El pasado 26 de febrero EL PAÍS recogía en su suplemento
Babelia un largo artículo firmado por Elisa Silió titulado "
Mutaciones literarias", que anunciaba el comienzo de una nueva era en la edición literaria (considero exagerado hablar de una "nueva era literaria"):
"Escribir y leer ya no es lo que era. Con algo de retraso, la literatura con extensiones en otros formatos y soportes multimedia y online se extiende en España. Es la evolución de la creación literaria más allá de las fronteras conocidas dando origen al llamado libro transmedia".
El artículo se apoya en algunos ejemplos de literatura transmedia española -como
El silencio se mueve, de Fernando Marías- y, sobre todo, en las tesis sobre la convergencia cultural entre viejos y nuevos medios propuestas en 2006 por
Henry Jenkins:
"Con convergencia me refiero al flujo de contenidos a través de múltiples plataformas mediáticas, la cooperación entre múltiples industrias mediáticas y el comportamiento migratorio de las audiencias mediáticas, dispuestas a ir casi a cualquier parte en busca del tipo deseado de experiencias de entretenimiento. [...] La convergencia representa un cambio cultural, toda vez que se anima a los consumidoses a buscar nueva información y establecer conexiones entre contenidos mediáticos dispersos".
De entrada, la idea de transmedia resulta atractiva. Un blog es un ejemplo de este tipo de producto comnicativo que aúna e integra texto, imagen, sonido, vínculos con otras obras, y permite la participación del lector.
Pienso en la posibilidad de volver a leer
El Señor de los Anillos en formato transmedia y la idea me gusta. Poder acompañar la historia con el visionado de las espectaculares imágenes rodadas por Peter Jackson o de las evocadoras ilustraciones de
John Howe, o poder recurrir a las obras que sobre Tolkien han escrito Joseph Pearce o Michael White, cuya lectura nos ayuda a comprender mejor las claves del genial relato.
Partiendo del repetido aforismo de Marshall McLuhan -"El medio es el mensaje"- Carr se ocupa no de los contenidos que circulan por Internet, sino del estilo de pensamiento que, en su opinión, la propia estructura de la Web exige y produce: "Lo que parece estar haciendo la Web es debilitar mi capacidad de concentración y contemplación. Esté online o no, mi mente espera ahora absorber información de la manera en la que la distribuye la Web: en un flujo veloz de partículas" (p. 19).
Carr hace suya la caracterización del mundo digital como un "ecosistema de tecnologías de la interrupción" (p. 116). "Cuando nos conectamos a la Red -afirma-, entramos en un entorno que fomenta una lectura somera, un pensamiento apresurado y distraído, un pensamiento superficial. Es posible pensar profundamente mientras se navega por la Red, como es posible pensar someramente mientras se lee un libro, pero no es éste el tipo de pensamiento que la tecnología promueve y recompensa" (pp. 143-144). "La Red atrae nuestra atención sólo para dispersarla", advierte Carr. "La Red es, por su mismo diseño, un sistema de interrupción, una máquina pensada para dividir la atención" (p. 162).
En el libro Carr se refiere a una gran cantidad de experimentos e investigaciones que, en su opinión, sustentan su tesis de que en Internet no se lee; como mucho se desarrolla una "actividad de rastreo" a la búsqueda de ese titular, ese resumen o ese concepto que nos sea de utilidad en un momento concreto (pp. 167-168).
Como consecuencia, la manera de leer tradicional, asociada al libro impreso, parece estar en retroceso en el nuevo mundo digital. "Para algunas personas -advierte Carr-, la mera idea de leer un libro se ha vuelto anticuada, incluso algo tonta -como coser tus propias camisas o descuartizar una vaca-." (p. 21). ¿Para qué "perder" tiempo pérdidos entre los anaqueles de una biblioteca si Google me ofrece mucha más información y, sobre todo, mucho mejor dirigida a mis intereses concretos?
El declive de la lectura tradicional no es sino el indicador de un cambio mucho más relevante: el declive de la mente líneal -"calmada, concentrada, sin distracciones"- que se ve desplazada "por una nueva clase de mente que quiere y necesita recibir y diseminar información en estallidos cortos, descoordinados, frecuentemente solapados -cuanto más rápido, mejor-" (p. 22).
La descripción que Carr hace de la colonización de la literatura por esa tecnología intelectual que es la Red resulta desasosegante:
"La tendencia de Internet a transformar todo medio en un medio social surtirá un efecto de gran alcance en las maneras de leer y escribir, esto es, en el lenguaje mismo. Cuando la forma del libro cambió y permitió con ello la lectura en silencio, una de las consecuencias más importantes fue el desarrollo de la escritura privada. Los autores, capaces de suponer que un lector atento y comprometido tanto intelectual como emocionalmente 'aparecería al fin para darles las gracias', traspasaron répidamente los límites del discurso social para comenzar a explorar una riqueza de formas marcadamente literarias, muchas de las cuales no tenían cabida fuera de la página impresa. Esta nueva libertad del escritor privado condujo, como hemos visto, a una explosión experimental que expandió el vocabulario, ensanchó los límites de la sintaxis y aumentó la flexibilidad y la expresividad del lenguaje en general. Ahora que el contexto en que se produce la lectura vuelve a cambiar, de la página privada a la Red comunitaria, los autores volverán a adaptarse. Cada vez serán más los que ajusten sus obras a un medio que el ensayista Caleb Crain describe como gregario, en el cual la gente leerá principalmente 'para experimentar la sensación de pertenencia', más que para ilustrarse o evadirse. Cuando el ámbito social prima sobre el literario, el escritor se ve abocado a descartar la virtud y la experimentación en aras de un estilo inocio pero inmediatamente accesible. La escritura se convertirá en una forma de registrar banales chácharas" (pp. 133-134).
Agobiado, recurro a Alessandro Baricco y a su intento de comprender a esos bárbaros que "respiran con las branquias de Google":
"Los bárbaros utilizan el libro para completar secuencias de sentido que se han generado en otra parte. Lo que rechazan, lo que no les interesa, es el libro que remite, por completo, a la gramática, a la historia, al gusto de la civilización del libro: todo esto lo consideran algo pobre de sentido. No puede insertarse en ninguna secuencia transversal, y por tanto debe de parecerles terriblemente apagado. O por lo menos: no es ése el juego que saben hacer [...] Los bárbaros ienden a leer únicamente los libros cuyas instrucciones de uso se hallan en lugaes que NO son libros".
El debate está servido.