¿A QUÉ SE COMPROMETE IBARRETXE?
Imanol Zubero
“El presidente del Gobierno español y el lehendakari, conscientes de nuestra responsabilidad para impulsar un proceso democrático que permita abrir un escenario de solución al problema de la violencia, por un lado, y por otro abordar una respuesta al conflicto de normalización política existente, manifestamos los siguientes compromisos…”. Así empieza el documento con el que Juan José Ibarretxe pretende buscar, no la consideración y debate del presidente José Luis Rodríguez Zapatero, sino su adhesión, no sé si entusiasta (los caminos de la mente del lehendakari son inescrutables incluso para los suyos), pero sí inquebrantable.
Ya se ha escrito mucho y bien sobre la naturaleza más bien impositiva del documento remitido desde Ajuria Enea, al que sin embargo continuamos refiriéndonos con términos como los de “oferta” o “propuesta”, términos que no casan ni con el fondo ni con la forma de un papel que, pese a titularse Propuesta abierta de Pacto Político para la Convivencia, no es más que una versión táctica del programa máximo del nacionalismo vasco que, en todo caso, sólo comprometería al presidente del Gobierno de España. Porque, veamos. ¿Cuáles son los compromisos que se derivarían de la firma del documento? Básicamente los siguientes:
§ Reconocer la identidad nacional del Pueblo vasco, incluidos los territorios vascos del Departamento de Pirineos Atlánticos.
§ Garantizar el ámbito vasco de decisión, al que deberán someterse las instituciones del Estado.
§ Reconocer el euskera como lengua oficial tanto en Euskadi como en Navarra.
§ Crear un Órgano Institucional Común entre ambas comunidades autónomas.
§ Contemplar la creación de una euro-región vasca.
No sé si esto fue lo que se propuso como borrador de trabajo en las conversaciones de Loyola. Este diario aseguraba el sábado pasado que el documento reproduce literalmente el texto bosquejado en aquellas reuniones: así será, y si lo es no deja de preocuparme. Pero, al margen de otras consideraciones, el de Loyola era un escenario donde lo que se jugaba era un final para el terrorismo compatible con los principios y las normas de la España constitucional. Lo que se buscaba era un compromiso de Batasuna (se supone que asumido por ETA) de asumir definitivamente las vías pacíficas y democráticas para desarrollar su acción política. Se trata de un compromiso esencial, por el que merece la pena sentarse a negociar como se hizo, sin hacer “dejación de principios democráticos legítimos”, como señalaba Josu Jon Imaz en su artículo “La llave de Rodolfo”. Pero aquello era Loyola y esto es otra cosa. ¿A qué se compromete Ibarretxe? A nada, como siempre. Pues el punto primero de su documento, el denominado “compromiso ético para el final definitivo de la violencia”, no es más que un brindis al sol.
En una larga entrevista publicada como libro en el año 2002 Ibarretxe señalaba dos bases sobre las que veía posible establecer “un nuevo pacto de convivencia, un nuevo pacto de Estado”: la primera, “cumplir lo que en su día acordamos”; la segunda, “abrir las puertas al desarrollo de las potencialidades del Estatuto sobre la base del reconocimiento que la propia Constitución hace de nuestros derechos históricos”. Para ser coherente, para que realmente se pudiera hablar de pacto, faltaría una tercera base: reconocer expresamente que la España constitucional es el marco de desarrollo del autogobierno vasco. Un marco con el que el nacionalismo vasco ha de comprometerse, superando definitivamente su querencia por una Euskadi que actúa como free rider, una Euskadi que va a lo suyo, para involucrarse explicita y lealmente junto con el resto de fuerzas políticas y comunidades autónomas en la transformación del Estado, si así se quiere, en un horizonte federal. Pero no; la esencia del pacto impulsado por Ibarretxe es que los compromisos recaen siempre sobre la otra parte.
