En la habitación de casa donde trabajo hay una balda que hace las veces de altarcillo dedicado a mis particulares divinidades menores literario-morales.En este sencillo
lararium se encuentran los libros de Simone Weil y de Albert Camus. Mi devoción por estos dos autores es enorme, y nunca me canso de releer sus escritos, encontrando siempre en ellos ocasión para la reflexión.
En el caso de Camus, aquí se encuentran sólo sus ensayos y su obra periodística; sus novelas y sus obras de teatro están en la biblioteca, en el lugar que le corresponde en cuanto que autor francés (sí, para las novelas tengo un principio de clasificación nacionalista, lo que para un
etranger radical como Camus debe resultar insufrible).
Lo primero que leí de Camus fue
La peste, en la edición de bolsillo de Edhasa de 1978. Sería por entonces, aquel año, cuando la lectura de este libro me convirtió en fervoroso camusiano. En aquella época, las apasionadas conversaciones entre Rambert y Tarrou (
"Estoy harto de la gente que muere por una idea. Yo no creo en el heroismo ... en el fondo es criminal") o entre Paneloux y Rieux ("
Yo tengo otra idea del amor y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados") fueron esenciales para la construcción de mi personal conciencia moral.
Luego, claro, vino
El extranjero,
El estado de sitio ("
Se trata de saber, buen hombre, si usted es de los que respetan el orden existente por la única razón de que existe"),
Calígula,
El exilio y el reino,
Los justos (debería ser lectura obligada: "
No matar bastante, a veces, es matar por nada"),
El primer hombre...
Y entre novela, relato y drama aparecieron, poderosísimos, ensayos que tal vez me existencializaron demasiado pronto haciendo de mi un joven un tanto raro, pero a cuya influencia no he renunciado:
El hombre rebelde ("
El revolucionario es al mismo tiempo rebelde o ya no es revolucionario, sino policía y funcionario que se vuelve contra la revolución") en la edición de Losada,
El mito de Sísifo y, sobre todo,
la selección de artículos que con el título de
Moral y política publicó Alianza en 1984, recogidos de nuevo en 2002 junto con otros artículos más en
Crónicas (1944-1953).
Hoy, cuando se cumplen 100 años del nacimiento de Camus, me apetece compartir aquí unos fragmentos de su artículo titulado "Ni víctimas ni verdugos", publicado en el periódico
Combat en noviembre de 1946, y que puede leerse en
Moral y política (pp. 87-90) o en
Crónicas (pp. 94-97).
Democracia y dictadura internacionales
Hoy sabemos que ya no quedan islas y que las fronteras son inútiles.
Sabemos que en un mundo en constante aceleración, donde el Atlántico se cruza
en menos de un día, donde Moscú habla con Washington en unas horas, estamos
obligados a la solidaridad o a la complicidad, según los casos. Durante los
años cuarenta aprendimos que el daño causado a un estudiante de Praga afectaba
al mismo tiempo al obrero de Clichy, que la sangre derramada en algún lado a
orillas de un río de la Europa
central llevaría a un campesino de Texas a verter la suya en la tierra de unas
Ardenas que veía por primera vez. No había, como ya no hay, un solo
sufrimiento, aislado, una sola tortura en este mundo que no repercutiera en
nuestra vida de todos los días.
[...] Del mismo modo, ningún problema económico, por secundario que
parezca, puede solucionarse hoy en día sin la solidaridad de las naciones. El
pan de Europa está en Buenos Aires y las máquinas herramientas de Siberia se
fabrican en Detroit. Hoy en día, la tragedia es colectiva. Todos sabemos, pues, sin sombra de duda, que el nuevo orden que buscamos no
puede ser sólo nacional ni siquiera continental, ni mucho menos occidental u
oriental. Debe ser universal. Ya no es posible esperar soluciones parciales o
concesiones [...].
¿Cuáles son hoy en día los medios para alcanzar esa unidad del mundo, para
realizar esa revolución internacional que podría redistribuir mejor los recursos
humanos, las materias primas, los mercados comerciales y las riquezas
espirituales? [...] El acuerdo mutuo entre las partes. No nos preguntaremos si es
posible, pues aquí consideramos que cabalmente es el único posible. Nos preguntaremos
ante todo qué es.
Ese acuerdo de las partes tiene un nombre, que es la democracia
internacional [...].Es una
forma de sociedad en la que la ley está por encima de los gobernantes, al ser
dicha ley expresión de la voluntad de todos, representada por un cuerpo
legislativo. ¿Es eso lo que se intenta fundar hoy? Nos están preparando, en
efecto, una ley internacional. Pero son los gobiernos, o sea el ejecutivo,
quienes hacen o deshacen esa ley. Nos hallamos, pues, en un régimen de
dictadura internacional. La única forma de evadirnos de ella consiste en poner
a la ley internacional por encima de los gobiernos, y por lo tanto hacer esa
ley, y por lo tanto disponer de un parlamento, y por lo tanto constituir ese
parlamento mediante elecciones mundiales en las que participarían todos los pueblos.
Y como no tenemos ese parlamento, el único medio es resistir a esa dictadura
internacional en un plano internacional y con medios que no contradigan el fin
perseguido.
Parece escrito ayer mismo.