(EL CORREO, 21/08/08):
La España constitucional y democrática vive, sin duda, un muy fructífero ciclo largo que en este mismo año cumple las tres décadas. Treinta años de desarrollo y consolidación creciente de un espacio jurídico, político y sobre todo social, construido sobre los principios de la libertad y la igualdad. Las grandes cuestiones que a lo largo de su historia han afectado tan dramáticamente a nuestro país -la cuestión social, la cuestión militar, la cuestión religiosa y la cuestión nacional- han encontrado un escenario de abordaje y, si no de solución, sí al menos de arreglo, en el marco de la Constitución de 1978. La construcción de un Estado autonómico avanzado -un Estado federalizable, en palabras de García de Enterría- ha sido fundamental para permitir que España afrontara el último cuarto del siglo XX (siglo tremendo para todo el mundo, sin duda, pero muy particularmente para España) con la esperanza puesta en dejar de ser un país aparentemente condenado a representar una interminable lucha a garrotazos para convertirse en una sociedad razonablemente integrada y cohesionada. Sólo la persistencia empecinada del terrorismo ensombrece gravemente esta realidad.
El sistema autonómico ha permitido -y hasta impulsado- la consolidación de un complejo sistema de gobiernos intermedios (Pérez Díaz) que, al satisfacer los intereses y las identidades societales de grupos territorialmente diferenciados, ha facilitado la aceptación de estos grupos (y especialmente de sus elites culturales y políticas) del Estado constitucional español. Es verdad que con muy distintos niveles de compromiso, pero aceptación al fin y al cabo. Además, el sistema autonómico ha permitido dar cumplimiento razonablemente al artículo 40 de la Constitución, en el que se declara que los «poderes públicos promoverán el progreso social y económico, para una distribución de la renta regional y personal más equilibrada». Cuando se analiza la evolución de los índices de convergencia europea de las distintas autonomías españolas se comprueba que las regiones tradicionalmente más retrasadas han experimentado avances más intensos, siendo más moderada la expansión relativa de las autonomías inicialmente más desarrolladas.
Pero a lo largo de sus treinta años de duración este ciclo largo no ha dejado de verse relativamente desestabilizado, de manera permanente, por una sucesión de ciclos cortos que han introducido incertidumbre y en ocasiones conflicto abierto en el escenario político español. En particular la cuestión (o las cuestiones) nacional ha sido a lo largo de todos estos años ocasión y objeto de tensión y desencuentro. Y seguramente nunca como en el momento actual han sido tan patentes estas tensiones y estos desencuentros, ejemplificados por el denominado plan Ibarretxe.
Sin embargo, coincido con el diagnóstico de José Ramón Recalde de que la «disidencia étnica» ha iniciado en España un proceso de franco retroceso. El desarrollo de la capacidad de autogobierno de las comunidades autónomas ha provocado que, cada vez más, el reivindicacionismo victimista del nacionalismo histórico adquiera caracteres de nacionalismo histérico, perdiendo credibilidad a marchas forzadas. Como señala gráficamente Emilio Guevara: «Más del 90% de los impuestos que pagamos se quedan aquí y los gestionamos nosotros y la mayoría de los servicios y competencias que afectan a nuestra vida están en manos del Gobierno vasco. Vives en un piso promovido por la Administración autónoma, puedes levantarte escuchando Radio Euskadi, llevas a tu hijo a la ikastola, te pone la multa de tráfico un ertzaina, pagas tus impuestos en la Diputación, la asistencia sanitaria la tienes en Osakidetza. Al cabo de un año piensas, ¿en qué me he relacionado yo con el Estado? Y te das cuenta de que es cada cinco años, cuando tienes que sacarte el DNI o el pasaporte».
Ahora bien: ¿Y si el verdadero problema no estuviera en los nacionalismos históricos y su aspiración a ’superar’ el actual marco estatutario y constitucional sino en unos nuevos y paradójicos nacionalismos fiscales surgidos al calor del Estado autonómico? Unos nacionalismos presupuestarios que presionan no tanto para lograr mayores cotas de poder y responsabilidades cuanto para conseguir «el suministro de nuevos y adicionales recursos con que incrementar las potestades de gasto a las que ya se ha accedido, sin acrecer, sin embargo, su propia capacidad para obtener ingresos por fuentes autónomas» (López Aguilar). El actual debate sobre financiación autonómica se está desarrollando desde claves que se compadecen mejor con este nuevo nacionalismo pragmático que con la reivindicación diferencialista de los nacionalismos históricos. El propio presidente de la Generalitat, José Montilla, utilizaba como argumento principal de su reivindicación de una nueva financiación para su comunidad que «Catalunya tiene tantos pobres (según el último informe de Cáritas) como habitantes tiene alguna comunidad autónoma», y ello tras denunciar la naturaleza radicalmente insolidaria del Concierto Económico, modelo de financiación característico del nacionalismo historicista.
Sea como sea, tanto este nuevo nacionalismo fiscal emergente como el viejo y renuente nacionalismo libredecisionista alimentan una peligrosa dinámica que, fundada sobre la explotación victimista del agravio comparativo puede acabar desembocando en un bilateralismo que mine las bases fundamentales de la solidaridad inter-comunitaria. El verdadero problema al que se enfrenta el Estado autonómico español no es el de la ‘libanización’, no es el de la ruptura de España, no es tanto el de la colisión entre el ‘centro’ y las ‘periferias’, sino el de la colisión creciente entre los intereses competitivos de unas comunidades autónomas privadas de un equilibrio que sólo puede garantizar la existencia reconocida por todas las partes de un poder central que module y arbitre las tensiones entre territorios.
El Estado constitucional y autonómico español es un verdadero bien público del que todos, individuos y comunidades territoriales, nos hemos beneficiado. Un proyecto de convivencia y progreso que sólo se sostiene sobre el compromiso de todos. Un sistema de organización necesariamente multilateral, que exige tanto la existencia de un centro que compense las tendencias centrífugas de las distintas partes como de unos poderes locales que eviten la propensión centrípeta del poder central. El riesgo al que hoy se enfrenta este sistema es el de la proliferación de unas relaciones bilaterales que alimenten la multiplicación de ‘free riders’ atentos tan sólo a sus propias necesidades e intereses, y desentendidos de las necesidades comunes.
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