sábado, 8 de noviembre de 2025

Rosalía: ¡qué cruz!


A propósito de la actuación de Rosalía en los 40 Music Awards, interpretando "Reliquia" entre un bosque de cruces luminosas, no puedo evitar pensar que la artista -inteligente como es- sabe perfectamente lo que representa una cruz. No un simple símbolo estético, sino un instrumento de tortura. Lo recuerda con precisión José Ignacio González Faus en su libro imprescindible Acceso a Jesús: “Hoy hemos hecho de la cruz un símbolo religioso o, todavía peor, una alhaja, y así nos hemos tejido un caparazón contra lo que este hecho tiene de inaudito y de provocativo también para nosotros; quizás no iría mal que durante una temporada nos representáramos la cruz de Jesús como una horca, un garrote vil o una silla eléctrica; sólo así podríamos tener cierto acceso al escándalo de su muerte”.

Y es que, como también ha escrito Chalo, “se ha falsificado la cruz de Jesús”. Se la ha despojado de su violencia, de su vergüenza, de su carga política y humana. Se ha convertido en un logo. Y, claro, la propia Iglesia católica ha sido cómplice de esa falsificación: en demasiadas ocasiones ha hecho del instrumento del suplicio el emblema de su poder.

Pero lo del giro rosalcatólico ya roza el paroxismo. Porque una cosa es resignificar, y otra -más rentable, sin duda- es estetizar. Pensemos por un momento en la misma actuación, pero sustituyamos las cruces por garrotes vil; o por pelotones de fusilamiento. El efecto sería insoportable. La estética pop no lo toleraría. No se podría bailar entre esos símbolos de muerte real.

Pero igual es que lo que había en el escenario, más que cruces, eran signos de suma. El signo de la acumulación, de la facturación, del espectáculo. Todo se convierte en branding: Rosalía, los 40, PRISA y el sursum corda. Business as usual. Amén.

viernes, 7 de noviembre de 2025

Nada humano nos es ajeno


Reconstruyo y reelaboro, con un poco más de sosiego, las notas que había esbozado para mi intervención hoy en el Día de la Memoria, particularmente dedicado a recordar a los movimientos pacifistas.


“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”. Mientras preparaba esta reflexión continuamente me venía a la mente el inicio de Historia de dos ciudades, de Dickens. Cuarenta años después de aquel primer “gesto por la paz” esta frase, tan antigua y tan vigente, parece escrita para nosotras: habla de la paradoja humana, de la coexistencia del horror y la esperanza, de la miseria y la dignidad que pueden convivir en una misma época, en un mismo pueblo, incluso en una misma persona.

El 26 de noviembre de 1985, dos centenares de personas se reunieron en silencio durante quince minutos en la Plaza Circular de Bilbao. La convocatoria había surgido del grupo Itaka-Escolapios. No había discursos ni altavoces, solo una pancarta blanca con letras negras que decía: “Han matado a un hombre. ¿Por qué no la paz?”. Era una pregunta sencilla, casi ingenua, pero cargada de verdad.
Aquel día, el silencio habló. En realidad, el día anterior ETA había asesinado no a uno, sino a tres hombres: en Donostia, al cabo Rafael Melchor García y al soldado José Manuel Ibarzabal Luque; en Pasaia, al guardia civil Isidoro Díez Ratón. Tres nombres concretos, tres biografías truncadas, tres ausencias que se sumaban a una lista ya insoportable. Sin embargo, la respuesta de la sociedad no fue la rabia ni la venganza, sino el silencio compartido, el gesto sereno de quienes decidieron decir "basta" sin gritar. Ese día nació, sin saberlo todavía, la semilla de la Coordinadora Gesto por la Paz, que se constituiría formalmente en mayo de 1986.

Desde 1968 hasta ese momento, las distintas ramas de ETA habían asesinado a cerca de 470 personas. Los grupos de extrema derecha y parapoliciales habían matado a otras 66. Una veintena más había perdido la vida bajo custodia o por torturas, y decenas de miembros de ETA habían muerto en enfrentamientos armados o al manipular explosivos. Eran años oscuros, años en que el miedo se había instalado en la vida cotidiana. Como escribió Ruiz Olabuénaga en 1985, “no debería haber la mínima duda de que esta sociedad vive marcada por el dosel del miedo”. Pero el miedo, aunque real, no es la emoción que, creo, protagonizaba aquellos gestos. Ni siquiera la superación del miedo. Porque el gesto de aquel noviembre no fue un acto de héroes, sino de ciudadanas y ciudadanos. No fue una heroicidad épica, sino una afirmación moral: que la vida humana vale más que cualquier causa, que la decencia no tiene bandos.

