Intervención con motivo de la presentación del libro de José Ignacio González Faus y Javier Vitoria, Presencia pública de la Iglesia: ¿Fraternidad o camisa de fuerza?, ayer, 23 de noviembre, en Bilbao.
[1] José Ignacio y Javier nos invitan a embarcarnos en un viaje en avión. Escriben en el prólogo: “Primero conviene asegurarse (abrocharse los cinturones) para volar con un mínimo de garantías. Después conviene conocer el territorio que sobrevolamos: el de la fe cristiana, la sociedad hispana y la Iglesia española. Así nos preparamos para, desde el cielo de la utopía de Jesús, tomar tierra n el terreno al que queríamos dirigirnos: la actual sociedad española y las mil cuestiones controvertidas en torno al tema del libro” (p. 9).
Al leerlo he recordado un chiste de Gila. Un pasajero de un avión comenta: “No sé por qué tenemos que abrocharnos el cinturón; si el avión se cae no nos va a servir de nada”. A lo que otro pasajero le replica: “No, si es para que no se desparramen los cadáveres y facilitar el trabajo a los equipos de socorro”.
Porque aquí la cuestión no es volar con garantías. Aquí la cuestión es en que avión volamos y quién lo está pilotando. Y no me refiero sólo a la aeronave eclesial; también a la aeronave social.
[2] Porque ese es el problema. Es un problema institucional. Es la Iglesia la que tiene un problema con el mundo, la que debe elegir entre ser fermento de fraternidad o camisa de fuerza. Resto o residuo, tal como se planteaba en la Carta pastoral de los Obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, Renovar nuestras comunidades cristianas (Cuaresma-Pascua, 2005).
Personalmente yo no tengo grandes problemas a la hora de asumir el particular estatuto del cristiano: “estar en el mundo sin ser del mundo”. No tengo grandes problemas aunque los tenga: me explico. Tengo problemas de coherencia, claro que sí, muchísimos; y tengo problemas muchas veces a la hora de armonizar el paso de mi pata católica y de mi pata sociocultural, a un ritmo laico. Pero no tengo ningún problema por tener ese problema. Lo asumo como algo natural. No pretendo resolverlo mediante la amputación de ninguna de mis dos patas, ni cambiando el ritmo laico de mi marcha por un ritmo legionario, ni de Cristo ni del Tercio de Extranjeros.
Leyendo el último libro del filósofo Gianni Vattimo me he identificado mucho con la manera en se califica a sí mismo de “catocomunista”, constante a la que según él ha sido fiel a lo largo de toda su vida. Y escribe:
Confieso que hoy tiendo a sustituir, cada vez más, el “cato”, el componente católico, por un “cristiano” más general. Ante lo que la Iglesia católica se ha ido convirtiendo tras los últimos pontificados, el calificativo en el que siento tener que reconocerme es el más genérico, y amplio, de cristiano. Si no me decido a definirme como luterano, es sólo porque sigo intentando pensar que, en realidad, las dos fuentes de la revelación son la Biblia y la Tradición y, por tanto, no “sólo la Escritura” de Lutero. La Biblia me ha sido transmitida por la Iglesia, de lo contrario nunca la habría conocido. Pero la Iglesia que me transmite la Biblia ya no es tanto la de la jerarquía católica; sino más bien la comunidad de los cristianos que, como ponen de manifiesto tantos indicios, diverge cada vez más, en la manera misma de vivir y concebir la práctica cristiana, de los palacios vaticanos.
Vattimo no tiene los problemas que se plantean en el libro de Javier y José Ignacio sencillamente porque no se ha subido al mismo avión, no se ha abrochado el cinturón; y si alguna vez lo hizo, se lo ha desabrochado y se ha tirado en paracaídas. Así cualquiera.
[3] Porque, ¿cuál es el problema que plantea este libro? Es la presencia de la Iglesia en una sociedad radicalmente plural –no tengo tan claro que sea, como se señala en varios momentos en el libro, realmente “pluralista”-, secular, laica. Javier Vitoria lo formula así:
La Iglesia necesita considerarse a sí misma como “sociedad civil”, como parte de un todo plural al que debe aportar lo mejor de sí misma, desde una actitud de diálogo que lo haga razonable (p. 87).
