La idea central del último libro de Paul Krugman resulta tan esperanzadora como desasosegante: “La depresión que estamos atravesando es, fundamentalmente, gratuita” [Paul Krugman,
¡Acabad ya con esta crisis!, Crítica, Barcelona 2012].
Discípulo declarado de Keynes y crítico razonadamente furibundo del monetarismo neoliberal, Krugman considera que vivimos claramente en la clase de mundo descrito por Keynes: Estamos sufriendo penalidades que –pese a todas las diferencias de detalle que se deben a los 75 años de cambio social, tecnológico y económico- son claramente similares a las de los años treinta. Y sabemos qué deberían haber hecho entonces los gestores políticos: tanto por los análisis contemporáneos de Keynes y otros economistas, como por el gran número de estudios posteriores”. Precisamente por eso, porque la crisis actual puede explicarse a la luz de las intuiciones e hipótesis keynesianas, “disponemos tanto del saber como de los instrumentos precisos para poner fin a este sufrimiento”.
Frente a la obsesión por el ajuste y la austeridad, deberíamos recordar una máxima de Keynes: “El auge, y no la depresión, es la hora de la austeridad”. Lo que hace falta en estos momentos de depresión es adoptar políticas expansivas y de creación de empleo.
Aunque no utilice este lenguaje, Krugman formula su crítica a la norma del ajuste general como un típico problema de acción colectiva. Si bien para un individuo, una familia o una empresa es plenamente lógico gastar menos de lo que ingresa (ajustarse), para una sociedad en su conjunto esto es una catástrofe. “Si demasiados actores económicos se encuentran al mismo tiempo con un problema de endeudamiento, su empeño colectivo por salir de ese problema contribuye a su propia derrota”. “Mi gasto es tu ingreso y tu gasto es mi ingreso”, afirma Krugman. Si nadie gasta (porque no puede, o porque no se fía), nadie ingresa. “Un mundo en el que un gran porcentaje de personas o empresas está intentando cancelar sus deudas, todas al mismo tiempo, es un mundo en el que se reducen los ingresos y el valor de los activos, donde los problemas de endeudamiento se agravan, en lugar de mejorar”.
Y lo mismo ocurre con los recortes en los salarios y las condiciones de trabajo: “Mientras un trabajador individual puede mejorar sus oportunidades de obtener trabajo a cambio de aceptar un salario inferior, que lo haga más atractivo en comparación con otros trabajadores, un recorte general de los salarios deja a todo el mundo en el mismo lugar, salvo en un aspecto: reduce los ingresos de todos, pero el nivel de deuda se mantiene igual. Así pues, más flexibilidad en los salarios (y los precios) sólo empeoraría las cosas”.
Alguien debe animarse a gastar para volver a poner en marcha el motor gripado de las economías. “En un momento en el que muchos deudores intentan aumentar el ahorro y cancelar las deudas, es importante que alguien haga lo contrario”. Ese alguien sólo puede ser el gobierno.
Pero en lugar de proceder desde ese conocimiento y esa experiencia, quienes ocupan los puestos de responsabilidad en los gobiernos, las instituciones internaciones y muchos departamentos universitarios puristas del
laissez-faire, “han optado por prejuicios ideológica y políticamente convenientes”. ¿Convenientes para quién?
“Para meternos en esta depresión –explica Krugman- han hecho falta décadas de malas directrices políticas y malas ideas que prosperaron porque durante mucho tiempo estuvieron funcionando muy bien, no para la nación en su conjunto, sino para un puñado de gente rica y con mucha influencia. Y esas malas políticas e ideas han llegado a dominar nuestra cultura política y hacen que sea muy difícil variar el rumbo aun cuando nos enfrentamos a una catástrofe económica”. No es un problema esencialmente técnico-económico, sino político.
Krugman expone en el capítulo 4 el proceso desregulatorio que hizo posible el auge del capitalismo de casino, fundamento de la crisis que se inicia en 2008. Se trata e una cuestión esencial, pues indica bien a las clara que la política tiene mucha importancia también hoy en día para organizar la economía, aunque desgraciadamente todo el poder político se está utilizando para favorecer al capitalismo más especulativo.
Matt Taibbi profundiza en esta conspiración política por la desregulación con más radicalidad que Krugman en el libro
Cleptopía (Lengua de Trapo, 2011).
“Solo para una pequeña –aunque influyente- minoría, la época de la desregulación financiera y el ascenso del endeudamiento supuso en verdad un extraordinario aumento de los ingresos”. En 2006, los 25 administradores de hedge funds (fondos de cobertura, especulativos con dinero prestado) ubicados en Manhattan mejor pagados ganaron 14.000 millones de dólares, tres veces la suma de los sueldos de los ochenta mil maestros de escuela de la ciudad de Nueva York. Estos administradores tienen un doble honorario: cobran por gestionar el dinero de otras personas, pero también se llevan un porcentaje de los beneficios que consiguen. “Esto les supone un incentivo de peso para realizar inversiones arriesgadas: si las cosas van bien, reciben una cuantiosa recompensa; mientras que si las cosas van mal –y ese momento siempre llega- nada les obliga a devolver los beneficios anteriores”. Esto no es economía, es política. Política a favor de unas minorías. Política de clases.
Y aquí es cuando Krugman introduce, con cautela pero con claridad, una clave explicativa que se convierte en una carga de profundidad contra la política democrática actual: es la referencia a esa “puerta giratoria por la que políticos y funcionarios terminan yendo a trabajar para la industria a la que, supuestamente, debían supervisar”. Esta puerta giratoria provoca incluso una perversa transferencia de la lealtad de los altos dirigentes políticos, desde la sociedad que los ha llevado al poder hacia las organizaciones económicas y empresariales que pueden acogerlos cuando abandonen el gobierno: “Quien abandona el puesto siendo tenido en gran estima por el equipo de Davos, podrá ser elegido para una gran variedad de cargos en la Comisión Europea o del FMI aunque sus compatriotas le profesen el más absoluto desprecio. La máxima demostración de solidaridad hacia la «comunidad internacional» sería hacer lo que quiere esa comunidad, enfrentándose incluso a una enorme resistencia por parte del electorado político nacional”.
Krugman presenta su libro como un llamamiento a ejercer presión política contra esta conjura del ajuste mediante la construcción de una opinión púbica informada y movilizada. Yo me apunto. Creo que Hollande también…