Antes de Gesto por la Paz ya había habido movilizaciones. En 1978, la manifestación “Por una Euskadi libre y en paz” había reunido a miles de personas; hubo protestas contra el secuestro y asesinato de José María Ryan en 1981, de Alberto Martín Barrios en 1983, de Enrique Casas en 1984; los Artesanos por la Paz, los Colectivos Vascos por la Paz y el Desarme… Pero lo que aportó Gesto por la Paz fue continuidad, coherencia y una ética nueva: la destribalización del dolor.

La protesta no dependía de quién fuera la víctima. No se trataba de “uno de los nuestros”, sino, simplemente, de una persona. El mensaje era universal y profundamente humano: han matado a un ser humano, y eso es suficiente. Esa fue la ruptura más importante: el rechazo a la lógica del enfrentamiento, el paso de la identidad a la humanidad.

Quienes participábamos en aquellos silencios no lo hacíamos por ser potenciales víctimas, ni por tener un vínculo personal con quienes habían sido asesinados. Podíamos no haber estado allí. Pero estuvimos. Lo hicimos porque sentíamos, de algún modo, que todo sufrimiento humano nos pertenecía. Porque sentíamos aquello que escribió Pablo Neruda en Los versos del capitán“¿Quiénes son los que sufren? No sé, pero son míos”.

Esa fue la raíz moral de Gesto por la Paz. La afirmación callada de que cada vida humana nos concierne, de que el sufrimiento ajeno nos compromete aunque no nos toque directamente. Fue una forma de resistencia moral frente a la anestesia del miedo y, sobre todo, de la indiferencia.

En aquellos silencios se gestó una pedagogía cívica: la de la empatía activa, la del reconocimiento mutuo, la de una ciudadanía que se sabía responsable del clima moral de su tiempo. No hubo consignas, pero hubo significado. No hubo líderes, pero hubo referentes éticos. No hubo espectáculo, pero sí ejemplo.

Si Hannah Arendt habló de la “banalidad del mal” para describir cómo personas comunes podían participar en atrocidades por mera obediencia o rutina, Gesto por la Paz nos permitió vislumbrar su reverso: la banalidad del bien. También aquí eran personas corrientes, vecinas, trabajadoras, estudiantes, quienes asumieron una responsabilidad moral elemental: decir no a la violencia.

Desde su fundación, Gesto por la Paz encarnó una forma de acción prepolítica, profundamente ética, que devolvía al espacio público una sencillez desarmante: el gesto silencioso, la presencia colectiva, la constancia diaria. Su fuerza no residía en el poder ni en la ideología, sino en la decisión individual y colectiva de no mirar hacia otro lado.

Ese modo coral y humilde de actuar hizo posible que miles de personas “normales” se convirtieran en protagonistas morales de su tiempo. La ciudadanía de a pie, sin buscar heroísmos, sostuvo un movimiento cívico que transformó el paisaje ético y político del País Vasco.

Frente a la banalidad del mal, Gesto por la Paz nos recordó que el bien también puede ser cotidiano, repetido, y compartido: un acto simple, reiterado y profundamente humano que, precisamente por su sencillez, se vuelve revolucionario.

Y ese ejemplo nos sigue interpelando hoy. Porque vivimos de nuevo un tiempo de crispación, de deshumanización, de brutalismo. Un tiempo en que la palabra se degrada y la empatía se erosiona. Un tiempo en que los discursos se endurecen, las redes se convierten en trincheras y el otro -quien piensa distinto, quien viene de otro lugar, quien vota diferente- vuelve a ser percibido como una amenaza.
Frente a ese clima, recordar el origen moral de Gesto por la Paz no es un ejercicio de nostalgia, sino una tarea de presente. Su legado nos recuerda que la convivencia no se construye solo con leyes o instituciones, sino con actitudes éticas y gestos cotidianos. Que la paz no es un estado, sino una práctica ("No hay caminos para la paz, la paz es el camino"). Que la dignidad humana, cuando se defiende sin adjetivos, es la forma más profunda de compromiso.