Pero este es, como decía antes, un problema en primerísimo lugar de la propia Iglesia. Por decirlo de una manera un tanto brutal: la sociedad española puede convivir sin mayores problemas con una Iglesia que, por no ser capaz de considerarse a sí misma como “sociedad civil” –como una oferta cosmovisional entre otras muchas-, acabe volviéndose irrelevante. Una Iglesia civilmente inadaptada, una Iglesia que, en la encrucijada histórica a la que hoy se enfrenta irremediablemente –en palabras de Vattimo, cargar con el destino de una modernidad en crisis con todas sus consecuencias o, por el contrario, reivindicar su carácter ajeno a la misma-, se decante por la extemporaneidad, por la extrañeza radical, “renunciaría a ser un mundo y una civilización, para volver a convertirse en lo que quizás era originariamente, una secta entre otras sectas y un objetivo factor de disgregación social entre otros”.
Y, por lo que parece, incluso los propios católicos están empezando a vivir sin demasiados problemas incluso en el seno de una Iglesia in-civilizada. Es el cisma soterrado sobre el que ha reflexionado con tanta profundidad como acierto el filósofo católico Pietro Prini.
[4] Pensemos, si no, en qué situación nos encontramos. Reflexionamos sobre la presencia pública de la Iglesia en un momento en que el portavoz de la Conferencia Episcopal ha dejado fuera de la comunión, aunque no excomulgados(¿?), a los diputados y senadores que en las próximas semanas voten a favor de la nueva ley de interrupción voluntaria del embarazo.
Pues bien, un diario titulaba así la noticia sobre las reacciones suscitadas por esas duras declaraciones: “Los diputados católicos no temen la excomunión”. Y continuaba: “Si trataron de remover conciencias, las amenazas han resultado ser contraproducentes. La promesa de excomunión dictada por el obispo Juan Antonio Martínez Camino contra los diputados que voten a favor de la nueva ley del aborto ha caído, peor que en saco roto, en la papelera del Congreso. Salvo excepciones de quienes unen dedicación pública y devoción privada en la bancada del PP, ni siquiera los conservadores han aplaudido las advertencias del portavoz de los obispos. Incluso dos formaciones con larga tradición cristiana, CiU y PNV, criticaron sus palabras” (Público, 22-11-09).
A tenor de lo dicho parecería que la presencia pública de la Iglesia no es ni fermento de fraternidad ni camisa de fuerza, sino un simple ruido de fondo, sólo molesto cuando eleva su volumen en la calle.
Por cierto: esa disonancia entre los responsables de la Iglesia y los ciudadanos, incluso aquellos que se consideran católico, no se produce sólo en el ámbito de la sexualidad. Suele ser esta una idea a la que se agarran desesperadamente determinados diagnósticos autojustificadores para cargar contra una sociedad “blanda y hedonista”, evitando así analizar la propia responsabilidad. Ocurre lo mismo, incluso más, en el ámbito de la política: si el 64% de los españoles señala que la religiosidad tiene muy poca o ninguna influencia en su vivencia de la sexualidad, el 67% dice lo mismo respecto de sus opiniones políticas.
[5] Es muy cierto lo que escribe González Faus en su primer texto: la cuestión de la laicidad no es exclusiva de la Iglesia, sino que se trata de un reto que brota de la pluralidad de nuestro mundo (p. 13). A esto se refiere el filósofo norteamericano Richard Bernstein cuado sostiene que el mayor problema al que se enfrenta el mundo no es el de un choque de civilizaciones, sino el de un choque de mentalidades:
La batalla que se libra actualmente no es entre creyentes religiosos con firmes compromisos morales y relativistas seculares que carecen de convicciones. Es una batalla que atraviesa la así llamada división entre lo religioso y lo secular. Es una lucha entre los que se sienten atraídos por los absolutos morales rígidos; los que creen que la sutileza y los matices encubren la falta de decisión; los que adornan sus prejuicios ideológicos con el lenguaje de la piedad religiosa; y los que enfocan la vida con una mentalidad más abierta, que se abstienen de buscar la certeza absoluta. Esta mentalidad no sólo es compatible con una orientación religiosa: es esencial para mantener viva la tradición religiosa y relevante para nuevas situaciones y contingencias.
