En el libro de Antonio Tabucchi titulado La gastritis de Platón, podemos leer una interesante reflexión sobre la reconciliación y el perdón de Adriano Soffri, antiguo líder de Potere Operaio y Lotta Continua, condenado a 22 años de prisión por haber instigado, presuntamente, al asesinato en 1972 de un comisario de policía. Aplaude Soffri el hecho de que en Suráfrica haya funcionado una Comisión para la Verdad y la Reconciliación que aspira declaradamente a una vía alternativa entre Nüremberg y la conciliación de la memoria, al tiempo que lamenta que en la Italia recién salida del fascismo no ocurriera nada parecido. De aquellos polvos post-fascistas vinieron, en su opinión, los lodos de los años de plomo. La reflexión de Soffri es un profundo alegato a favor del reconocimiento de la verdad como camino hacia la reconciliación. Este es el modelo de reconciliación defendido por muchos en el País Vasco.
Partiendo del mismo ejemplo surafricano y de otros similares (Irlanda, Yugoslavia, Ruanda, todos siguiendo el modelo experimentado en Latinoamerica), Michel Ignatieff nos ofrece algunas muy consistentes razones para dudar de las posibilidades de aplicar a las sociedades humanas la máxima evangélica que dice que la verdad es una y conocerla nos hace libres. En su opinión, estas comisiones de la verdad se basan en principios epistemológicos que más parecen artículos de fe sobre la naturaleza humana: la nación no tiene varias psiques, sino una sola; la verdad no es discutible y, una vez conocida por todos, tiene la capacidad de sanar y reconciliar a las partes. Discrepa Ignatieff de esta perspectiva. Existen, como mínimo, dos verdades, una factual y otra moral, la verdad de las narraciones que cuentan lo que ocurrió y la de las narraciones que intentan explicar por qué y a causa de quién. Y continua: “La retórica de todos estos ejemplos resulta muy loable, pero la lógica no está tan clara, y no porque la justicia sea en sí misma un objetivo problemático, sino porque nada asegura que facilite la reconciliación. La idea de que la reconciliación depende de la posibilidad de compartir la verdad de los hechos no tiene en cuenta que la verdad se relaciona con la identidad. Aquello que nos parece verdadero depende, en gran medida, de lo que creemos ser; y lo que creemos ser se define en gran parte por lo que no somos. La verdad que interesa a las personas no es la factual o narrativa, sino la interpretativa o moral. Y eso se discutirá siempre en los Balcanes”. ¿También en el País Vasco?
Todos habremos leído novelas o habremos visto películas de misterio o de terror en las que la acción discurre en una casa con una habitación cerrada. Una habitación en la que, hace años, tuvieron lugar sucesos terribles. Para poder habitar la casa se insiste en la necesidad de mantener la habitación cerrada pues, en caso de ser abierta, el mal que contiene se extenderá por todo el edificio y afectará a los actuales inquilinos. En las novelas y películas la puerta de la habitación siempre acaba por abrirse. En la vida real también. Es imposible mantener cerradas las habitaciones en las que se han cometido crímenes e injusticias; es imposible ocultar para siempre cadáveres en los armarios. Más temprano que tarde, las puertas se abren y el mal del pasado inunda el presente.
No podemos pretender construir la casa vasca manteniendo una habitación permanentemente cerrada: la habitación de la violencia, la de las víctimas y los victimarios. No sé si abrir la puerta será tan positivo y liberador. Así y todo, habrá que hacerlo.
Cicerón escribió una hermosa fórmula de inmortalidad laica que podría ser el objetivo de la reconciliación: “En consecuencia también los ausentes están presentes y, cosa que es más difícil de decir, los muertos viven”. Pero, ¿cómo lograrlo? Solo sé que hemos de huir de toda tentación de reconciliaciones apresuradas (Schreiter); a pesar de que las víctimas molesten al ser un recordatorio permanente de lo que hemos hecho o hemos permitido que se haga en nuestro nombre.
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