¿Soy bueno? ¿Lo he sido, en general, a lo largo de mi vida? Pues no lo sé: imagino que a ratos sí y a ratos no; supongo que todo dependerá de la experiencia que de su relación conmigo tengan las personas con las que me he encontrado en mis diez lustros de existencia. Por si acaso, no voy a preguntar. Lo que sí he sido toda mi vida, seguro, es “buenista”. Al menos desde la caracterización zafia que de algunos de los impulsos más radicalmente humanos y humanizadores ha hecho una
corriente de pensamiento impulsada a partir de 2005 con fines exclusivamente electorales. Nada hay de sustancialmente nuevo en esta estrategia: la derecha iliberal se caracteriza precisamente por su afición a las retóricas de la intransigencia. Lo que sí es nuevo es la extensión que han adquirido estas
retóricas en España.
El antibuenismo populista alimenta un malismo que campa a sus anchas en
tertulias, artículos y webs, sostenido por un plantel de conocidos intérpretes cuyas declaraciones oscilan entre la petulancia y la mala educación de los más inteligentes de ellos y la procacidad agresiva de los más estultos, que son mayoría. No es preciso padecer de estómago blando para sentir repugnancia ante las opiniones vertidas por ese variopinto conjunto de camisas pardas. Nada hay en sus afirmaciones de Sócrates o de Kant, de Castellio o de Voltaire, de Popper o de Dahrendorf; nada de Jesús de Nazaret. Nada de esa “herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho”, tal y como reza el preámbulo del
Tratado constitucional europeo.
En el año oscuro de 1935, cuando Europa y el mundo se asomaban al abismo de la guerra total, el historiador holandés Johan Huizinga escribió: “Para la catarsis espiritual que nuestro tiempo necesita hace falta un nuevo ascetismo. Los depositarios de una cultura purificada tendrán que ser como los que se despiertan a altas horas de la madrugada. Tendrán que sacudir sus pesadillas, los malos sueños de su alma, que suben del fango y a él quieren volver: el sueño de las garras que deforman sus manos, y el de los colmillos que les crecen entre los labios. Tendrán que recordar que al hombre le es posible querer no ser una fiera”. Aquella terrible guerra llegó y pasó, pero la pulsión de la fiera seguía ahí. Y en 1948 Albert Camus, otro buenista, escribía: “No hay vida sin diálogo. Y en la mayoría del mundo la polémica ha sustituido hoy al diálogo. El siglo XX es el siglo de la polémica y el insulto. ¿Cuál es el mecanismo de la polémica? Consiste en considerar al adversario como enemigo, en simplificarlo y por consiguiente en negarse a verlo. No hay vida sin persuasión. Y la historia hoy no conoce más que la intimidación”.
No sé si quienes critican el excesivo
buenismo de la sociedad vasca están pensando en compensarlo inyectando en la misma dosis crecientes de malismo. No acaban de explicarnos con claridad qué es lo que desean y cómo esperan lograrlo. La bondad, la buena disposición, la amabilidad, la compasión, nada de esto es sinónimo de ingenuidad o de moralismo. Nada hay más realista que el buenismo. El dramaturgo francés Marivaux escribió una vez que “en este mundo hay que ser demasiado bueno para serlo bastante”. Precisamente porque sabemos de lo que somos capaces, elegimos comportarnos con prudencia.
“Primero los de casa”: en sus múltiples versiones, la definición de un “nosotros” y de un “otros” es el primer paso de todas las prácticas eliminacionistas que ha conocido la historia. La secuencia real que define las dinámicas socio-políticas que están en la base del eliminacionismo comienza con la identidad, precisa la mediación de la política y termina, en su caso, en la violencia. La violencia –la violencia de motivación política- está al final de un proceso que empieza con la construcción de un “Nosotros” homogéneo y puro radicalmente confrontado a un “Otros” igualmente homogéneo; antes de la violencia política, como condición necesaria aunque no suficiente de esta, encontramos siempre un ejercicio de estereotipificación que Ulrich Beck conceptualiza con el término de construcción política del extraño. La violencia política se ejerce siempre sobre un Otro estigmatizado, expulsado de la comunidad de reconocimiento, socialmente distante aunque físicamente próximo, definido como amenaza a la coherencia del Nosotros soñado.
Primero los de casa: este ha de ser, parece, el principio fundador de un ejercicio eficiente de la política, frente al buenismo hueco de quienes enarbolan el lenguaje universal de los derechos humanos. Pero fue el buenismo el que a mediados de los 80 nos llevó a denunciar el terrorismo de ETA y a defender en la calle la vida y la libertad de todas y cada una de las personas frente a un discurso y una práctica que definían como población sobrante a una parte de la sociedad vasca. ¿No hemos aprendido nada de estos años pasados en Euskadi? ¿De verdad no nos estremece escuchar apelaciones a identificar a los “auténticos vascos” y a tratarlos de manera distinta a otras personas que, aún viviendo a nuestro lado, son definidas como extrañas?
Tomando prestada la atinada reflexión del sociólogo
Xabier Aierdi, ante el fenómeno de la inmigración sobran tanto los discursos implacables como los impecables. La política de inmigración no puede reducirse a entonar el
Imagine de Lennon, pero tampoco puede fundarse en la suspensión del valor universal de los derechos inviolables e inalienables de la persona en función de coyunturas políticas o económicas. Se puede discutir sobre la inmigración, claro que sí. Se pueden proponer diagnósticos y políticas diversas, por supuesto. Lo que no se puede es confundir política y testosterona. No alimentemos la fiera.
El daño está hecho, pero no es irreversible. Urge dialogar sobre la inmigración, sí, pero necesitamos hacerlo sin vernos obligados a elegir entre ser buenos o ser eficaces. Necesitamos
pactar un marco que nos permita discutir con libertad, pero sin causar daño. A nadie. Tampoco a nosotros mismos.