Leemos hoy en El País que un incendio en un taller textil clandestino ubicado en la localidad de Prato revela las condiciones de trabajo esclavas de muchos inmigrantes chinos en Italia.
Ya lo ha contado Edoardo Nessi, nacido precisamente en Prato, nieto e hijo de empresarios textiles, en dos hermosos libros editados por Salamandra:
Hoy en día en Prato, conceptos como legalidad y ley, inmigración , tolerancia e intolerancias, ideología, acogida, racismo e integración, xenofobia e inclusión se convierten en viejos instrumentos ya inútiles para comprender lo que sucede en una ciudad invadida por una armada silenciosa y asustada, que muchos temen que sólo es la avanzadilla de la invasión que vendrá, pero que ya hoy es imposible censar y detener con los controles, las inspecciones, las ordenanzas municipales quisquillosas, los informes de los bomberos, los embargos de los locales, las supresiones de los rótulos en chino, los precintos de plástico, las cintas en blanco y rojo y los candados. Es un jovencísimo ejército de secuestrados que con frecuencia ni siquiera se dan cuenta de la indignidad de sus condiciones laborales y están muy contentos de vivir y trabajar encerrados en locales mugrientos como éste, porque en la China más profunda de la que proceden estaban mucho, mucho peor, y los más afortunados ganaban ocho dólares al mes [La historia de mi gente, 2012].
Será también culpa nuestra, que no hemos entendido nada, como nos repiten los sabios de la economía, pero hace falta tener el corazón fuerte como un león para resistirse a la tentación de abandonarse a la pesadilla que nos ve olvidados por la historia en marcha, espectadores impotentes, restos de un pequeño mundo antiguo barrido por el tornado de la globalización y víctimas de la más cruel de las burlas, la de pretender que nos alegremos del abandono de la pobreza por parte de cientos de millones de chinos, indios, vietnamitas e indonesios cada vez que intentamos lamentarnos de la pérdida de cientos de miles de puestos de trabajo y del cierre de miles de empresas en toda Italia y en toda Europa del sur. ¡Comos si la globalización hubiera sido impuesta en la Tierra para hacer realidad el principio de la equidad entre los pueblos, y no para incrementar los balances de las multinacionales y los bancos! ¡Como si les correspondiera a nuestros obreros, a nuestros pequeños empresarios y a sus familias reequilibrar el balance de la injusticia del mundo! [Una vida sin ayer, 2012].
Hace seis años los esclavos eran rumanos, búlgaros, polacos y africanos, ocurría en Puglia y el producto era el tomate.
En 1974, John Berger y Jean Mohr escribían en Un séptimo hombre:
La escasez de mano de obra en Europa Occidental no se debe a un descenso de población. Se trata de una escasez específica en un sistema de producción concreto. No hay suficientes trabajadores dispuestos a realizar los trabajos manuales mal pagados por los salarios que se ofrecen.
Y también:
En lo que respecta a la economía del país metropolitano, los trabajadores emigrantes son inmortales: inmortales porque son siempre intercambiables. No nacen; no tienen que crecer; no envejecen; no se agotan; no mueren. Tienen una sola función: trabajar. Todas las demás funciones de su vida corren por cuenta del país del que proceden.
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