jueves, 21 de octubre de 2021

El mar que nos rodea

Rachel Carson
El mar que nos rodea
Traducción de Rubén Landa y Joan Lluís Riera
Crítica, 2019 

"Y entonces, más que nunca sobre tierra firme, conoce la verdad de que su mundo es un mundo acuático, un astro dominado por el océano inmenso que lo cubre, en el cual los continentes no son más que porciones emergidas transitoriamente de la corteza terrestre que sobresalen por encima de la superficie del agua que todo lo envuelve".


Rachel Carson es una de las muy grandes entre las (y los) grandes de la escritura de naturaleza. Bióloga marina y activista comprometida con el medio ambiente, dotada de un estilo que combina a la perfección el rigor científico y la evocación poética, en este libro encontramos tanta información como invitación a seguir conociendo nuestro maravilloso Planeta Agua.

Partiendo de la formación de los océanos y de su hermana la Luna (¡fascinante!) y de la herencia marina que todos los seres vivos compartimos ("Y así como la vida misma empezó en el mar, cada uno de nosotros inicia su vida individual en un pequeño océano dentro del útero materno"), Rachel Carson nos sumerge hasta los sedimentos marinos más profundos, nos acerca la explosión de la isla de Krakatoa, nos confronta con la destrucción de la fauna única de tantas islas oceánicas ("Rara vez [el hombre] ha puesto el pie en una isla sin que haya producido cambios desastrosos"), nos asombra con el largo viaje de algunas olas (¡hasta 9.600 kilómetros!) y sus formas, la erosión de los acantilados británicos, con la realidad del mítico Malström, la función del océano como termostato del globo terrestre y formador de las lluvias, y muchas otras maravillas.

Un libro cautivador, más "científico" en su forma que su otra gran obra sobre los mares, Bajo el viento oceánico, pero igualmente recomendable.

martes, 19 de octubre de 2021

Mi más sentido pésame

Puedo equivocarme, aunque mi memoria me devuelve el recuerdo como un hecho indubitable. Se trata de un coloquio en la televisión vasca tras el atentado de Hipercor; José Antonio Osaba, histórico protagonista de la huelga de Bandas, visiblemente molesto con la aproximación fría, taxidérmica, que uno de los participantes, vinculado al mundo de la izquierda abertzale, mostraba hacia las víctimas, le espeta: ¿pero qué pasa, que se les cayó el techo encima?

Leo el punto 3 de la denominada “Declaración del Dieciocho de Octubre” y detecto el mismo distanciamiento, la misma operación de desvinculación. Se habla de un dolor que “nunca debió haberse producido”, se dice que a nadie puede satisfacer que “todo aquello sucediera” ni que “se hubiera prolongado tanto en el tiempo”. Pero ¿se hubiera prolongado tanto en el tiempo de no haber sido por el apoyo y la justificación que la izquierda abertzale dio a la violencia de ETA? ¿Y por qué se produjo “todo aquello”, por qué sucedió lo que sucedió? ¿Fue la consecuencia lamentable (hoy) pero explicable e inevitable (hasta hoy) de un enquistado conflicto histórico, verdadera causa de todo ese dolor y sufrimiento padecido?   

En las palabras pronunciadas por Otegi no echo en falta términos como “perdón” o “condena”; lo que me gustaría es saber qué piensa y dice de lo que había antes de la violencia: esa mentalidad totalitaria que limitaba la identidad vasca a una sola forma de ser, esa incapacidad para admitir de y gozar con la pluralidad constitutiva de nuestra sociedad, esa abstracción de la persona humana real para reducirla a etiqueta, a función, a caricatura…

Tal vez se buscaba la solemnidad, pero el estilo declarativo tiene el riesgo de caer en el terreno de lo impostado. Ocurre como con las disculpas por twitter: no hay duda de que se gana en rapidez, pero se pierde en profundidad. Un poco como dar el pésame en el funeral de una persona con la que no hemos tenido mucha relación. Y esto es lo más doloroso de todo: que entre las víctimas del terrorismo y la izquierda independentista vasca sí había relación. No se les cayó el techo encima.

domingo, 17 de octubre de 2021

La casa más lejana

Henry Beston
La casa más lejana. Un año de vida en la gran playa de Cape Cod
Traducción de Inés Clavero e Irene Oliva
Volcano, 2019

"Una tarde de marzo, cuando el atardecer se difuminaba en la noche, el cielo entero resultó estar recubierto de nubes, todo salvo un canal dorado al oeste que se abría entre el suelo de la nube y la tierra. En mi duna solitaria reinaban la quietud y la paz. La tierra entera estaba oscura, oscura como un cuenco alzado a una solemnidad de silencio y nube. Oí un sonido familiar. Al volverme hacia la marisma, vi una bandada de gansos que sobrevolaba los prados por aquel claro de luz dorada que se extinguía, batiendo sus esbeltas alas con una belleza lenta y majestuosa, inundando la planicie y la oscuridad con su graznido musical y tintineante. ¿Acaso existe en el mundo clamor salvaje más noble? Lo escuché hasta que se hubo apagado y los pájaros hubieron desaparecido en la oscuridad, y después oí un mar en calma que rezongaba por el cambio de marea. En ese momento, empecé a sentir algo de frío, regresé a Fo'castle y eché leña viva al fuego".


