“A los jóvenes montañeros del presente, los apellidos Terray, Rébuffat o Lachenal no les dicen nada. Los más curiosos pueden rebuscar en algún vídeo, pero se desaniman cuando ven imágenes en blanco y negro. Si estos tres franceses continúan siendo importantes hoy en día a los ojos de la historia del alpinismo es, sencillamente, porque sentaron las bases de una ética. Curiosamente, los mejores alpinistas siguen hoy en día dicha ética… sin saber de dónde procede realmente. Los libros de Terray y Rébuffat contienen las respuestas a las preguntas filosóficas de los escaladores, defienden ideas precisas: la amistad en el seno de la cordada, el sacrificio por el bien común, la aventura como valor supremo del alpinismo, el respeto hacia el medio natural como punto de partida, el humanismo integrado en un universo salvaje”.
Leer este libro te impulsa a respirar más hondo, como si las palabras se escribieran en la altura y cada página requiriera un pequeño esfuerzo de aclimatación. No es una novela ni un manual de escalada sino un itinerario interior, un largo camino por las luces y sombras de quienes dedican su vida a subir montañas (y a descifrarlas). Desde las primeras páginas se escucha la voz de alguien que ha estado allí, que ha olido la nieve, que ha acariciado la roca, que ha sentido el vértigo y el miedo, pero también la calma inmensa del silencio blanco. Gogorza escribe con la serenidad de quien sabe perfectamente que el alpinismo no se mide en metros, sino en vida consciente. Periodista y guía de alta montaña, combina la precisión del cronista con la humildad del caminante; de ahí que su relato no busque deslumbrar con hazañas, sino interrogarse sobre el porqué de ellas: ¿qué empuja al ser humano a subir donde aparentemente no hay nada?
El libro avanza como una travesía dividida en pequeñas etapas, cuarenta y una historias que se entrelazan para construir una gran cordillera de relatos. Cada una es una cima, un collado, una noche en una tienda azotada por el viento o una reflexión al pie de un glaciar. En sus páginas desfilan nombres míticos –Mallory, Bonatti, Terray, Messner, Bonington- junto a figuras anónimas o íntimas. Sí, hay una “flagrante ausencia” de mujeres. Lo que une a todos no es la fama ni el récord, es la misma pulsión esencial, la que late en la sangre de quien se enfrenta a su propio límite.
Hay momentos en los que el autor se detiene a mirar atrás, hacia los pioneros (y alguna destacada pionera) que trepaban sin cuerdas ni mapas, buscando lo desconocido. En otras ocasiones su mirada se dirige al presente, a esa montaña saturada de selfies y expediciones comerciales que suben al Everest como si fuera un parque temático: “es el signo de los tiempos: las montañas icónicas se privatizan, desde el Cervino hasta el Mont Blanc, pasando por el Everest”. Gogorza no condena ni idealiza: observa y describe con melancolía y lucidez, consciente de que el alpinismo ha cambiado, pero que en su núcleo sigue ardiendo una llama antigua, casi sagrada.
“El gran asunto del alpinismo, su mayor misterio, no tiene que ver con montañas sino con personas. En las motivaciones de sus actores y actrices encontramos casi toda la base épica y literaria de una actividad tan fácil de explicar como complicada de entender”.
El subtítulo del libro, luz y oscuridad de camino a la cumbre, marca el tono: cada ascenso lleva en sí su doble rostro, la montaña es belleza y abismo, pureza y vanidad, vida y muerte. Hay descripciones luminosas, de amaneceres sobre las cimas nevadas, y páginas sombrías en las que se asoma la pérdida: amigos que no regresaron, accidentes que dejaron una huella imborrable. Gogorza escribe esos pasajes sin dramatismo, con la voz baja de quien sabe que el respeto es la única forma de homenaje.
Más que contar aventuras, el autor desvela una ética. Sabe que la montaña no se conquista, se comparte, se atraviesa, se sobrevive a ella, y que el éxito no está en la cima, sino en la manera de llegar hasta allí. Entre las líneas se percibe su admiración por quienes renunciaron a seguir subiendo cuando era más sabio detenerse, por los que entendieron que la grandeza también puede consistir en dar media vuelta.
En su última parte, el libro se abre a las sombras del presente: el dopaje, la mercantilización de las cumbres, la desigualdad de género que durante décadas marginó a las mujeres alpinistas. Pero incluso ahí, en su crítica, late un profundo amor por la montaña y por el montañismo.
Cuando llegamos al final nos queda la sensación de haber acompañado al autor en una larga expedición y la certeza de que la montaña -real y simbólica- nos exige mucho, pero nos regala mucho más.
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La bandera en la cumbre: Una historia política del montañismo
Capitán Swing, 2025
Capitán Swing, 2025
“Son días para ser maquis noctiluentes de la causa de Gaia, justicieros del medio ambiente. Subimos a las montañas porque están ahí, decía Mallory, y ahí seguirán si el planeta deviene el infierno irrespirable que va camino de ser, pero todo lo demás desaparecerá si no le ponemos remedio: glaciares, hayedos, los ciervos y las ardillas, las verónicas y saxífragas de los bens escoceses y, por supuesto, nosotros, que tal vez fuimos creados, al fondo de los tiempos, por los dioses-montaña, deseosos de tener quien los pensara, amara y soñase, quien les pintara cuadros y les escribiese poemas. La montaña se muere si perecemos nosotros, aunque quede en pie la roca insensible, su carne pétrea que, sin alma ni amantes, será un cadáver anónimo, un cadáver sin reclamar en la morgue del cosmos”.