Es evidente que la cuestión del autogobierno tiene que ver con la discusión siempre compleja sobre cuánta capacidad de decisión corresponde a un determinado espacio sub-estatal, pero esta discusión no se plantearía ya nunca más como un pulso entre Euskadi y “el Estado”. Hasta hoy el único debate posible era aquel que se entablaba entre quienes conciben a España como demasiado una y quienes la piensan como demasiado otra. Era este un debate sin salida, un demencial juego de suma cero en el que una grosera aritmética política de pérdidas y ganancias no hacía más que espesar una indigesta olla podrida rebosante de agravios, sospechas, miedos, deslealtades, amenazas y egoísmos. Hoy, por el contrario, se abre la posibilidad de pensar una España como la que viene delineando Rodríguez Zapatero, orientada a resolver su problema histórico de identidad pensándose a sí misma como espacio imprescindible de derechos y libertades, de paz y de solidaridad. Como ha dicho Claudio Magris, “nadie se enamora de un estado pero hace falta el Estado para que podamos exaltarnos tranquilamente por lo que nos dé la gana y para que nuestra libertad, según la vieja definición liberal, sólo termine donde comienza la libertad del otro”. El autogobierno de los vascos está inexorablemente ligado al proyecto de España que impulsa el Gobierno socialista y que llegará a buen puerto sólo si los nacionalistas se comprometen lealmente en la gobernabilidad del hoy por hoy único marco incluyente que permite la protección de los derechos y las libertades de todos sin por ello sacrificar la pluralidad de pertenencias que nos caracterizan como sociedades. No es más que un esbozo, apenas un par de trazos, tal vez más voluntad que proyecto: pero es más de lo que hemos tenido en los últimos años; y es infinitamente mejor que el choque de trenes al que nos abocaban los nacionalismos autoproclamados históricos.
Sin embargo, una concepción exclusivista de la identidad vasca, que identifica esta con la identidad nacionalista, mantiene como reivindicación del Pueblo Vasco lo que, en todo caso, es la reivindicación partidaria del nacionalismo vasco (y aún así, sin un programa común para el conjunto del nacionalismo). El nacionalismo vasco es incapaz de articular su propia reflexión ideológica sin arrastrar consigo al conjunto de la ciudadanía vasca y navarra. En realidad, este ha sido siempre el problema de todas sus propuestas políticas: que surgiendo de una parte de la sociedad vasca, se conciben y se presentan como si fueran emanación de las aspiraciones y proyectos de todos los vascos. Se hurta a la ciudadanía la primera y más fundamental decisión, aquella que consiste en decidir si constituyen o no un sujeto político. Y esto no se soluciona diciendo: pues convóquese una consulta en dichos territorios. Es la falacia del decidir para ser.
En puridad democrática, habrían de ser los ciudadanos y las ciudadanas de cada uno de esos cinco territorios (Euskadi, Navarra, Zuberoa, Lapurdi y Benabarra) quienes habrían de tomar decisiones que, una tras otra, podrían en su caso desembocar en una decisión conjunta sobre su organización política. Decisiones que conforman una compleja cadena: 1) expresión de la ciudadanía de Zuberoa, Lapurdi y Benabarra de su voluntad de conformar una institución política común soberana y negociación con Francia para lograrlo; 2) expresión de la ciudadanía de Euskadi de su voluntad de conformar una institución política soberana y negociación con España para lograrlo; 3) expresión de la ciudadanía de Navarra de su voluntad de conformar una institución soberana común y negociación con España para lograrlo; 4) expresión de la ciudadanía de Euskadi y Navarra de su voluntad de conformar una institución política común y negociación con España para lograrlo; 5) expresión de la ciudadanía de Euskadi-Navarra y de Iparralde de su voluntad de conformar una institución política común soberana y negociación con España y Francia para lograrlo; 6) y algo tendrá que decir Europa. Que la secuencia y hasta la concreción de cada uno de los pasos sea correcta es lo de menos. Lo que quiero decir es que la última propuesta de Ibarretxe quiebra por donde quiebra desde siempre el soberanismo nacionalista: por la inexistencia de un sujeto político “natural” o “histórico” (conceptos ambos análogos para el nacionalismo). Que existe un sujeto cultural llamado Euskal Herria es un hecho, y ya existen importantes instituciones que lo reúnen. Pero este sujeto cultural no es condición ni necesaria ni suficiente para la conformación de un sujeto político.
La contraposición entre legalidad (española) y voluntad (vasca) se ha convertido en la columna vertebral del soberanismo vasco. Asentada sobre la vieja categorización que todo lo reduce a nacionalismo (español o vasco), nos aboca a una situación de suma cero que vuelve imposible cualquier transacción. Al final todo se va a reducir, si no lo remediamos, a un desnudo problema de poder, al enfrentamiento artificial e irresponsable de dos demos, el español y el vasco, complejos y plurales ambos, distorsionados hasta la caricatura por exigencias del combate.
Si el nacionalismo vasco quiere construir una Euskadi separada de España debería plantearlo con toda claridad. A este objetivo le correspondería una estrategia dirigida a lograr una hegemonía política suficiente para una amplia mayoría de ciudadanas y ciudadanos expresara su voluntad de separarse. Y debería, pues es la única manera de democratizar en la práctica un proyecto sólo teóricamente legítimo, orientar toda su capacidad institucional, política y social, a combatir a ETA y a construir en Euskadi un espacio de auténtica libertad, cuyo mejor indicador sería la capacidad de quienes se oponen a ese proyecto de actuar sin verse amenazados o asesinados.
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