En 1926 Henry Beston (1888-1968) se instaló en una pequeña cabaña en la costa de Cape Cod (en el mapa al final de este comentario, la señalada como "The outermost house"), en la playa de Eastham, donde permaneció durante un año. El resultado es un texto que, más que a ser leído, nos invita a ser paseado, contemplado, sentido. "Suceda lo que suceda en nuestro mundo humano -escribe Beston-, no hay sombra de nosotros que nuble el nacimiento del sol, no hay pausas en el curso de los vientos, ni quiebros en los ritmos largos de las olas rompientes que se precipitan hacia la orilla". Y, en efecto, el protagonismo absoluto de este libro lo tienen las rompientes, las mareas invernales, las dunas, las tormentas, las bandadas de aves marinas, los páramos y las marismas, las plantas y los bosquecillos costeros... El autor transita por esos paisajes como mero testigo de los procesos naturales, limitándose a ser cronista de los cambios de las estaciones y las mareas.
 
Beston es también testigo de "un nuevo peligro" que empezaba a amenazar a las aves en el mar; los vertidos procedentes del refinado de petróleo y de su bombeo a los buques petroleros: "Esta polución espantosa flota en grandes superficies y se adhiere a las alas de las aves que se posan en ella. Los animales, inevitablemente, mueren". Pero, convencido de nuestra insignificancia frente a la persistencia de la naturaleza, Beston se muestra convencido de que se trata de una amenaza pasajera y toda esa contaminación se terminará pronto. Se equivocó en esto; escribía en los inicios del siglo XX. Pero no se equivocó en su intuición holística de concebir a la humanidad como parte, junto con el resto de los seres vivos, de un mismo y solo mundo:

"Necesitamos un concepto distinto de los animales, uno más acertado y quizá uno más místico. [...] No son hermanos, no son adláteres; son otros pueblos, atrapados con nosotros en la red de la vida y el tiempo, prisioneros como nosotros de las maravillas y las penalidades de la Tierra".
 
Hay literatura de naturaleza que nos atrae y fascina por su salvajismo, por la dureza de las experiencias que narra, por la satisfacción que nos produce sabernos a salvo de tales experiencias; y hay libros de naturaleza en los que nos gustaría quedarnos a vivir: este es uno de ellos.



El dinosaurio ausente

 

 
Cuando ETA cesó definitivamente en su actividad terrorista, todos los problemas de Euskadi todavía estaban allí. No se me ocurre representación más absurdamente trágica de la historia de ETA, de ese dinosaurio pesadillesco que hace diez años desapareció de nuestras vidas.

Aquel 20 de octubre de 2011 en el que ETA anunció su disolución Euskadi seguía teniendo los mismos problemas que un año o una década antes. Si pensamos en los grandes objetivos que pretendían justificar su existencia, la independencia y el socialismo, aquel 20 de octubre Euskadi estaba tan cerca o tan lejos de ser un Estado socialista como lo estaba 52 años antes, cuando ETA nació. Durante medio siglo nada (nada sustancial, nada a mejor) cambió con la existencia de ETA; pero tras su disolución, todo cambió. Cuando despertamos, el dinosaurio ya no estaba allí, y con él empezaban a desaparecer las miradas a los bajos de los coches, las despedidas mañaneras como si fueran la última, la emigración forzada, las nucas guardaespaldadas, la ocultación de las convicciones y las militancias políticas, las geografías urbanas prohibidas…

Cuando ETA desapareció, hace diez años, desapareció EL PROBLEMA VASCO (así, con mayúsculas) porque, en realidad, ETA era nuestro problema mayúsculo. Su mera existencia generaba una perversa profecía autocumplida: si hay personas dispuestas a matar y a morir, ¿cómo no va a ser grave la situación política que sufre Euskal Herria? Tanto las personas que lo practican como las que lo apoyan, pero también muchas que lo analizan, se aproximan al terrorismo desde una perspectiva estratégica o de acción racional: como una forma de acción que tal vez no se sostenga en la teoría, pero que funciona en la práctica; yo creo, más bien, que el terrorismo no funciona en la práctica, pero sí en la teoría. Es el efecto-marco de la violencia terrorista: “si no queda otra salida que recurrir a la violencia armada” por algo será...

Pero el caso es que ETA desapareció y todos los problemas mayúsculos que supuestamente justificaban su existencia se convirtieron en lo que realmente eran y siguen siendo, en problemas políticos con minúsculas, susceptibles de ser abordados como cualquier problema político: reflexionando con inteligencia, diagnosticando con acierto, proponiendo alternativas, convenciendo, acumulando fuerza democrática…

En julio de 1997, tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, recurrí a otro microrrelato de Augusto Monterroso, el titulado “El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio”, para denunciar la estéril violencia de ETA: “Hubo una vez un Rayo –escribe Monterroso- que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho”. Desgraciadamente ETA no se deprimió la segunda, ni la tercera, ni la cuarta vez que hizo daño. Cuarenta y tres años de asesinatos, más de 850 víctimas mortales… ¿para qué? Una historia de navegación sin rumbo que solo podía acabar en derrota. Fue hace diez años. Demasiado tarde.