No podemos caer en la tentación del fundamentalismo, del cierre sobre uno mismo. El mundo no es nuestro enemigo, sino el lugar privilegiado para la encarnación de Dios. El mundo está ahí para ser salvado, pero no para ser salvado de sí mismo ni contra sí mismo, sino en sí mismo, en toda su complejidad. El largo diálogo de Dios con el mundo debe continuar. Pero para que haya diálogo debe haber espacio para el diálogo. Y no hay espacio para el diálogo si no hay espacio libre, espacio no ocupado, hacia el que avanzar y por el que transitar. Y lo hay. Lo hay a condición de que la Iglesia aprenda a vivir en la tensión de la modernidad y sea capaz de asumir la propuesta que al respecto hacía Karl Rahner:
La Iglesia debe dejar de dar esas recetas baratas de pequeños clérigos que viven al margen de la auténtica vida de la sociedad y la cultura moderna, y remitir esas decisiones a la conciencia individual. No significa la retirada del cristianismo y de la Iglesia del terreno de la moral, sino un cambio de finalidad muy importante en la predicación cristiana; su deber es formar la conciencia y no primariamente con un adoctrinamiento casuístico, sino suscitando la conciencia y educándola para una decisión autónoma y responsable en las situaciones concretas, complejas y no racionalizables por completo, de la vida humana.
Porque lo cierto es que si, en el ecosistema cultural de esta concreta modernidad (bautizada como posmodernidad, modernidad reflexiva, segunda modernidad o modernidad líquida) no hay portador privilegiado por definición y a priori, las ideas, los valores y los proyectos que pueden humanizarnos y/o hasta salvarnos deberán construirse desde la deliberación. Y por tanto, desde la invitación permanente a todos, especialmente a los más distantes, a sentarse a la mesa.
“La Iglesia nunca conseguirá aceptar la laicidad si no deja de concebirse como una sociedad perfecta para pasar a ser una iglesia comunión”, advierte José Ignacio. Por su parte, Javier señala que “al día de hoy el encuentro de la Iglesia con la sociedad está repleto de rutas que no se navegaron, de oportunidades que no se aprovecharon, de caminos que no se recorrieron y de sendas olvidadas” (pp. 91-92).
A este viaje si me apunto. Ya me abrocho el cinturón...
Al leerlo he recordado un chiste de Gila. Un pasajero de un avión comenta: “No sé por qué tenemos que abrocharnos el cinturón; si el avión se cae no nos va a servir de nada”. A lo que otro pasajero le replica: “No, si es para que no se desparramen los cadáveres y facilitar el trabajo a los equipos de socorro”.
Porque aquí la cuestión no es volar con garantías. Aquí la cuestión es en que avión volamos y quién lo está pilotando. Y no me refiero sólo a la aeronave eclesial; también a la aeronave social.
[2] Porque ese es el problema. Es un problema institucional. Es la Iglesia la que tiene un problema con el mundo, la que debe elegir entre ser fermento de fraternidad o camisa de fuerza. Resto o residuo, tal como se planteaba en la Carta pastoral de los Obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, Renovar nuestras comunidades cristianas (Cuaresma-Pascua, 2005).
Personalmente yo no tengo grandes problemas a la hora de asumir el particular estatuto del cristiano: “estar en el mundo sin ser del mundo”. No tengo grandes problemas aunque los tenga: me explico. Tengo problemas de coherencia, claro que sí, muchísimos; y tengo problemas muchas veces a la hora de armonizar el paso de mi pata católica y de mi pata sociocultural, a un ritmo laico. Pero no tengo ningún problema por tener ese problema. Lo asumo como algo natural. No pretendo resolverlo mediante la amputación de ninguna de mis dos patas, ni cambiando el ritmo laico de mi marcha por un ritmo legionario, ni de Cristo ni del Tercio de Extranjeros.
