero en buena parte del izquierdismo del 68, él mismo uno de ellos (J'en suis un moi-même), "cruce entre la aspiración burguesa a una vida confortable y el abandono bohemio de las exigencias del deber por los impulsos del deseo, de la duración por la intensidad, de los modales y de las posturas rígidas, finalmente, por una relajación ostentatoria". La otra cara de la moneda populista; si la cruz es el Frente Nacional, convertido en "el primer partido obrero de Francia", la cara es el bobismo que ensalza la diversidad pero practica "la evitación mediante la elección de su lugar de residencia y, más aún, la escuela en la que matriculan a sus hijos". Se creen multiculturalistas cuando, en realidad, no son otra cosa que multiculinaristas.
Hace unos días Fernando Savater escribió un comentario al respecto que ahora, tras la lectura del libro, me parece escrito un tanto a la ligera. Escribía el, por otra parte, tantas veces acertado Savater:
El libro es un lamento sobre una cierta identidad francesa que se va perdiendo por falta no se sabe muy bien de quién ni de qué: por desidia, por deseo de tratar al que llega de fuera mejor que al que siempre estuvo aquí, por vergüenza de lo propio ante exotismos prestigiosos sólo por ser diferentes. Tampoco la identidad francesa cuya pérdida se deplora tiene perfiles demasiado claros. Uno de los rasgos que la definen, según Finkielkraut, es la galantería, de cuya desaparición también tienen culpa, por lo visto, ciertos maximalismos feministas. Y el simple paso del tiempo, diría yo, porque hace ya medio siglo que los franceses galantes no lo son como D´Artagnan. En cuanto a echar en falta mayor reconocimiento de nuestras raíces cristianas, no parece conveniente hacer gran énfasis en el asunto toda vez que el autor deplora que quizá pronto ya no haya en Francia ningún partido realmente laico ante el multiculturalismo polieclesial que se nos viene encima...
Bueno... Así presentado, el libro parece poco más que el lamento nostálgico de un abuelo cebolleta. Creo que esta valoración no hace justicia al libro. Por ejemplo, esa referencia a la "galantería francesa" que Savater despacha con gracia, es clave en la particular aproximación que Finkielkraut hace a la cuestión del velo (pp. 59-75) como elemento de desexualización de la mujer cuya única alternativa sería el acoso. Discutible y matizable, claro, pero a mí me ha dado mucho que pensar su reflexión sobre la relación entre la "exclusión de la feminidad" y el "desierto afectivo" que esta exclusión genera entre algunos varones jóvenes de la banlieu y la violencia que se da en estas periferias urbanas.
Finkielkraut considera que la crisis de integración en la sociedad francesa tiene que ver, esencialmente, con la progresiva sustitución de la igualdad republicana por la igualdad multuculturalista, reflejada en el fenómeno del comunitarismo, que "concede mayor importancia al vasallaje a un grupo particular que a la pertenencia a la República, y a las convicciones propias de ese grupo que a la regla general". Dado que ninguna definición de la vida buena debe prevalecer sobre otras, lo que llamamos "convivencia" en nuestras sociedades europeas no se asemeja a "vivir con": "No es un vivir al unísono, sino un vivir a distancia, cada uno según sus propias convicciones, sus ganas, sus hábitos, libre de los demás y en paz con ellos".
Son cosas que ya planteó hace tres lustros en La ingratitud, tal vez con más matices -o con menos urgencias- que ahora.
Es verdad que en su último libro Finkielkraut ofrece algunos matices más que en algunas entrevistas. Pero lo cierto es que, como señala Jean Birnbau en Le Monde des Livres, con esta obra "juega con fuego".
Por eso, creo que va a ser ensalzada o rechazada menos por lo que dice que por lo que se dice que dice.
En Francia hay quienes lo consideran nada menos que "portavoz de Marine Le Pen", como un ensayo escrito directamente contra la inmigración. Y en España hay quienes la alaban, como este comentario en La Razón: "El libro, sin pelos en la lengua, presenta un ataque a los occidentales que, por mala conciencia con su pasado, han relegado la defensa natural de su identidad europea para diluirla en una serie de identidades extranjeras a las que quieren dar carta de naturaleza".
Es un libro que hay que leer para luego discutirlo y discutirnos. Quienes queremos ciudades abiertas y gershwinianas, quienes queremos que las cuestiones de la diversidad, la inmigración y la convivencia se planteen de manera constructiva, tenemos a Finkielkraut esperando.