sábado, 18 de febrero de 2017

El futuro de Europa se juega en el Mediterráneo

[1] Leo a Alain Finkielkraut desde hace muchos años. Lo leo con interés y dedicación, aunque no comparto muchos de sus juicios; o porque no comparto muchos de sus juicios: de entre las muchas autoras y autores ajenos, en principio, a mi tradición política y filosófica, Finkielkraut es uno de los que más me cuestiona y me hace pensar. Es verdad que me sentía más interpelado por el autor de La humanidad perdida (1998 [1996]) -"Que los hombres sean primero hombres y sólo después miembros de una casta o titulares de una genealogía significa que ya no pertenecen a su pertenencia. Esta irreductibilidad del individuo a su rango, a su estatuto, a su comunidad, a su nación, a su extracción o a su linaje es su libertad"- o de La ingratitud (2001 [1999]) -"Del desarraigo de los apátridas al internamiento concentracionario, la negación de lo humano ha tomado forma de desolación, es decir, de privación de suelo, de experiencia radical y desesperada de una absoluta no pertenencia al mundo"- que el último Finkielkraut de Lo único exacto (Alianza, 2017 [2015]), cada vez más obsesionado con el control de las migraciones por razones que, existiendo ciertamente en la sociedad francesa (y europea) y respondiendo a temores e incertidumbres que deben ser comprendidos antes que estigmatizados, no pueden ser "blanqueados" con la facilidad y ligereza con la que lo hace el pensador francés.
"Luchar contra el islamismo -escribe- es proporcionarse los medios para recuperar los territorios perdidos de la nación, reconstruyendo la escuela republicana entontecida, estropeada e incluso saqueada por medio siglo de reformas demagógicas, y dominando los flujos migratorios, porque cuantos más inmigrantes llegados del mundo árabe-musulmán hay, más se fragmenta la comunidad nacional y más se desarrolla la propaganda radical". ¿De verdad es el combate contra el islamismo el principal motivo para recuperar los territorios perdidos de la nación, en particular la escuela republicana?
"Dejo a los expertos -continua- la tarea de decidir si hay que elegir para los que van llegando la vía de la integración o la vía de la asimilación. Lo único que yo sé es que los habitantes de un mismo territorio no pueden vivir junto si sus relojes no marcan la misma hora. La sincronización se impone. Y es incompatible con seguir buscando, al ritmo actual, la inmigración de poblamiento".  ¡Qué simpleza la referencia al reloj! Por supuesto que la vida en común exige sincronización, pero ¿de qué tipo? ¿La sincronización metálica de un desfile militar? ¿La sinfónica y polifónica de una orquesta de música clásica? ¿La sincronización aparentemente desorganizada pero de un grupo de jazz?
"Nadie es por esencia o por fatalidad extraño a la urbanidad francesa. Para que todos lleguen a ser contemporáneos, sin embargo, no debe seguir aumentando indefinidamente el número de quienes no lo son de partida". Acabáramos. No sé lo que ocurre en Francia, pero si existe algo así como una "urbanidad vasca", quienes la cuestionan en la práctica cada día -con quedadas para enfrentarse con otros hooligans, incumpliendo las normas básicas de la seguridad en la conducción, enguarrando los espacios públicos con todo tipo de residuos, eludiendo la solidaridad fiscal...- son, en su inmensa mayoría, "contemporáneos de partida".
Y así, termina Finkielkraut reprochando al papa Francisco su discurso ante el Parlamento Europeo el 25 de noviembre de 2014 y su advertencia de que, por inacción, Europa pueda permitir que "el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio". Considera Finkielkraut que el discurso del papa contrapone y enfrenta "el corazón y la razón", desconociendo que el deber tiene que nfrentarse muchas veces a encrucijadas."Esgrimiendo la caridad cristina como único viático -escribe-, se niega a pensar en las consecuencias de la inmigración de poblaciones a los pueblos europeos". Leyendo el párrafo que incluye la advertencia del papa contra la transformación del Mare Nostrum en Mare Mortum, creo que la acusación de buenismo irracional no se sostiene:
"No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales. Europa será capaz de hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si es capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas correctas, valientes y concretas que ayuden a los países de origen en su desarrollo sociopolítico y a la superación de sus conflictos internos – causa principal de este fenómeno –, en lugar de políticas de interés, que aumentan y alimentan estos conflictos. Es necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos".


[2] Hace años que vengo denunciando el mortífero Muro de Agua en el que hemos convertido el Mediterráneo. Esta tarde me gustaría poder estar en Barcelona, sumándome a la manifestación que desde las 16:00 reclama vías seguras y legales para que las personas que salen de África huyendo de la guerra, la represión o la necesidad no tengan que jugarse la vida. Desde la distancia, la estoy siguiendo en directo. Muchísima gente. ¡Qué bueno!.
El escritor sueco Henning Mankell solía decir en muchas entrevistas que la solución a la cuestión de la inmigración debería ser construir un puente entre África y Gibraltar, pagado por los europeos. No es esta una propuesta que inmediatamente pueda llevarse a la práctica, no es por tanto una solución. Pero sí es una manera provocadora de reivindicar esa naturaleza profunda de Europa como puente y no como barrera, como proyecto permanentemente abierto y no como constructo definitivamente clausurado, como geografía indecisa e indefinida y no como territorio delimitado, como apertura y no como cierre.
Claudio Magris ha dedicado muchas páginas, sobre todo las de su maravilloso ensayo El Danubio, a recordarnos que fue en sus regiones centrales (Alemania, Austria, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía), regadas por el poderoso río Danubio, donde Europa estuvo muchas veces a punto de perecer, como consecuencia de la confrontación entre religiones, culturas, naciones; y que el futuro de una Europa unida depende de que los recuerdos, las huellas y las raíces de tales confrontaciones, puedan resignificarse en un proyecto compartido.
Yo creo que si el pasado de Europa se jugó en torno a un río, el Danubio, y a su potencial tanto conector como separador, el futuro de Europa se jugará en torno a un mar, el Mediterráneo, igualmente separador o vinculador.