Leyendo el último libro del filósofo Gianni Vattimo me he identificado mucho con la manera en se califica a sí mismo de “catocomunista”, constante a la que según él ha sido fiel a lo largo de toda su vida. Y escribe:
Confieso que hoy tiendo a sustituir, cada vez más, el “cato”, el componente católico, por un “cristiano” más general. Ante lo que la Iglesia católica se ha ido convirtiendo tras los últimos pontificados, el calificativo en el que siento tener que reconocerme es el más genérico, y amplio, de cristiano. Si no me decido a definirme como luterano, es sólo porque sigo intentando pensar que, en realidad, las dos fuentes de la revelación son la Biblia y la Tradición y, por tanto, no “sólo la Escritura” de Lutero. La Biblia me ha sido transmitida por la Iglesia, de lo contrario nunca la habría conocido. Pero la Iglesia que me transmite la Biblia ya no es tanto la de la jerarquía católica; sino más bien la comunidad de los cristianos que, como ponen de manifiesto tantos indicios, diverge cada vez más, en la manera misma de vivir y concebir la práctica cristiana, de los palacios vaticanos.
Vattimo no tiene los problemas que se plantean en el libro de Javier y José Ignacio sencillamente porque no se ha subido al mismo avión, no se ha abrochado el cinturón; y si alguna vez lo hizo, se lo ha desabrochado y se ha tirado en paracaídas. Así cualquiera.
[3] Porque, ¿cuál es el problema que plantea este libro? Es la presencia de la Iglesia en una sociedad radicalmente plural –no tengo tan claro que sea, como se señala en varios momentos en el libro, realmente “pluralista”-, secular, laica. Javier Vitoria lo formula así:
La Iglesia necesita considerarse a sí misma como “sociedad civil”, como parte de un todo plural al que debe aportar lo mejor de sí misma, desde una actitud de diálogo que lo haga razonable (p. 87).
Pero este es, como decía antes, un problema en primerísimo lugar de la propia Iglesia. Por decirlo de una manera un tanto brutal: la sociedad española puede convivir sin mayores problemas con una Iglesia que, por no ser capaz de considerarse a sí misma como “sociedad civil” –como una oferta cosmovisional entre otras muchas-, acabe volviéndose irrelevante. Una Iglesia civilmente inadaptada, una Iglesia que, en la encrucijada histórica a la que hoy se enfrenta irremediablemente –en palabras de Vattimo, cargar con el destino de una modernidad en crisis con todas sus consecuencias o, por el contrario, reivindicar su carácter ajeno a la misma-, se decante por la extemporaneidad, por la extrañeza radical, “renunciaría a ser un mundo y una civilización, para volver a convertirse en lo que quizás era originariamente, una secta entre otras sectas y un objetivo factor de disgregación social entre otros”.
Y, por lo que parece, incluso los propios católicos están empezando a vivir sin demasiados problemas incluso en el seno de una Iglesia in-civilizada. Es el cisma soterrado sobre el que ha reflexionado con tanta profundidad como acierto el filósofo católico Pietro Prini.
[4] Pensemos, si no, en qué situación nos encontramos. Reflexionamos sobre la presencia pública de la Iglesia en un momento en que el portavoz de la Conferencia Episcopal ha dejado fuera de la comunión, aunque no excomulgados(¿?), a los diputados y senadores que en las próximas semanas voten a favor de la nueva ley de interrupción voluntaria del embarazo.
Pues bien, un diario titulaba así la noticia sobre las reacciones suscitadas por esas duras declaraciones: “Los diputados católicos no temen la excomunión”. Y continuaba: “Si trataron de remover conciencias, las amenazas han resultado ser contraproducentes. La promesa de excomunión dictada por el obispo Juan Antonio Martínez Camino contra los diputados que voten a favor de la nueva ley del aborto ha caído, peor que en saco roto, en la papelera del Congreso. Salvo excepciones de quienes unen dedicación pública y devoción privada en la bancada del PP, ni siquiera los conservadores han aplaudido las advertencias del portavoz de los obispos. Incluso dos formaciones con larga tradición cristiana, CiU y PNV, criticaron sus palabras” (Público, 22-11-09).
