sábado, 15 de agosto de 2015

Quince días de agosto

Que dan para mucho. Además de las tareas de aprovisionamiento, cocina, limpieza, descanso y socialización (o sea, los sagrados poteos de las 13:00 y las 20:00, salvo causa muy justificada).
Agosto de vacaciones, que es lo mismo que decir agosto de lectura y de montaña.

Empezando por la primera:

En el apartado de ficción, hasta ahora he podido leer las novelas El miedo más profundo y El último detalle, de Harlan Coben, ambas editadas por RBA y con el agente deportivo metido a investigador Myron Bolitar como protagonista. Las de Coben son siempre buenas lecturas, con historias bien construidas, tramas complejas moralmente ambiguas y abundantes apuntes sociológicos, como este:

“Wilston está en Massachusets occidental, más o menos a una hora de las fronteras de New Hampshire y Vermont. Todavía pueden verse los restos del pasado, la frecuente representación artística de las ciudades de Nueva Inglaterra con las aceras de ladrillo en espiga, las casas coloniales de madera, las placas de bronce de la sociedad histórica en las fachadas de muchos de los edificios, la iglesia blanca con el tejado a dos aguas en el centro de la ciudad: toda la escena reclamando a gritos la doradas hojas del otoño o una gran nevada. Pero como en todas las demás partes de Estados Unidos, el boom de los centros comerciales está destrozando lo histórico. Las carreteras entre estos pueblos de postal se habían ensanchado a lo largo de los años, como si fuesen culpables de glotonería, para alimentar kas enormes tiendas que ahora las bordeaban. Los centros comerciales se tragaban el carácter personal, todo lo típico, y dejaban en su estela una blandura universal que asolaba las carreteras y caminos de América. De Maine a Minnesota, de carolina del Norte a Nevada, quedaba muy poca textura e individualidad. No había nada más que Home Depot, Office Max y tiendas de descuento.
Por otro lado, llorar por los cambios que el progreso nos impone y anhelar los viejos tiempos hacía que fuese fácil criticar. Más duro era responder a las preguntas de por qué, si estos cambios eran tan malos, todos los lugares y las personas se apresuraban a darles la bienvenida con tanto entusiasmo”.


También he leído la novela Calor helado, de M.J. McGrawth en Ediciones B: un thriller ambientado en el Ártico canadiense, con la cultura inuit como telón de fondo. Y, sobre todo, me he metido de lleno en las 700 páginas de Ángulo de reposo, de Wallace Stegner, otra excelente obra editada por Libros del Asteroide. La memorable epopeya de Susan Burling narrada por su nieto en los años Setenta: “Una dama cuáquera de elevados principios, esposa de un ingeniero de no demasiado éxito al que apoyaste durante años de esperanzas postergadas, viviste en el exilio, lo escribiste, lo dibujaste –New Almadén, Santa Cruz, Leadville, Michoacán, el valle del río Snake, las minas profundas de cuarzo justo debajo de esta casa- y seguiste siendo todo el tiempo una esnob cultural. Incluso cuando viviste en un campamento en un cañón, tus hijos tenían una institutriz, nada menos, sin duda alguna la única en todo Idaho. Lo que tú soñabas para tus hijos era un sueño cultivado en el Este”. Una historia de privaciones y de logros, de lealtades y de sacrificios de descubrimientos y de conexiones permanente. Una gran historia.

En cuanto a ensayo, he podido leer estos días En deuda, de David Graeber (Ariel, 2012), pendiente desde hace un tiempo. Aunque tiene cosas interesantes, me ha costado terminarlo. Creo que le sobran bastantes páginas.

También he leído Nacionalismo banal, de Michael Billig (Capitán Swing, 2014). Su tesis fundamental es que las naciones (y los nacionalismos) se construyen en momentos de crisis, apoteosis, conflicto, sí, pero sobre todo se reproducen y sostienen mediante prácticas banales, cotidianas: “El nacionalismo banal opera con palabras [y prácticas] prosaicas y automáticas que dan por sentada la existencia de las naciones y que, al hacerlo, las inhabitúan. Más que las grandilocuentes expresiones memorables, las palabras pequeñas suministran recordatorios constantes, pero apenas conscientes, de la patria, con lo que hacen inolvidable ‘nuestra’ identidad nacional. […] Las palabras esenciales del nacionalismo banal suelen ser las más pequeñas: ‘nosotros’, ‘esto’ y ‘aquí’…”. Leyendo el libro pensaba en cuanto nacionalismo banal hay detrás del actual nacionalismo épico en Cataluña, habiéndolo hecho posible; y me preocupa pensar que mi “nosotros” cívico pueda estar alimentando esos procesos. Pero también pensaba en la banalización nacionalista que se hace pasar por patriotismo español desde el PP.

Muy interesante el libro de Ildefonso Marqués La movilidad social en España (Los libros de la catarata, 2015). Una excelente y fundamentada crítica del mito meritocrático y la ideología liberal de la igualdad simple de oportunidades.