En estos tiempos de machacona e interesada (también políticamente) cantinela sobre la necesidad de separar deporte y política, desde la primera página de este libro Pablo Batalla nos invita a contemplar la montaña no como un espacio puro, desvinculado del mundo, sino como un escenario saturado de símbolos, de banderas, de poder. La montaña aparece en este libro también como escenario, como tribuna, como podio y como confesionario: allí arriba no se planta simplemente una cuerda o un piolet, sino una convicción, un signo, una reivindicación. La montaña no es un santuario ajeno a la historia, ni un simple desafío físico: es un campo de fuerzas, un espejo del mundo y de las ideologías que lo modelan. Y desde ese ángulo, el autor acomete su ensayo con pasión de escalador y rigor de historiador.
Con un estilo que combina la claridad del ensayo con el pulso de la narración, Pablo Batalla recorre más de dos siglos de historia del montañismo, desde las expediciones coloniales del siglo XIX hasta las más recientes del siglo XXI. Su mirada es política, pero también profundamente humana: se interesa tanto por la geopolítica del Everest como por el gesto íntimo de quien sube para desafiar su propio destino. Su investigación es minuciosa -plagada de datos, anécdotas y voces de época-, pero su escritura no se encalla en la erudición. Fluye como quien sube sin prisa, midiendo el paso, el pulso y el aire que entra y sale de sus pulmones.
El autor estructura el libro en dieciocho capítulos, cada uno de los cuales asocia un tipo de montaña o un momento histórico con una corriente ideológica. Esa elección permite una lectura rítmica, ascendente, donde cada pico representa una idea.
En uno de los capítulos más intensos, el autor analiza la apropiación del alpinismo por los regímenes totalitarios, en particular el nazismo. Las montañas, allí, se convirtieron en metáforas de pureza racial y fortaleza nacional. Décadas después, otros picos fueron tomados por el socialismo real como escenarios de igualdad y sacrificio común.
En uno de los capítulos más intensos, el autor analiza la apropiación del alpinismo por los regímenes totalitarios, en particular el nazismo. Las montañas, allí, se convirtieron en metáforas de pureza racial y fortaleza nacional. Décadas después, otros picos fueron tomados por el socialismo real como escenarios de igualdad y sacrificio común.
Frente a esta relación totalitaria con la montaña, el feminismo halló en la escalada -tradicionalmente masculina y abiertamente patriarcal, hasta machista- una forma de desafío político y libertad personal. En todos los casos, la montaña se revela como un espejo de luchas humanas fundamentales.
Pablo Batalla consigue que ese repaso histórico se lea con el pulso de una novela coral. Hay ascensos triunfales y tragedias, gestos heroicos y contradicciones morales. Pero más allá de los hechos, lo que sostiene el relato es la pregunta constante: ¿de qué sirve llegar arriba si no sabemos qué bandera estamos izando?
Al cerrar el libro, nos quedamos con una sensación curiosa: no hemos escalado una montaña, sino muchas; no hemos leído una historia del alpinismo, sino un tratado sobre la condición humana. Hemos subido picos simbólicos, plantado banderas de muchas tonalidades, y nos damos cuenta de que la “cumbre” no es un punto fijo, sino un umbral: la cima de la montaña y la cima de nuestras convicciones. Y quizá, lo más relevante, es que la montaña ha estado ahí, siempre, como espejo de nosotras mismas, de nuestras aspiraciones, de nuestras contradicciones. Porque, como sugiere Batalla, cada ascenso es también una metáfora de cómo nos relacionamos con el poder, con las otras y los otros, con nosotras mismas.
La bandera en la cumbre es un ensayo que enriquece y complejiza nuestra mirada hacia la montaña. En la última página, el eco de la pregunta inicial sigue resonando: ¿qué bandera plantaremos en nuestra cumbre? Ahí reside el acierto del libro, en recordarnos que la montaña -lejos de ser un refugio apolítico- es un espejo que nos devuelve la imagen más nítida de lo que somos como sociedad. No una montaña inmaculada, sino una montaña con historia y con huellas.
Un libro para quienes aman la montaña, sí, pero también para quienes aman la historia, la política, las ideas que se elevan tanto como la roca. Y para quienes se preguntan: ¿qué bandera quiero izar en mi cima? Yo me quedo, cada vez más, con esta:
“[N]o es más limpio –más ecológico- quien más limpia, sino quien menos ensucia. Esta segunda vocación requiere un mayor grado de autorreflexión que la primera, y, si nos implicamos en ella, no nos bastará con no abandonar nuestros pertrechos en el Everest, sino que tendremos que ir más allá y preguntarnos cómo se fabricaron, de qué materiales están hechos –tal vez se extrajeron de una devastadora mina del Congo-, cuál es la huella de carbono de su transporte hasta la tienda en la que los compramos, cuán imprescindibles son. E incluso decidiremos, si la llevamos al extremo, no ir al Himalaya en absoluto si no somos habitantes de sus laderas. También es una forma de ecologismo, aunque no necesite etiqueta alguna, renunciar a conocer las cordilleras de las antípodas, llenando la atmósfera del dióxido de carbono del avión en el que volamos para llegar a ellas, y conformarnos con las que quedan cerca de casa. Nos convertimos así en alpinistas de kilómetro cero como Nan Shepherd, que en los Cairngorms no encontraba gargantas vertiginosas ni escarpaduras estratosféricas en las cuáles sufrir el mal de altura, pero tampoco lo necesitaba. Siguen existiendo montañeros monógamos cuyo mundo cabe en dos o tres hojas del Mapa Topográfico Nacional”.

