A tenor de lo dicho parecería que la presencia pública de la Iglesia no es ni fermento de fraternidad ni camisa de fuerza, sino un simple ruido de fondo, sólo molesto cuando eleva su volumen en la calle.
Por cierto: esa disonancia entre los responsables de la Iglesia y los ciudadanos, incluso aquellos que se consideran católico, no se produce sólo en el ámbito de la sexualidad. Suele ser esta una idea a la que se agarran desesperadamente determinados diagnósticos autojustificadores para cargar contra una sociedad “blanda y hedonista”, evitando así analizar la propia responsabilidad. Ocurre lo mismo, incluso más, en el ámbito de la política: si el 64% de los españoles señala que la religiosidad tiene muy poca o ninguna influencia en su vivencia de la sexualidad, el 67% dice lo mismo respecto de sus opiniones políticas.
[5] Es muy cierto lo que escribe González Faus en su primer texto: la cuestión de la laicidad no es exclusiva de la Iglesia, sino que se trata de un reto que brota de la pluralidad de nuestro mundo (p. 13). A esto se refiere el filósofo norteamericano Richard Bernstein cuado sostiene que el mayor problema al que se enfrenta el mundo no es el de un choque de civilizaciones, sino el de un choque de mentalidades:
La batalla que se libra actualmente no es entre creyentes religiosos con firmes compromisos morales y relativistas seculares que carecen de convicciones. Es una batalla que atraviesa la así llamada división entre lo religioso y lo secular. Es una lucha entre los que se sienten atraídos por los absolutos morales rígidos; los que creen que la sutileza y los matices encubren la falta de decisión; los que adornan sus prejuicios ideológicos con el lenguaje de la piedad religiosa; y los que enfocan la vida con una mentalidad más abierta, que se abstienen de buscar la certeza absoluta. Esta mentalidad no sólo es compatible con una orientación religiosa: es esencial para mantener viva la tradición religiosa y relevante para nuevas situaciones y contingencias.
No podemos caer en la tentación del fundamentalismo, del cierre sobre uno mismo. El mundo no es nuestro enemigo, sino el lugar privilegiado para la encarnación de Dios. El mundo está ahí para ser salvado, pero no para ser salvado de sí mismo ni contra sí mismo, sino en sí mismo, en toda su complejidad. El largo diálogo de Dios con el mundo debe continuar. Pero para que haya diálogo debe haber espacio para el diálogo. Y no hay espacio para el diálogo si no hay espacio libre, espacio no ocupado, hacia el que avanzar y por el que transitar. Y lo hay. Lo hay a condición de que la Iglesia aprenda a vivir en la tensión de la modernidad y sea capaz de asumir la propuesta que al respecto hacía Karl Rahner:
La Iglesia debe dejar de dar esas recetas baratas de pequeños clérigos que viven al margen de la auténtica vida de la sociedad y la cultura moderna, y remitir esas decisiones a la conciencia individual. No significa la retirada del cristianismo y de la Iglesia del terreno de la moral, sino un cambio de finalidad muy importante en la predicación cristiana; su deber es formar la conciencia y no primariamente con un adoctrinamiento casuístico, sino suscitando la conciencia y educándola para una decisión autónoma y responsable en las situaciones concretas, complejas y no racionalizables por completo, de la vida humana.
Porque lo cierto es que si, en el ecosistema cultural de esta concreta modernidad (bautizada como posmodernidad, modernidad reflexiva, segunda modernidad o modernidad líquida) no hay portador privilegiado por definición y a priori, las ideas, los valores y los proyectos que pueden humanizarnos y/o hasta salvarnos deberán construirse desde la deliberación. Y por tanto, desde la invitación permanente a todos, especialmente a los más distantes, a sentarse a la mesa.
“La Iglesia nunca conseguirá aceptar la laicidad si no deja de concebirse como una sociedad perfecta para pasar a ser una iglesia comunión”, advierte José Ignacio. Por su parte, Javier señala que “al día de hoy el encuentro de la Iglesia con la sociedad está repleto de rutas que no se navegaron, de oportunidades que no se aprovecharon, de caminos que no se recorrieron y de sendas olvidadas” (pp. 91-92).
A este viaje si me apunto. Ya me abrocho el cinturón...