Este verano he leído tres libros en los que, de una u otra forma, se hace también una reivindicación del libro impreso.
Nassim Nicholas Taleb, en Antifrágil (Paidós Barcelona 2013), define a los libros electrónicos como un producto frágil, siendo los libros impresos "robustos". En su opinión, lo antifrágil sería la tradición oral. Pero bueno, el libro sale bien parado:
Siempre que me siento en un avión al lado de algún hombre de negocios que lee la basura habitual que los hombres de negocios leen en sus lectores electrónicos, este no puede resistir la tentación de mostrar su desdén por el hecho de que yo aún use el libro tradicional haciendo alguna comparación entre ambos artículos. Al parecer, el lector electrónico es más "eficiente". Proporciona la esencia del libro (que el susodicho hombre de negocios supone que es la información) pero de forma más cómoda, ya que el usuario puede transportar toda su biblioteca en un solo dispositivo y "optimizar" así su tiempo entre recorridos de golf. Jamás he oído a nadie abordar en serio las grandes diferencias entre los lectores de libros electrónicos y los libros físicos, como el olor, la textura, la dimensionalidad (los libros tradicionales vienen en tres dimensiones), el color, la posibilidad de cambiar de página, la presencia física de un objeto frente a su representación en una pantalla informática y otras propiedades ocultas que generan diferencias inexplicadas de disfrute. El foco central de la conversación siempre termina siendo el de los elementos en común (lo mucho que ese maravilloso dispositivo se parece a un libro de verdad).
También Eric Hobsbawn hace una encendida apología del libro en Un tiempo de rupturas. Sociedad y cultura en el siglo XX ( Crítica, Barcelona 2013):
Casi me atrevería a sostener que -pese a todos los pronósticos pesimistas- el que ha sido tradicionalmente el principal medio de difusión de la literatura, el libro impreso, se mantendrá en su puesto sin graves dificultades, salvando solo algunas excepciones como las grandes obras de referencia, los vocabularios, diccionarios, etc.; en suma, los niños mimados de internet. En primer lugar porque a la hora de leer, no hay nada más práctico y fácil que el pequeño libro de bolsillo, portátil y de impresión clara, inventado por Aldo Manucio en la Venecia del siglo XVI; mucho más fácil y práctico que la impresión de un ordenador, que a su vez es de lectura incomparablemente más cómoda que un texto que parpadea en una pantalla. Para confirmarlo, basta con pasar una hora leyendo el mismo texto, primero impreso y luego en pantalla. De hecho, ni tan siquiera el dispositivo de libros digitales se publicita apelando a una legibilidad superior, sino a que tiene mayor capacidad de almacenaje y nos evita pasar las páginas.
En segundo lugar, el papel impreso es, hasta la fecha, más duradero que los medios tecnológicos más avanzados. La primera edición de Las desventuras del joven Werther todavía se puede leer hoy, pero no sucede necesariamente lo mismo con los textos informáticos de hace treinta años, ya sea porque -igual que las fotocopias y películas viejas- tienen una vida limitada o porque la tecnología queda atrasada con tanta celeridad que los últimos ordenadores no pueden, sencillamente, seguir leyendo aquel formato. El progreso triunfal de los ordenadores no acabará con el libro, igual que no lo consiguieron el cine, la radio, la televisión y otras innovaciones tecnológicas.
Precisamente una historia de recuperación de un antiguo libro y de sus consecuencias para la cultura europea es lo que narra El giro, de Stephen Greenblatt (Crítica, Barcelona 2012):
Un hombrecillo de corta estatura, genial y sagazmente despierto, de casi cuarenta años, alargó un buen día la mano, cogió de un estante de la biblioteca un ¡viejo manuscrito, vio con entusiasmo lo que había descubierto y encargó que le hicieran una copia. Eso fue todo, pero fue suficiente.
[...] El hallazgo de un libro perdido no es calificado habitualmente de suceso apasionante, pero detrás de ese momento en particular tenemos la detención y el encarcelamiento de un papa, la quema de herejes y una gran explosión del interés cultural por la Antigüedad pagana. El hecho del descubrimiento vino a satisfacer plenamente la pasión que había acariciado toda su vida aquel brillante buscador de libros. Y ese mismo buscador de libros, sin siquiera pretenderlo ni darse cuenta de ello, se convirtió en la partera del mundo moderno.
El hombrecillo buscador de libros era Poggio Bracciolini, "un buscador de libros, quizá el más grande cazador de libros en una época obsesionada con localizar y recuperar el legado del mundo antiguo". Y el libro en cuestión De rerum natura, de Lucrecio, en el que "encontramos los principios básicos de una visión moderna del mundo".
El librívoro se ha sentido particularmente reconfortado este verano.