sábado, 19 de septiembre de 2020

Bajotierra

Robert Macfarlane
Bajotierra
Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera
Penguin Random House, 2020

"¡Qué firmas va a dejar nuestra especie en los estratos! Eliminamos la cima de las montañas para saquear el carbón que contienen. Cientos de miles de toneladas de desechos plásticos bailan en los mares y se depositan lentamente en el suelo como sedimento [...]. Sobre todo, quizá, el Antropoceno puede hacernos pensar en el porvenir del tiempo geológico, en el lastre que vamos a dejar atrás a medida que los paisajes que estamos transformando ahora se hundan en los estratos y se conviertan en subsuelo. [...] El Antropoceno nos hace la inolvidable pregunta que formuló en inmunólogo Jonas Salk: '¿Somos buenos predecesores?'".

 
Ya me he confesado aquí enamorado de sus dos libros (en castellano) anteriores, Las viejas sendas (Traducción de Juan de Dios León Gómez, Pre-Textos, 2017) y Las montañas de la mente (Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera, Penguin Random House, 2020). En esta ocasión abandona las cimas y la superficie de la tierra y escribe sobre el descenso a las profundidades, ese "acto antiintuitivo [que] va en contra del sentido común y de la tendencia del espíritu"
 
De su mano nos adentraremos en los enterramientos y túmulos funerarios de las colinas calizas de Mendip Hills, en Somerset, Inglaterra y nos descubriremos como especie enterradora ("Ser humano significa por encima de todo enterrar", cita Macfarlane, proponiendo una etimología del término humanitas que provendría de humando, "inhumar", que a su vez procede de humus, "suelo"). 
 
Conoceremos el laboratorio subterráneo de Boulby, construido a 1.000 m. de profundidad en una antigua mina de potasa en Yorkshire del Norte, también en Inglaterra, donde un equipo de científicas y científicos busca pruebas de la existencia de la denominada materia oscura, que a pesar de representar en torno al 27% de la masa del universo resulta invisible ya que no interactúa con la luz. "¿[C]ómo se busca la oscuridad en la oscuridad? ¿Cómo se rastrea una sustancia que tiene masa y, por tanto, ejerce fuerza de gravedad, pero no emite luz alguna, ni la refleja ni la oculta?" -se pregunta Macfarlane. "Resulta paradójico que para hacer su trabajo de observar las estrellas tenga que esconderse tanto del cielo", se admira el autor al referirse a un joven físico que, bajo tierra, sentado ante un ordenador, "quiere capturar el débil soplo de un viento de partículas que ha cruzado el espacio desde una constelación llamada Cygnus, el Cisne, que se encuentra a muchos años luz de la Tierra". De lo que concluye: "A veces se ve mejor en la oscuridad". En capítulos como este destacan la sensibilidad y la altura literaria de la escritura de Macfarlane.

Caminaremos también por el bosque de Epping, integrado en el casco urbano de la ciudad de Londres,y acompañados por un botánico con el improbable nombre de Merlin ("En serio, se llama así") Sheldrake nos admiraremos ante la wood wide web, "la red subterránea del apoyo mutuo entre árboles y hongos".
 
Descenderemos a las aterradoras catacumbas de París, una red subterránea de más de trescientos kilómetros de galerías, salas y cámaras, donde conoceremos a las y los cataphiles o "catacumbáfilos", una auténtica subcultura de exploradoras y exploradores suburbanos que, transgrediendo la ley, se mueven a sus anchas (es un decir, como se comprende tras leer el siguiente párrafo) bajo los oscuros cimientos de la Ville lumière:

"-En este tramo hay que arrastrar la mochila con los pies -dice Lina con la voz atenuada- y, a partir de aquí, no grites ni toques el techo.
Me sube el miedo por la columna vertebral, me inunda la garganta como si fuera grasa. No tengo más remedio que seguirla. Me tumbo en el  suelo, me ato la mochila al pie, meto la cabeza en el agujero. Es tan pequeño que tengo que poner la cabeza de lado para poder avanzar. Hay tan poco espacio a los lados que llevo los brazos pegados al cuerpo. [...] La mochila me hace una rozadura; ya me duele la pierna a la que me la até, de tanto arrastrarla. Con cada movimiento avanzo solo unos centímetros, me retuerzo como un gusano empujando con los hombros y con la punta de los dedos. ¿Cuánto durará este tunel? Si el techo baja, aunque solo sean cinco centímetros, me quedo atascado. La idea de seguir me resulta atroz. Y la de retroceder, peor todavía. De pronto me doy en la coronilla contra algo blando".

¡Buuuuf! Al leerlo he revivido el pánico que sentí aquella vez, en compañía de Plácido, Iñaki y Paco, nos metimos en la cueva de Arenaza para enseñarles la hermosa pintura de la cierva (era en 1979, cuando el acceso todavía estaba abierto), nos confundimos de galería y tuvimos que avanzar por una estrecha gatera hasta que, afortunadamente, dimos con una pequeña cámara en la que pudimos dar la vuelta.

El libro continua llevándonos por las grutas de la meseta caliza del Carso, entre Eslovenia e Italia, lugar sagrado para los seguidores del dios Mitra, deidad del submundo a la que se rendía culto mistérico entre los siglos I a IV de la era cristiana; por las cuevas naturales y túneles artificiales de los Alpes Julianos, donde se libraron las más encarnizadas luchas del llamado Frente Alpino durante la Primera Guerra Mundial; por las cuevas marinas decoradas con pinturas rupestres de la costa occidental de Noruega...
 
