sábado, 25 de noviembre de 2017

Desde Cataluña con humor

El desconcierto generalizado de estas últimas semanas me ha traído a la memoria dos fragmentos de la descacharrante novela de Eduardo Mendoza El enredo de la bolsa y la vida (Seix Barral, 2012).

Este intercambio de ideas ha sido muy provechoso y os agradezco a todos vuestras respectivas aportaciones. Ni una sola ha caído en saco roto, os lo puedo asegurar. Es cierto, haciendo balance de la situación, que parece que no hayamos avanzado, y es muy probable que hayamos retrocedido, cosas ambas difíciles de determinar cuando no se conoce el punto de partida ni el objetivo último de nuestro caminar. Pero también puede darse lo contrario, es decir, que hayamos avanzado sin darnos cuenta. Bien es verdad que avanzar sin enterarse de que se avanza es lo mismo que no avanzar, al menos para el que avanza o pretende avanzar. Visto desde fuera es distinto. Aún así, yo abrigo la esperanza de que este avance, real o imaginario, dentro de poco nos conducirá a la solución definitiva o, cuando menos, al principio de otro avance.

La Moski, cuyo verdadero nombre era otro, largo e impronunciable, se había instalado en Barcelona a finales del pasado siglo, procedente de un país del Este. Cuando apenas tenía uso de razón había ingresado en las juventudes estalinistas y ni su experiencia ni el devenir de la Historia le dieron motivos para claudicar de las ideas que allí le habían inculcado. Como a su lealtad inquebrantable unía un carácter inconmovible, al producirse el derrumbamiento del sistema, la Moski metió en una maleta de madera sus pocas y modestas pertenencias y se fue al exilio por propia iniciativa. En algún momento había oído que el partido comunista de Cataluña era el único que, en medio de la debacle, mantenía una ortodoxia intransigente, una jerarquía compacta y una disciplina implacable. Nada más apearse del tren, la Moski se presentó en la sede del antiguo PSUC y a quien la recibió en la entrada le mostró el carné y una foto dedicada de Georgi Malenkov y le dijo que venía a ponerse a las órdenes del secretario general. El recepcionista, en prueba de camaradería, le ofreció una calada del canuto que se estaba fumando y le informó de que el secretario general, al que se refería con el respetuoso apodo de «el Butifarreta», no la podía recibir porque estaba plantando azucenas en el jardín de las Terciarias Franciscanas de la Divina Pastora; luego había quedado delante de la catedral con el resto del comité central para bailar sardanas, y por la tarde iba al fútbol. La Moski no pudo menos que admirar el astuto disimulo con que el partido encubría los preparativos de la revolución y decidió quedarse a vivir en Barcelona. Compró a plazos un acordeón de segunda mano y se puso a tocar y a cantar por las terrazas de restaurantes, bares y chiringuitos. Cantaba a voz en cuello para que no se notara que no sabía tocar el acordeón y el estruendo del acordeón tapaba sus gallos y su voz de grajo. Los extranjeros tomaban aquella cacofonía estridente por música catalana de los tiempos del comte Arnau y los nativos por folclore de los Balcanes, sin percatarse ni los unos ni los otros de que la Moski interpretaba No me platiques más, Contigo en la distancia y otros sentidos boleros de un disco de Luis Miguel comprado en una gasolinera.

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