jueves, 9 de octubre de 2025

Todos pájaros

Wajdi Mouawad
Todos pájaros
Traducción de Coto Adánez
La Uña Rota, 2020

“La Operación Nube de Granizo adquiere una magnitud sin precedentes con la intervención de cuatro mil soldados desplegados en el conjunto de los territorios palestinos, apoyados por carros de asalto, cazas y destructores de la Armada. El ministro de defensa ha declarado que el Gobierno debe prepararse para una escalada de violencia y el primer ministro ha indicado que Israel «tomará las medidas necesarias para erradicar, de una vez por todas, las organizaciones terroristas palestinas»”


Wajdi Mouawad nació en 1968 en la localidad de Deir el Qamar, una pequeña población del sur del Líbano. En 1977 su familia salió del país huyendo de la guerra para refugiarse en París, de donde fueron expulsados en 1983, asentándose definitivamente en Quebec. Pero la guerra civil libanesa lo ha acompañado como trasfondo de todas sus obras. En todas ellas, una suerte de perversa e inapelable maquinaria de la sangre relaciona inextricablemente pasado y presente, convirtiendo a sus protagonistas en actrices y actores de un drama eterno. Así ocurría en su impresionante novela Ánima (Destino, 2014; traducción de Pablo Martín Sánchez):

"Yo nací hace tiempo de una masacre, mi familia fue degollada contra el muro de nuestro jardín, y hoy, años después, a miles de kilómetros de allí, la maquinaria de la sangre parece haberse puesto de nuevo en marcha. De Léonie a Janice, de Janice a Chuck y su desgraciado perro, y de Chuck a Rooney, revivo, uno por uno, todos los muertos que me vieron nacer. Es como un juego de pistas macabro que se practica sobre la tierra de América y en el que otros antes que yo, indios, colonos, nordistas o sudistas, sufrieron las mismas carnicerías, y sólo ahora empiezo a entenderlo. No se ha acabado porque sigue aullando y parece que me llama cada vez con mayor insistencia, parece que me nombra por mi propio nombre".

La historia que narra en Todos los pájaros comienza en una biblioteca de Nueva York, un espacio neutro, aparentemente ajeno a los conflictos del mundo. Allí, dos jóvenes se encuentran: Eitan, un científico alemán de origen israelí, y Wahida, una estudiante norteamericana con raíces árabes. El amor surge como un relámpago, luminoso, inesperado, casi puro. Pero esa chispa inicial no tarda en verse rodeada por las sombras del pasado, por las memorias que cada una, cada uno, lleva inscritas en la piel, incluso sin saberlo. El viaje de ambos hacia los territorios de Israel y Palestina marca un giro brusco: en el paso de Allenby (Al-Karamé para las y los palestinos), entre Israel y Jordania, un atentado terrorista deja a Eitan en coma. A partir de ese momento, el amor se convierte en silencio y el silencio en escenario donde emergen las tensiones familiares, los secretos no dichos, las historias que laten bajo la superficie: la memoria colectiva infiltrándose en la intimidad. Los padres callan, los abuelos ocultan, los hijos descubren demasiado tarde. Las verdades enterradas actúan como minas bajo el suelo familiar. Cada revelación estalla y transforma las relaciones, los cuerpos, las lenguas.

Ya no se trata solo de una historia de amor, sino de una disección brutal de la identidad, de los silencios familiares, de los secretos que generaciones enteras prefieren no nombrar. Alrededor de la cama de Eitan, mientras su vida pende de un hilo, se cruzan las voces de su padre, David, su madre, Norah, su abuela materna, Leah, y la de Wahida, cada una arrastrando culpas, miedos, resentimientos. El amor entre ambos se convierte en una herida que revela viejas fracturas: la del conflicto israelí-palestino, la de la herencia judía tras la Shoah, la de una memoria árabe desplazada y silenciada. Estas fracturas se encarnan en otros tres personajes fundamentales: Etgar, abuelo paterno de Eitan; Eden, mujer soldado israelí; y Hasan Ibn Muhammad Al-Wazzan, conocido en Occidente como León el Africano, cuya figura investiga Wahida.

El tiempo dramático en Mouawad no es lineal, el relato avanza y retrocede, se abre como un abanico de recuerdos, sueños, flashbacks y presencias fantasmales. La obra avanza como una espiral, cada escena no solo revela una capa del presente, sino que arrastra consigo siglos de historia, mitos, traiciones, genealogías. El autor recurre a la metáfora del pájaro anfibio -un pájaro que sueña con nadar entre los peces- para hablar de quienes no pertenecen del todo a un lugar ni a otro, de quienes viven entre mundos y terminan pagando el precio de su ambigüedad. Así son los personajes de esta obra: desajustados, "herederos de dos pueblos que se hacen pedazos", obligados a ser pájaro o pez cuando en realidad son ambos.

Mouawad se caracteriza por ser una voz que explora con crudeza y poesía las fracturas del siglo: las guerras, los silencios familiares, la violencia heredada, la memoria y la imposibilidad de olvidar. En Todos pájaros vuelve a introducirnos en un universo donde lo íntimo y lo histórico se entrelazan con la misma intensidad. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué lugar ocupan mis antepasados en mi destino? ¿Puedo amar más allá de las fronteras de mi identidad? ¿Qué identidad elegimos cuando todas nos dividen? ¿Cómo vivir con los fantasmas del pasado? ¿Qué herencia aceptar, cuál transformar, cuál olvidar? Mouawad no ofrece respuestas fáciles y la obra termina dejando más preguntas que certezas. Pero en ese espacio abierto, en ese territorio de ambigüedad, late la esperanza de que, pese a todo, tal vez podamos seguir buscándonos como pájaros errantes que sueñan con volar y nadar al mismo tiempo.

“Ni todo Auschwitz al completo afectó al más mínimo gen, al más ínfimo ADN de mi abuelo. Escúchame: cuando en 1966, la simiente de tu padre fecundó a tu madre, ¡no llevaba dentro ningún campo de concentración! No te vayas, siéntate, ¡vas a escucharme! La transmisión, tal y como tú la concibes, no existe, la única transmisión que existe es genética y la genética es sorda y ciega a cualquier afecto, a cualquier dolor. ¡No está en la sangre ni en la carne! ¡Está en la cabeza! ¡No es más que psicología de mierda! Una educación culpabilizadora porque todavía no hemos encontrado la forma de contar el pasado a los niños sin darles el coñazo y, si les traumatizamos, es porque queremos que estén traumatizados, ¡no aceptaríamos que lo superasen! Así que se inventó esa palabra, «transmisión» y no «asesinato» porque eso no se dice, se les dice «memoria, el peso de los antepasados, responsabilidad hacia el pasado» ¡y se les mata! Porque sentimos pena, una pena negra infinita. ¿Cómo explicar si no que no aprendamos nada, que, generación tras generación, volvamos a empezar? Si los traumas marcasen algo en los genes que transmitimos a nuestros hijos, ¿crees que nuestro pueblo, hoy, haría padecer a otro la opresión que él mismo padeció?”.

Impresiona leer este libro mientras Gaza es sistemáticamente destruida y, con ella cualquier posibilidad de hibridación entre peces y pájaros .

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