Y lo que es un viaje en el espacio se transforma, en la perspectiva de Macfarlane, en un viaje en el tiempo, hacia el pasado, pero también hacia el futuro. La experiencia del espacio profundo se convierte, así, en ocasión para tomar conciencia de que somos habitantes de un tiempo profundo, lo que conlleva necesariamente asumir determinadas responsabilidades: "En el mejor de los casos, la conciencia del tiempo profundo puede contriburi a formarnos una idea de nosotros mismos como parte de una red de donaciones, herencias y legados de millones de años de antigüedad, con un futuro de millones de años por delante, que nos lleve a considerar qué es lo que estamos dejando para las épocas y los seres que vengan detrás".
 
Un libro excepcional.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Una guía sobre el arte de perderse

Rebecca Solnit
Una guía sobre el arte de perderse
Traducción de Clara Ministral
Capitán Swing, 2020 

"Las cosas que deseamos son transformadoras, y no sabemos, o bien solamente nos creemos que sabemos, lo que hay al otro lado de esa transformación. El amor, la sabiduría, la gracia, la inspiración: ¿cómo emprender la búsqueda de cosas que, en cierto modo, tienen que ver con desplazar las fronteras del propio ser hacia territorios desconocidos, con convertirse en otra persona?".


Superar el miedo a lo desconocido, sentir curiosidad, disfrutar del vagabundeo, prestar atención... En este ensayo Rebecca Solnit reivindica el arte "de encontrarse a gusto estando rodeado de lo desconocido, sin que esto provoque pánico o sufrimiento, el arte de encontrarse a gusto estando perdido". Y me he sentido plenamente identificado con esta filosofía de vida. 

Yo suelo decir que en muchas ocasiones, mientras caminaba por la montaña, no he sabido exactamente donde estaba, pero nunca me he sentido perdido. Iba a escribir "nunca me he encontrado perdido", oximoron que, lejos de expresar una contradicción lógica, un absurdo, conecta con una verdad profunda, presente en nuestro legado espiritual y filosófico (el evangelio de Mateo nos advierte de que quien encuentre su vida, la perderá... ni más ni menos), consciente de que los seres humanos nos caracterizamos por estar siempre en búsqueda.

Creo que Renecca Solnit utiliza el término "pérdido" en este mismo sentido. "No perderte nunca es no vivir", proclama Solnit. Recuerdos, novelas, paisajes, fotografías, viajes, relaciones afectivas, películas, relatos etnográficos, canciones, ruinas urbanas, experiencias transculturales... le sirven para construir un libro por el que da gusto deambular, perderse entre sus páginas.

Porque, como le recuerda Gandalf a Frodo en El Señor de los Anillos, "[no] toda la gente errante anda perdida"


domingo, 13 de septiembre de 2020

Urkiolagirre, Larrano Puntea, Kurutzeta y Elgoin

A las 8:15 h. he salido del aparcamiento de Urkiola. Ya había muchos coches y mucha gente. Después de un mes caminando tantas veces en solitario no me acostumbro a estas aglomeraciones. El plan para hoy es subir al Urkiolagirre (1.008 m.), bajar hasta las campas de Asuntza o Pol-Pol, volver a subir hasta el cercano collado de Larrano, acercarme hasta el buzón de Larrano Puntea (981 m.), regresar al collado y desde ahí ascender por el cresterío hasta las cimas de Kurutzeta (1.214 m.) y Elgoin (1.243 m.).  El Anboto lo dejo para algún día entre semana, confiando en poder disfrutar de la cumbre sin masificaciones.

Empezando la subida por las herbosas rampas del Urkiolagirre.

El cresterío entre Larrano y las cumbres de Kurutzeta y Elgoin.
Urkiolagirre, a las 8:40 h.
La bajada hacia Asuntza/Pol-Pol.
Cruce y sendero hacia el collado Larrano (8:50 h.).

Kurutzeta desde el collado Larrano.
Urkiolagirre desde Larrano.
Larrano Puntea.
Refugio en el collado, junto al sendero a Larrano Puntea.
Kurutzeta desde Larrano Puntea (9:10 h.).
Placa conmemorativa, junto al buzón.

Urkiolagirre desde Larrano Puntea.

Vuelta al collado.
Una placa-recordatorio mas.
Refugio de Larrano.
Ermita de Santa Bárbara, en el mismo collado.
Y ahora toca encarar el ascenso al Kurutzeta: primero por una cuesta herbosa hasta superar dos pasos por sendas alambradas, después un corto tramo de bosque y finalmente por la cresta.
Vistazo hacia Larrano.
Larrano desde el cresterío.
Vertiginosa imagen de la cumbre de Kurutzeta. En segundo plano, Elgoin.
Kurutzeta, a las 9:55 h.
Elgoin y Anboto, desde Kurutzeta.
Elgoin, 10:10 h.
Urkiolamendi desde la cumbre de Elgoin.
 
Continuación del cresterío hacia Anboto. Ya había una mucha gente en la cumbre. Para abajo.
Subiendo de nuevo a Urkiolagirre.
Y bajando hacia Urkiola, a donde he llegado a las 11:30.