Muy sugerente también el libro de Marco Revelli Posizquierda. ¿Qué queda de la política en el mundo globalizado? (Trotta, 2015). No tanto su análisis de los “síntomas” de la crisis de las políticas de izquierdas (con su lectura y excelente síntesis de las aportaciones, bien conocidas, de Beck, Giddens, Bauman o Rosanvallon) cuanto por las breves entrevistas contenidas en el libro realizadas a distintos pensadores y activistas italianos, como Massimo Cacciari, Mario Tronti, Sergio Staino, Ilvo Diamanti o el colectivo Wu Ming, con perspectivas y reflexiones tan distintas como estas:
Wu Ming: “Sin la conciencia sobre el conflicto, la izquierda se convierte en un manual para boy scouts, en un esnobismo propio de quien se siente mejor que los demás porque es abierto de mente, políticamente correcto, en una limpieza de la conciencia con detergentes económicos. […] No basta con el virtuosismo individual, no debes cambiar el cubo de la basura en casa, sino cambiar un mundo reducido a cubo de basura. No salvas el pellejo solo, sino solo actuando colectivamente”.
Staino: “’Izquierda’ es una gran sensibilidad natural, una tendencia del corazón humano. ‘Izquierda’ es una disposición mental y ética que precede a la elección política, es el fundamento, la condición necesaria de la política. Es una actitud de bondad fundamental hacia el hombre y el mundo, un sentimiento íntimo de benevolencia. Cualquier otra consideración es fruto de ello. […] Lamentablemente, la búsqueda de la justicia llevada a cabo sin bondad ya la hemos visto en la historia de la izquierda”.

También he encontrado muchas sugerencias en el libro de Terry Eagleton Por qué Marx tenía razón (Península, 2012). Su objetivo, presentar a un Marx sumamente complejo, más allá de la caricaturización que tan a menudo han hecho de su obra tanto adversarios como partidarios. Escrito con su característico estilo fresco y lleno de humor –“Bien es verdad que, como ya hemos visto, el desarrollo espiritual y el material no siempre van de la mano, ni mucho menos. Dólo hay que mirar a Keith Richards para comprobarlo”; “Sin las clases medias que Marx tanto admiraba no poseeríamos nuestra actual herencia de libertad, democracia, derechos civiles, feminismo, republicanismo, progreso científico y otras muchas bondades en nuestro haber (como tampoco acumularíamos en nuestro debe maldiciones como las depresiones económicas, la mano de obra semiesclava, el fascismo, las guerras imperiales y Mel Gibson)”- Eagleton repasa algunas de estas caricaturizaciones que, en su opinión, no hacen justicia a la aportación del filósofo y activista de Tréveris: el marxismo siempre ha fracasado en su aplicación práctica, es una forma de determinismo económico que anula la libertad del individuo, no es más que un sueño utópico, incurre en un materialismo grosero, glorifica la violencia y rechaza la reforma, defiende un Estado autoritario, etc. Aunque creo que Eagleton se pasa en su empeño de reivindicar a Marx cuando lo presenta como un protoecologista y “adalid de la emancipación de las mujeres, la paz mundial, la lucha contra el fascismo o la libertad anticolonial”, el libro contiene análisis muy interesantes, especialmente los capítulos en los que analiza las cuestiones del materialismo, el determinismo y la libertad del individuo.

Y por último (por ahora), he disfrutado enormemente leyendo La coronación del Everest, la crónica sobre el terreno de la gesta de Edmund Hillary y Tenzing Norgay firmada por el periodista de The Times James Morris (Gallo Nero, 2015).

En cuanto a la montaña, durante la semana pasada he tenido la fortuna de subir al Espigüete (2.450 mts., el día 1), Curavacas (2.450, el día 3, acompañado de Asier, Miren y Luis Mari), Pico Murcia (2.341, el día 5) y Peña Prieta (2.575, el día 7).







El día 9, víspera de San Lorenzo, volvimos a sumarnos a la comitiva que desde Cardaño de Arriba sube hasta el collado de Hontanillas para esperar a las y los romeros que vienen desde Portilla de la Reina, en la vertiente leonesa del puerto, para luego bajar todos juntos hasta Cardaño. Es una fiesta muy especial, a la que no falto desde hace ya tres años. En esta ocasión subimos Maite, Jesús, Sama y yo. Como llegamos a Hontanillas con tiempo, mientras esperábamos al grupo de Portilla subimos hasta la cumbre de Peñas Malas (2.279 mts.), que tiene una de las aristas cimeras más hermosas de la Montaña Palentina.







También ha habido tiempo para dar algunos paseos más relajados, buscando fotografiar alguno de los animales característicos de la zona.






Aún quedan unos pocos días, casi hasta que las golondrinas que me saludan cada mañana se preparen para su migración.