Hubo un tiempo -el mejor y el peor de los tiempos- en que el silencio público, tenaz y acuerpado de unas pocas personas sirvió para que la sociedad comenzara a mirarse de otra manera.

Hoy, cuando el mundo parece volver a endurecerse, cuando el ruido, el miedo y la deshumanización vuelven a levantar muros, recordar esa raíz se hace imprescindible. Aquella ética del reconocimiento que afirmaba la humanidad común frente a cualquier causa o bandera sigue siendo una brújula moral para nuestro tiempo. Hoy, cuando el mundo parece retroceder hacia nuevas formas de brutalización, aquel lema de 1985 conserva toda su fuerza: “Han matado a una persona. ¿Por qué no la paz?”

Tal vez nuestra tarea, cuarenta años después, sea sostener esa pregunta sin cansarnos de responderla.
Recordar que cada víctima, cada injusticia, cada dolor ajeno nos pertenece. Y entender, de una vez por todas, que la paz no empieza en los acuerdos, sino en el corazón de quienes se niegan a dejar de reconocer al otro como humano.

Porque también hoy, como entonces, es el mejor y el peor de los tiempos.

Y quizás, como entonces, el gesto más revolucionario sea el más simple: mantener viva la ternura cívica, el coraje silencioso, la humanidad compartida que hizo posible, en medio de la violencia, un espacio de paz. Y quizá la tarea que nos toca sea sostener la memoria de quienes eligieron el silencio frente al odio y seguir afirmando, una y otra vez, que nada humano nos es ajeno.



martes, 4 de noviembre de 2025

Artes de lo posible

Adrienne Rich
Artes de lo posible: Ensayos y conversaciones
Traducción y prólogo de María Soledad Sánchez Gómez
Horas y HORAS, 2005

"Al seleccionar unos cuantos ensayos de entre mis primeros trabajos para esta colección, tenía a veces la triste impresión de que las estrategias necesarias en una época pueden mutarse en monstruos en un periodo posterior. Las acertadas percepciones feministas de que las vidas de las mujeres no habían sido recogidas, histórica o individualmente, en su mayor parte, y de que lo personal es político, son ejemplos [...].
Poco después, la narrativa personal llegó a ser considerada el auténtico valor de la experiencia feminista. Al mismo tiempo, en todos los ámbitos de la vida pública, un sistema corporativo dirigido hacia el beneficio promocionaba soluciones personales y privadas, mientras que la acción colectiva e incluso las realidades colectivas se ridiculizaban, en el mejor de los casos, o se volvían, en el peor, históricamente estériles.
A finales de los noventa, en la corriente general del discurso público norteamericano, la anécdota personal iba sustituyendo el argumento crítico, las confesiones reales se anteponían a la discusión de ideas. Un feminismo que buscaba conectar raza y colonialismo, monocultivo global de los intereses corporativos y militares de Estados Unidos, y las posiciones y empresas específicas de las mujeres en medio de todo ello, estaba siendo rebatido por la promoción de un modelo femenino norteamericano basado en la implicación y el perfeccionamiento individuales, vacío de contexto o contenido político".


Publicada originalmente en 2001 (aunque el texto que da título a la obra es de 1997), en Artes de lo posible Adrienne Rich -poeta, ensayista y una de las voces más lúcidas del pensamiento feminista y político del siglo XX- propone una reflexión apasionada sobre la relación entre arte, imaginación y poder. Lejos de ser una mera recopilación de ensayos, el libro funciona como una suerte de manifiesto sobre cómo la poesía y el arte pueden convertirse en instrumentos para ensanchar los límites de lo real, para abrir espacios donde lo imposible comience a pensarse como posible.

El título ya anticipa el núcleo del argumento: el arte no debe limitarse a reproducir lo que existe, sino a ensanchar el horizonte de lo que podría existir. Desde esta perspectiva, la autora aborda la creación artística como una práctica ética y política, una forma de resistencia frente a las estructuras de dominación -ya sean patriarcales, capitalistas o coloniales- que buscan restringir el campo de lo imaginable.

