domingo, 22 de noviembre de 2009

Más allá del horror




"El horror, el horror". Las últimas palabras del enloquecido Kurtz, compasivamente ocultadas a su prometida por Marlow a su regreso del corazón de las tinieblas, vienen siendo repetidas una y otra vez desde que hace más de un siglo Joseph Conrad publicara su impresionante relato. Y siempre África como escenario.
Liberia, Sierra Leona, Ruanda, Darfur, Somalia, Congo... Niños soldado, mutilaciones, violaciones masivas. El horror, el horror. Imágenes siempre atroces, sin sentido, imágenes de pesadilla.

En su obra El honor del guerrero Michael Ignatieff describe así estos que llama conflictos harapientos: "Son guerras de desintegración, entre facciones y bandas cuya finalidad ni siquiera se puede considerar política. Luchan por las drogas, el territorio, la supervivencia, y de su lucha no resulta más que el caos".




EL MUNDO recoge hoy un testimonio sobrecogedor del patrón del Alakrana, Ricardo Blach, que alimenta una vez más este imaginario:


Camino de Seychelles, la libertad. La niña. La veo en mi cabeza. Recuerdo sus ojos azules, apoyada en la ventana. Me duele mucho no haberla traído conmigo. Su madre me suplicó que me la llevara. Le dije que no podía. En su barco, el Ariana, había 12 piratas. En el mío, el Alakrana, 30. La madre [Natalia Loss], esposa del jefe de máquinas, lloraba. "Llévatela", me decía. Desde entonces me miro al espejo y lloro. No dejo de pensar en esa niña, en las mujeres de ese barco. La cocinera estaba embarazada, tras ser violada por los piratas. Negociamos con el armador medicamentos para ella. Cuando los recibimos, Jama Adan [el negociador de los bucaneros] los tiró al agua. Son unos malditos. A esos asesinos sólo les deseo la muerte, les metería veneno en la comida. ¿Qué será de la niña?


Terrible.

Sin embargo, no podemos dejarnos atrapar por el horror y sucumbir al atractivo de la repugnancia moral, hasta acabar, tal vez no proclamando lo que Kurtz -"¡Exterminad a todos los salvajes!"-, pero igual sí deslizándonos, como advierte Ignatieff, hacia un pensamiento ligeramente parecido: "¡Dejad que los salvajes se exterminen solos!".
Porque hay una África sufriente. Y porque ellos también somos nosotros.


La paradoja conradiana reside en que la interdependencia era más evidente para figuras decimonónicas como Kurtz que para los políticos y los hombres de negocios postimperialistas de finales del siglo XX. En ese caso, habrá que reconocer -a pesar del pesimismo de las consecuencias- que si la conciencia es lo único que une a los ricos con los pobres, al norte con el sur o a las zonas seguras con las peligrosas, estamos ante un vínculo muy frágil. Si la causa bosnia no escandalizó al mundo todo lo que cabía esperar de las atrocidades mostradas a diario por la televisión no fue por la falta de piedad de los espectadores que las contemplaban cómodamente sentados en su salón. Por el contrario, la respuesta solidaria alcanzó grandes dimensiones. El que no hubiera una solidaridad más duradera se debe a un problema más profundo: la idea muy arraigada de que "su" seguridad y la "nuestra" pueden separarse, que su destino y el nuestro están diferenciados por la historia, el azar y la buena suerte, que les debemos piedad pero no compartimos su porvenir. Muchos nos empeñamos en seguir creyendo que mantendremos a buen recaudo las terribles llamas que ahora consumen el tejado de nuestros vecinos, que las chispas de sus fuegos nunca alcanzarán el nuestro (Ignatieff).

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