jueves, 5 de diciembre de 2013

Icon, de El País: un caro despliegue de banalidad

El mes pasado no quise ni llevarme el primer número de Icon, la "revista masculina" de El País; y ahí se quedó, en la papelería de la universidad, donde suelo comprar los periódicos los días de labor.  Hoy he optado por llevarme junto con el diario el segundo número, y mis primeros reparos no han hecho sino confirmarse.
Con la que está cayendo, con la necesidad que hay de un periodismo riguroso y serio, a la altura de las circunstancias, va El País y se descuelga con un lujoso catálogo de publicidad hortera salpimentado de todas las banalidades que cabría imaginar. Ya está en el montón de papeles destinados al contenedor azul.
¿Acaso no tiene El País cosas mejores que ofrecernos a sus lectores? ¿Por qué no recopilar una vez al mes sus artículos de opinión o, ya puestos, por qué no elaborar una vez al mes un dossier sobre alguna de las muchas cuestiones que hoy preocupan a la sociedad?
Pero nada de eso: a vender(se) y a vendernos gilipolleces. Y lo peor es que El País Semanal sigue el mismo camino, con más publicidad por centímetro cuadrado que el catálogo de Navidad de El Corte Inglés.
Ahora que he conseguido poner a Amazon contra las cuerdas, voy a hacer lo mismo con Prisa, así que anuncio: el próximo mes, cuando toque, no sólo no me llevaré Icon sino que ese día tampoco compraré El País. Y así hasta que dejen de publicar esa tontería.
¡Hala, chínchate!

martes, 3 de diciembre de 2013

Noticia de hoy, realidad de siempre

Leemos hoy en El País que un incendio en un taller textil clandestino ubicado en la localidad de Prato revela las condiciones de trabajo esclavas de muchos inmigrantes chinos en Italia.
Ya lo ha contado Edoardo Nessi, nacido precisamente en Prato, nieto e hijo de empresarios textiles, en dos hermosos libros editados por Salamandra:

Hoy en día en Prato, conceptos como legalidad y ley, inmigración , tolerancia e intolerancias, ideología, acogida, racismo e integración, xenofobia e inclusión se convierten en viejos instrumentos ya inútiles para comprender lo que sucede en una ciudad invadida por una armada silenciosa y asustada, que muchos temen que sólo es la avanzadilla de la invasión que vendrá, pero que ya hoy es imposible censar y detener con los controles, las inspecciones, las ordenanzas municipales quisquillosas, los informes de los bomberos, los embargos de los locales, las supresiones de los rótulos en chino, los precintos de plástico, las cintas en blanco y rojo y los candados. Es un jovencísimo ejército de secuestrados que con frecuencia ni siquiera se dan cuenta de la indignidad de sus condiciones laborales y están muy contentos de vivir y trabajar encerrados en locales mugrientos como éste, porque en la China más profunda de la que proceden estaban mucho, mucho peor, y los más afortunados ganaban ocho dólares al mes [La historia de mi gente, 2012].

Será también culpa nuestra, que no hemos entendido nada, como nos repiten los sabios de la economía, pero hace falta tener el corazón fuerte como un león para resistirse a la tentación de abandonarse a la pesadilla que nos ve olvidados por la historia en marcha, espectadores impotentes, restos de un pequeño mundo antiguo barrido por el tornado de la globalización y víctimas de la más cruel de las burlas, la de pretender que nos alegremos del abandono de la pobreza por parte de cientos de millones de chinos, indios, vietnamitas e indonesios cada vez que intentamos lamentarnos de la pérdida de cientos de miles de puestos de trabajo y del cierre de miles de empresas en toda Italia y en toda Europa del sur. ¡Comos si la globalización hubiera sido impuesta en la Tierra para hacer realidad el principio de la equidad entre los pueblos, y no para incrementar los balances de las multinacionales y los bancos! ¡Como si les correspondiera a nuestros obreros, a nuestros pequeños empresarios y a sus familias reequilibrar el balance de la injusticia del mundo! [Una vida sin ayer, 2012].

Hace seis años los esclavos eran rumanos, búlgaros, polacos y africanos, ocurría en Puglia y el producto era el tomate.

En 1974, John Berger y Jean Mohr escribían en Un séptimo hombre:
La escasez de mano de obra en Europa Occidental no se debe a un descenso de población. Se trata de una escasez específica en un sistema de producción concreto. No hay suficientes trabajadores dispuestos a realizar los trabajos manuales mal pagados por los salarios que se ofrecen. 
Y también:
En lo que respecta a la economía del país metropolitano, los trabajadores emigrantes son inmortales: inmortales porque son siempre intercambiables. No nacen; no tienen que crecer; no envejecen; no se agotan; no mueren. Tienen una sola función: trabajar. Todas las demás funciones de su vida corren por cuenta del país del que proceden.

domingo, 1 de diciembre de 2013

La verdad sobre el caso Harry Quebert (y dos apuntes sobre Amazon)



Es uno de los libros más absorbentes, conmovedores y sorprendentes que he leído nunca.
No es una novela policíaca, aunque el descubrimiento en 2008 del cadáver de la joven Nola Kellergan, desaparecida en dramáticas circunstancias en agosto de 1975, sea el detonante de toda la historia.
No es una novela  romántica, aunque el amor (los amores) más profundos, desatados, entregados, sean un elemento esencial de la trama.
Es un libro sobre la amistad incondicional, es un libro sobre el oficio de escritor, es casi una etnografía sobre la vida de las pequeñas localidades rurbanas de la América profunda y sus cambios en las últimas tres décadas; es una tragedia griega, un relato sobre la formación del carácter, una acerada crítica a la industria editorial... Es todo eso, pero no se reduce a nada de eso.
Sólo tres personajes son lo que parecen: Marcus Goldman, el narrador-escritor de la historia; el sargento Perry Gahalowood, de la policía estatal de Concord, afroamericano, cuyo físico macizo y trato desabrido sostienen a un investigador tenaz y comprometido; y un tercer personaje cuyo nombre no desvelaré, para no incurrir en pecado de "spoiler".
Recomiendo totalmente su lectura.

El País Semanal publica hoy una amplia entrevista con su autor, el suizo Joël Dicker, hijo de una librera ginebrina y de un profesor de francés. Supongo que podrá leerse en la web en los próximos días.
Sí, se me olvidaba: La verdad sobre el caso Harry Quebert es una novela plenamente norteamericana escrita en francés por un suizo.
Por cierto, en la entrevista Dicker dice algo que a este librívoro le ha encantado:
No parece que el dinero sea una de las prioridades de este escritor naciente y creciente. Si no, que se lo digan a Amazon. El propio Dicker se negó a que su libro se vendiera en Francia mediante la tienda virtual. "Prefiero perder ese dinero a que los libreros se queden sin su parte. No me parece justo". Como tampoco lee en dispositivos electrónicos ni en teléfonos. "¡Por Dios! ¿No!, exclama medio escandalizado.

Y hablando de Amazon y de El País: este diario -una de cuyas dos líneas editoriales ha de helarte el corazón- le ha regalado hoy a la compañía de Bezos un publireportaje en su suplemento Negocios. ¿Qué esconde Amazon después del clic? Según el reportaje, tan sólo gestión digitalizada, control de calidad y contratación de trabajadores temporales para responder a los pedidos navideños. Bueno, y una cosa que llaman "responsabilidad de minimizar el impacto fiscal". Nada de lo que por otros lares se cuenta y se denuncia. ¿Periodismo de investigación?
Menos mal que siempre nos quedará El Roto.