Empezó hace ya un año. En realidad había empezado mucho antes, pero hace un año empezamos a ser conscientes de ello. Este fin de semana lo recordaremos. ¿Volveremos el lunes a desmontar las tiendas hasta el año que viene? Tal vez. Acaso sea este el destino de todos los nómadas, también de quienes transitan por nuestra sociedad sin poder/saber/querer instalarse. Acaso no sea malo que las tiendas de acampada se alcen y se desmonten una y mil veces. Pero si así ocurriera, que no sea por falta de apoyo o de interés. O por una mala intelección delfenómeno de la indignación, que lo reduce a la reacción de una juventud que siente que su futuro les ha sido expropiado. No. Es el futuro de todas y de todos el que está en juego.
Fernando Vallespín escribe hoy en EL PAÍS:
En algún sitio leí que la actual crisis significa la salida de la historia de la generación del baby boom de los años sesenta, aquellos que tanto hicieron por romper con todo lo anterior, por emanciparse de tantas represiones y atreverse a repensarlo todo. Encumbraron la inquietud juvenil como el paradigma de lo único que merece la pena —I wanna die before I get old, decían The Who—, algo que aún pervive en nuestro imaginario colectivo, sobre todo en la publicidad. Pero al final, estos “hijos de la opulencia”, a medida que se fueron haciendo talluditos, se emborracharon de su propio éxito y del amor al dinero y el estatus. Y contagiaron a quienes vinieron después. Lo peor, sin embargo, es que hicieron de la transgresión un concepto superfluo. Toda subversión de lo existente, aquello en que eran tan expertos, se integraba después en el orden reinante como una parte natural de su evolución; toda discrepancia encontraba al final su hueco de mercado en la sociedad pluralista. Consiguieron que el sistema engullera sus contradicciones sin necesidad de construir algo verdaderamente nuevo.
Ahora entran en la historia de los países desarrollados los “hijos de la escasez”, la generación hipotecada por sus padres. Una parte de ellos se resignará y se adaptará, como hicieron sus mayores; otra se dejará sentir con fuerza y seguro que dará que hablar. De nosotros no han heredado demasiada imaginación, pero ya sabrán apañárselas, con o sin nuestra ayuda. Como decía W. Benjamin en una frase memorable, “solo gracias a los desesperados nos es conservada la esperanza”.
Edoardo Nesi es, como yo, uno de esos "hijos del baby boom". En La historia de mi gente narra la destrucción de sus sueños y de los de sus convecios de Prato, localidad toscana tradicionalmente vinculada a la industria textil víctima de "la progresiva extinción del sistema económico más civilizado que haya conocido el hombre y su reemplazo por un modelo cuyo objetivo es la rentabilidad más elevada sin reparar en costes humanos". Nesi termina su relato manifestándose por las calles de su ciudad, con esta reflexión:
Pero ¿no éramos nosotros la generación X? ¿No éramos gente sin ideas ni ideales, una panda de capullos egoístas y afortunados, criados delante del televisor, que iban a vivir sin siquiera percatarse de su suerte, amos de un mundo ya sin historia, acomodados en un dorado presente sin fin gracias al trabajo de nuestros padres?
¿Y es que nadie debe pedirnos perdón por habernos condenado a ser la primera generación desde hace siglos cuya situación será peor que la de sus padres? ¿Por habernos hecho crear y construir nuestros sacrosantos sueños de bienestar y después habernos dejado sin dinero ni trabajo justo cuando llegaba el momento de vivir esos sueños?
Seguimos avanzando agarrados a nuestra infinita bandera tricolor, los míos y yo, todos sonrientes, todos decididos, todos unidos contra la mala suerte... y a cada paso tengo la impresión de estar mejor. Ahora sé que no viviré en el deslumbrante esplendor fitzeraldiano en que me parecía vivir cuando tenía dieciocho años y sueños ilimitados, y el futuro era un gran regalo brillante, y la vida era ligera y luminosa como la seda, y a mi alrededor cualquiera podía intentar hacerse empresario y sentirse dueño de su futuro, incluso yo. Sé que soy siervo de mis libros y mi familia, y mi destino es escribir. Mientras pueda.
Hoy, sin embargo, quiero seguir caminando junto a los míos. No sé muy bien adónde vamos, pero desde luego no estamos parados.
Como todas las mechas, la de la precarización y la ruptura del vínculo social comenzó prendiendo por su extremo, pero la llama retrocede a toda velocidad hasta consumirla entera, momento en que la bomba hará explosión. La generación más joven ha sido sólo el primer tramo quemado. Por algún lado había que empezar y este era el eslabón más débil. Pero la precariedad y la vulnerabilidad se extiende y rebasa las fronteras intergeneracionales. Y así, perroflautas imberbes y yayoflautas canosos se reconocen avanzando juntos. Ahí están, míralos: en esa calle, en esa plaza por la que tu caminas. Acércate. Únete. Luchan por tu futuro. La mecha de la precarización sigue encendida. También la dela indignación.
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