Uno de los ejes más potentes del libro es su defensa de la poesía como una práctica de libertad. Para Adrienne Rich escribir poesía no es un acto decorativo ni un lujo elitista, sino una necesidad vital y colectiva. En ensayos como "Rebelarse contra el espacio que nos separa" sostiene que el lenguaje poético puede reconectar a las personas con su propia sensibilidad y con la experiencia compartida de la opresión: 

"Necesitamos poesía como lenguaje vivo, la esencia de cada idioma, algo que todavía se habla, en voz alta o con el pensamiento, que se murmura en secreto, subversivo, que te llega por las esquinas, que se estruja en un bolsillo, que se representa para una comunidad, que se lee en voz alta a los moribundos, que se recita de memoria, que se marca o pintarrajea en una pared. Ese tipo de lenguaje".

Adrienne Rich escribe desde una conciencia aguda de su contexto: el final del siglo XX, un tiempo marcado por la desigualdad económica, el desencanto político y la mercantilización del arte. En este sentido, Artes de lo posible es también una crítica a la cultura neoliberal y a la industria literaria que, según ella, desactiva el poder subversivo del arte al reducirlo a consumo. "El apartheid de la imaginación -advierte- se convierte en bloqueo en la garganta de la poesía". Frente a eso, ella propone recuperar la dimensión pública y transformadora del lenguaje.

El libro combina ensayos, conferencias y entrevistas. Esa mezcla le da una textura viva y cercana: Rich no escribe desde la torre de marfil del intelectualismo, sino desde el diálogo y la experiencia. Su crítica abierta de "la teoría académica posmoderna" con su vaciamiento de significado del lenguaje va de la mano de un reencuentro con Marx -"un extraordinario geógrafo de la condición humana"-, pero con un Marx releído de la mano de otra de esas mujeres inmensas de las que la academia, la política y la izquierda patriarcales nos han privado durante tanto tiempo: Raya Dunayevskaya [también aquí, aquí y aquí].

Raya Dunayevskaya (1910-1987), filósofa marxista, fue traductora de los Manuscritos económicos y filosóficos de Marx y fundadora del movimiento del marxismo humanista en Estados Unidos. Su pensamiento, profundamente marcado por la idea de que la teoría debe nacer del movimiento vivo de las personas en lucha, conecta directamente con las preocupaciones centrales de Adrienne Rich, que ve en Dunayevskaya a una de las pocas teóricas marxistas que entendieron que la emancipación de las mujeres no podía ser una “cuestión secundaria” dentro del pensamiento revolucionario: 

"Dumayevskaya se opone vehementemente a la idea de que el marxismo de Marx signifique que la lucha de clases sea prioritaria o que el racismo y la supremacía masculina terminen cuando caiga el capitalismo. «¿Qué sucede luego?», dice, es la pregunta que tenemos que seguir haciéndonos. Y esto, tal como lo percibe en el Movimiento de Liberación de la Mujer, es lo que las mujeres blancas y de color han insistido en preguntar".

Muchos de los textos revisitan temas recurrentes en la obra de Rich: el feminismo, la sexualidad, la historia de la opresión de las mujeres, la solidaridad entre luchas, la memoria del cuerpo. Pero en este libro todos esos temas confluyen hacia una reflexión más amplia sobre el poder de la imaginación política. Para la autora, imaginar un mundo diferente no es ingenuidad sino el primer paso para hacerlo posible:

"En ciertos momentos, si tenemos suerte, palpamos la experiencia, el resplandor de cómo nos sentiríamos siendo libres".

Hay una belleza austera en la prosa de Adrienne Rich, directa, pero cargada de intensidad moral. No se trata de un optimismo ingenuo, sino de una ética del trabajo continuo; la esperanza no como un estado del alma, sino como una acción que se sostiene en medio de la incertidumbre. Esa ética impregna todo el libro recordándonos que el arte, si quiere ser arte de lo posible, debe mantenerse incómodo: debe desafiar las narrativas dominantes, cuestionar los silencios impuestos, y dar voz a quienes han sido excluidas del relato oficial. En tiempos de desencanto, su llamamiento a expandir “las artes de lo posible” se siente no solo necesario, sino profundamente esperanzador.

domingo, 2 de noviembre de 2025

Gatzarrieta, Artalarra, Aldabe y Arrabatza

Un precioso y sencillo paseo a los pies del Gorbea.
A las 8:55 he salido de Pagomakurre y a las 9:25 entraba en Arraba. 






 


 

9:50 Gatzarrieta (1.182 m).




10:00, Artalarra (1.163 m).






10:10, Aldabe (1.176 m).



 





10:30, Arrabatza (1.177 m).





Kargaleku.